Por Miguel Croceri
La forma novedosa, en términos históricos, que están tomando las estrategias antidemocráticas en América Latina obliga a pensar en la función de los poderes judiciales como nuevos arietes de los bloques de poder hegemónicos –cuya expresión político-ideológica son las derechas– en contra de los intereses populares. Brasil y Argentina viven momentos políticamente dramáticos que hacen imperioso reflexionar, y sobre todo actuar, frente a la nueva realidad.
A lo largo del siglo XX, las clases sociales dominantes y las estructuras corporativas que representaban sus intereses se valieron del uso de la violencia física directa mediante los golpes de Estado o amenazas de ello para derrocar o bien extorsionar y presionar a gobiernos y/o fuerzas y líderes políticos que ejercían o intentaban plantear distintos grados de cuestionamiento al orden social establecido.
En esos casos, los movimientos desestabilizadores o golpistas (según en qué estadio se encontrara el accionar antipopular) tuvieron como rasgo típico el uso determinante del instrumento militar estatal, es decir, de las fuerzas armadas, siempre articulados con otros poderes fácticos, en primer lugar los económicos –en nuestro país, fundamentalmente los de base agropecuaria–, junto con los eclesiáticos, mediáticos, judiciales, profesionales (abogados, por ejemplo) y ciertas expresiones de la dirigencia política y del sindicalismo.
En una etapa posterior, a fines de los años ochenta y principios de los noventa, las clases dominantes latinoamericanas, aliadas al capitalismo trasnacional liderado por Estados Unidos en su búsqueda de hegemonía planetaria, atacaron “desde afuera” de la estructura estatal y perpetraron golpes de mercado contra los incipientes procesos democráticos, entre ellos, el argentino. Fue el caso de la hiperinflación desatada durante el último tramo del gobierno de Raúl Alfonsín.
Hoy asistimos a una modificación absoluta del método para atacar a gobiernos y/o fuerzas y líderes políticos que, con distinto grado de profundización, cuestionan el orden social dominante y a sus corporaciones. En Brasil y Argentina, el peso determinante del accionar antidemocrático desde el interior de la estructura estatal se ha desplazado a los poderes judiciales: el carácter corporativo, corrupto y en ocasiones mafioso de integrantes de la judicatura degeneran instituciones públicas del Estado de derecho y las convierten en poderes fácticos que constituyen una nueva y peligrosa amenaza contra la democracia y la soberanía popular.
El accionar antidemocrático no tendría la fuerza que tiene sin el peso gravitante de las corporaciones de grandes medios de comunicación que, mediante las mentiras, la censura y las estafas informativas, más la manipulación y distorsión de ciertos hechos y el ocultamiento de otros, conforman potentes dispositivos de acción psicológica.
Otros procesos de gobiernos que representan avances populares en América Latina, como Venezuela, Ecuador y Bolivia, tuvieron unas relaciones de fuerza y una determinación política distintas en el contexto de las disputas en cada país, que les permitieron reemplazar a las viejas corporaciones judiciales que respondían al orden dominante y constituir, al menos parcialmente, una judicatura acorde con la democratización de las relaciones de poder en el Estado y en toda la sociedad.
En cambio, las democracias brasileña y argentina están bajo asedio de sectores del Poder Judicial que, como nuevo factor determinante en la ofensiva de las clases dominantes contra expresiones de poder popular emergidas desde comienzos del nuevo siglo, cumplen dentro del Estado el rol que en el pasado cumplieron las fuerzas armadas. Por múltiples razones vinculadas con cambios en la estructuración de las diversas fuentes de poder que interactúan en las sociedades, hoy las derechas necesitan menos del instrumento militar y más del judicial.
