Por Franco Dall’Oste
Ya había intentado usar el tren una vez: llegué dos minutos antes de que salga. Entré a la Estación de Trenes de La Plata con poco aliento, la cara dormida y la SUBE en la mano. No había cola, lo cual me esperanzó: le pedí un boleto para el tren rápido a Constitución a una señora de pelo atado y labios pintados color rojo. Había estado esperando tener que ir a Buenos Aires sólo para poder ver estos trenes nuevos, mi nuevo tren. Pero no habían más pasajes.
La lección sirvió, y a los pocos meses tuve otra excusa. Esta vez llegué quince minutos antes, con la remera bien planchada, los ojos un poco más deshinchados y el paso tranquilo. “Un pasaje para el tren rápido a Constitución. Gracias”, SUBE contra la ventanilla, ruidito, “SALDO: 25.70 $”, sonrisa a la chica de la boletería, y caminar tranquilo hacia donde me esperaba la fila.
A las siete y treinta puntual se abrió la reja y empezamos a caminar. Esperándonos detrás de una pared estaba el tren, mí tren: brillante, como un juguete nuevo; franja azul abajo, celeste más arriba y blanco el resto, nos aguardaba sin hacer ruido.
Miré mi boleto y busqué el vagón 5. Cada vez que pasaba por el acceso a otro vagón pispeaba los pisos brillantes, la gente sentada a través de las ventanillas, cerrando las cortinas amarillas para que no pasara el sol. Finalmente llegué a mi vagón, subí las escaleras y respiré: se sentía aún el aroma a útiles, a cartuchera recién comprada.
Me senté en el que consideré mi lugar natural y miré alrededor: la gente poco a poco se ubicaba en esos asientos que parecían de avión, dejando sus maletines, bolsos, sacos, camperas en esa especie de baulera sobre los asientos. El techo blanco, las butacas azules y las paredes adelante y atrás color entre madera y dorado; era cálido, reconfortante.
Escuché el silbato, y el mundo afuera empezó a moverse en silencio: parecía como si flotáramos.
***
En mi familia siempre se habló de los trenes. De eso y de YPF. Creo que a muchos de nosotros, los hijos de los noventa, nos criaron con los cuentos de los trenes y de la gran empresa petrolera, casi como algo fantástico: antes teníamos esas cosas, cosas que eran nuestras, de todos nosotros.
Mi abuelo laburó en YPF y se jubiló justo antes de que la privatizaran. Y mi viejo laburó en los trenes, cuando la gente los usaba, cuando los productores los usaban, cuando esos carros gigantes iban y venían por los rieles hacia lugares que mi padre no conocía, trayendo y llevándose cosas y gente hacia algún lugar extraño, misterioso.
Pero para mí, que vivía en un pueblo fundado alrededor de una vieja estación entre Buenos Aires y Mar del Plata, sólo quedó el sonido rápido, fantasmal, que hacía aquella vieja máquina cuando, cada tanto, atravesaba ese lugar que de alguna forma creó, pero que ahora ignoraba.
-¿Ya no pasa el tren por acá? –le pregunté a mi viejo un día, mientras pasábamos con la camioneta frente de aquella vieja estación: las paredes gastadas, despintadas; el andén de madera derruida, y el silencio.
-No, ya no pasa. Ya no se usa más.
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Y ahora que quiero escribir esta nota siento que tiro de la cuerda y ¡pum! La historia sale de la pantalla hacia mí como miles de cuerdas, de sogas, pequeños rieles en viejos mapas y fechas y próceres y grandes errores de los mismos de siempre.
La historia empieza en 1895, con ingleses y nombres de políticos que siempre vuelven, y las redes que se extienden cada vez más, y los negocios y el Estado que van y vienen, decididos unos, sin decidirse los otros; el país crece y aparecen nuevos pueblos (aparece mí pueblo), y la mano de obra y la producción también crecen, pero al final los de afuera se quedan con casi todo, y casi nada de esto termina de servir: las empresas se quedan con 800 hectáreas sólo dentro de la Ciudad de Buenos Aires.