En cualquier caso –eso sí–, siempre articulado con el instrumento mediático. El accionar antidemocrático no tendría la fuerza que tiene sin el peso gravitante de las corporaciones de grandes medios de comunicación que, mediante las mentiras, la censura y las estafas informativas (por ejemplo, instalar como tema central del debate público a presuntos delincuentes financieros captados con cámaras de vigilancia mientras contaban dólares, en lugar de hacerlo sobre el pacto con los fondos buitre que significará a mediano y largo plazo una asfixia económica para la nación), más la manipulación y distorsión de ciertos hechos y el ocultamiento de otros, conforman potentes dispositivos de acción psicológica sobre la opinión pública las veinticuatro horas todos los días de la vida.
En la etapa política vivida por nuestro país entre 2003 y 2015, el gobierno tomó decisiones –por ejemplo, el fin del monopolio privado y pago para la televisación del fútbol y su reemplazo por la trasmisión gratuita y de acceso libre, la Ley de Medios, la potenciación de los medios públicos para generar un discurso contrahegemónico, etcétera–, y a la vez impulsó un proceso de debate político generalizado sobre los medios de comunicación, todo lo cual permitió generar amplia conciencia en una parte considerable de la población respecto de las corporaciones mediáticas. Sin embargo, no ocurrió ni ocurre lo mismo respecto de la corporación judicial.
Es más: todavía se la sigue llamando “justicia”. Aun desde sectores críticos y combativos contra el orden social establecido, incluidos espacios extraordinariamente valiosos de la militancia política, del debate intelectual, académico y cultural, o del periodismo anticorporativo, se incurre en el gravísimo error de equiparar “Poder Judicial” con “justicia”, perpetuando así un contrabando semántico por el cual la judicatura queda igualada con uno de los valores más nobles creados por la humanidad a lo largo de toda su historia, contribuyendo de tal modo a que dicho Poder sea percibido en una jerarquía superior al resto de la sociedad y tenga un lugar casi “sagrado” en el imaginario social.
Pero la realidad urge. En estos primeros meses de 2016, las fuerzas políticas populares y sus liderazgos en Brasil y Argentina sufren violentos embates de las corporaciones judiciales, como siempre aliadas con las mediáticas, las económicas (nacionales e internacionales), y otras que intervienen en diferente grado, con particularidades en cada caso (por ejemplo, las corporaciones militares y policiales tienen aquí una incidencia relativa menor que en la nación vecina, debido a los procesos de Memoria, Verdad y Justicia desarrollados en nuestro país, y a la consecuente y contundente condena social a todo vestigio de la dictadura genocida).
La derecha de Brasil, que representa a las clases dominantes aliadas al capitalismo trasnacional y a los intereses norteamericanos, intenta voltear al gobierno de Dilma Rousseff y a la vez persigue penalmente a Lula da Silva, con amenazas de encarcelarlo, para desarmar políticamente a las fuerzas populares y destruir su potencial a futuro. En Argentina no necesitan dar el primero de esos pasos porque lograron desalojar mediante elecciones al gobierno que confrontó sus intereses –resultado electoral causado por un sinnúmero de razones que son motivo de intenso debate que no es propósito abordar aquí–. Sin embargo, llevan a cabo una persecución penal similar contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner y funcionarios de su gobierno, también bajo amenaza de privarlos de su libertad.
La dinámica política suele desarrollarse a velocidades de vértigo. Así como las clases dominantes latinoamericanas apelaron en el siglo XX, para sustentar su dominio, a los golpes de Estado basados en la violencia militar, y con igual propósito a fines de esa centuria perpetraron golpes de mercado contra los incipientes procesos democráticos, ahora, al menos en los dos países referidos y después de casi una década y media de repliegue ante los avances populares, su ofensiva para recuperar y consolidar poderío se basa en el accionar de la corporación judicial.
Es por eso que, en este tiempo vertiginoso, urge reflexionar sobre cómo se articulan hoy las fuerzas antidemocráticas y cuál es su novedosa estrategia de ataque, para intentar las respuestas políticas más apropiadas en defensa de la patria, la paz y los intereses populares.