Fue Perón, entre 1946 y 1948, el que finalmente los estatizó. Y ahí apareció Ferrocarriles Argentinos, y la línea Belgrano, San Martín, Sarmiento, Urquiza, Mitre y Roca. El Estado se decidía, y los trenes pasaron a ser nuestros.
Después vinieron los militares, la segmentación, los cortes de servicios, los pueblos fantasmas, y las estaciones terminaron siendo edificios históricos, despintados, en silencio.
Llegó Menem, y el relato sí era ficticio entonces: que el gasto público era excesivo, que el sobredimensionamiento de la burocracias y la ineficiencia del Estado (y hablando de un Estado colapsado, que venía de la dictadura y de un Alfonsín que luchó pero no pudo), todo esto tenía como respuesta lógica privatizar los trenes, desaparecer pueblos enteros, destruir el mejor transporte para la producción nacional.
Para Menem, Ferrocarriles Argentinos era “el ejemplo que mejor expresa el déficit y la ineficiencia”.
Y ahí crecieron las empresas (las que consiguieron las licitaciones), y decreció el transporte, la industria, y comenzó la leyenda, de cuando teníamos cosas, y esas cosas eran nuestras, de todos nosotros.
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Y ahora los trenes son otra vez nuestros.
Primero, en el 2012, se pasó la Secretaría de Transporte a el Ministerio del Interior. En 2013, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, junto al Ministro del Interior Florencio Randazzo compraron 409 coches eléctricos para las líneas Mitre y Sarmiento, y se firmó un acuerdo para comprar 300 más para la línea Roca. Poco después, se resolvió que los ferrocarriles San Martín, Urquiza, y el Tren de la Costa pasaran a ser operados por Trenes Argentinos Cargas y Logística y Trenes Argentinos Operadora Ferroviaria, empresas estatales.
Ese año, un 13 de junio, sucedió la tragedia en Castelar: los medios empujan otra vez en contra de los ferrocarriles. El 19, otra vez hay un accidente, esta vez sin víctimas fatales. En el aire se huele a operación, a las viejas artimañas y las viejas políticas. Finalmente se decide reasignar la licencia a Trenes Argentinos Operadora Ferroviaria.
A su vez, Cristina crea Trenes Argentinos Cargas y Logística a través de un decreto, con el objetivo de que sea el Estado el que se haga cargo del transporte de carga en el país.
En 2014, se disuelve la Unidad de Gestión Operativa Ferroviaria de Emergencia, que operaba las líneas San Martín, Roca y Belgrano Sur y la Unidad de Gestión Operativa Mitre Sarmiento, de la línea Mitre. Se reasigna esta última, entonces, a Corredores Ferroviarios; las líneas Roca y Belgrano Sur, en cambio, las opera Argentren, en el marco de acuerdos firmados con Trenes Argentinos Operadora Ferroviaria.
En 2015 se profundizan los tratados con China: uno de los principales objetivos es reforzar y consolidar la nueva política ferroviaria.
Finalmente, ese año, en una plaza colmada de gente, y en lo que fue la última apertura de sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación, la presidenta anunció la completa estatización de los trenes argentinos y la re-fundación de Ferrocarriles Argentinos.
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Me despierto de repente: estamos llegando a Constitución. El aire fresco, el andar silencioso, los asientos, quizás todo eso hizo que me durmiera. Y miro por la ventana y veo el Roca repleto, y pienso en las posibilidades de ver estos trenes en todos lados, hacia todos lados, y el país recuperando su sistema circulatorio, la sangre en las venas que nos comunica a todos. Y primero reactivarlos, volver a verlos cruzar los campos, luego federalizarlos, descentrarlos de la Capital, o ese es el sueño.
Me levanto y salgo del tren. La gente parece tan somnolienta como yo. Entonces me acuerdo de mi viejo, de mi abuelo, allá en Mar del Plata, detrás de las vías, de kilómetros de vías, y ahora un tren mío para recorrerlas.