Por Gabriela Calotti
“Nunca hemos tenido derecho a la verdad, a la justicia, a la memoria y a sentir el respaldo de que nuestros cuerpos importan. De que a este país le importan nuestros cuerpos”, sostuvo Marlene Wayar, casi al concluir el martes su declaración como testigo de contexto ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata en el marco de la audiencia 101 dedicada exclusivamente a escuchar los testimonios, desgarradores, cargados de angustia y emoción de cinco chicas travestis, víctimas de la represión durante la dictadura cívico-militar, que nunca, hasta ahora, habían podido contar su historia ante la justicia.
Al referirse a esta novedosa situación para el colectivo travesti-trans y dar cuenta del silencio al que fueron sometidas no sólo por las fuerzas represivas sino luego también por una sociedad binaria limitada a varones y mujeres, Wayar destacó la “importancia trascendental e histórica de este juicio en particular porque estamos pudiendo escuchar los testimonios”.
Aseguró que luego del “proceso militar (en el seno del colectivo) hemos tenido que escuchar miles de relatos” pero por el “poco peso social” de esta población hubo y “hay una sociedad entera que uno no ve que nuestros relatos interesen”.
Carla Fabiana Gutiérrez, Paola Leonor Alagastino, Analía Velázquez, Marcela Viegas Pedro y Julieta Alejandra González, tenían entre 15 y 20 años en aquel momento. Esta semana contaron al TOF Nº 1, algunas de ellas desde Italia y vía zoom y las otras de forma presencial en la sala de audiencias del Tribunal Federal de La Plata, sus secuestros y sus cautiverios en el Pozo de Banfield.
Marlene Wayar, que ejerció la prostitución y hoy en día es una referencia como activista de organizaciones travestis-trans y estudiosa reconocida internacionalmente, trazó un camino entre la recurrente persecución de este colectivo, antes, durante y después de la dictadura cívico-militar.
“¿Por qué estos cuerpos pueden hoy estar vivos? ¿Por mera casualidad? Porque pudieron escaparse en su momento y porque al perpetrador le sirve que se escapen, que se corra la voz y que se siembre el terror”, sostuvo.
“Son voces desvalorizadas pero de todas maneras hablan y pueden dar cuenta del terror […] de todas maneras son cuerpos excepcionalísimos. No encontramos un gran colectivo de personas travestis trans que puedan declarar”, agregó, antes de recordar que la esperanza de vida de las travestis-trans no superaba los 35 años.
Al hacer hincapié en la fragilidad de estos varones que se sentían mujeres aseguró a la luz de los testimonios y los relatos de sobrevivientes que “esos cuerpos eran casi un juego en manos de personas macabras, acostumbradas al ejercicio sanguinario de la tortura […] Podían ser un ensayo, podían ser una práctica más, podía írseles la mano y matarlas”, sentenció.
Carla Fabiana Gutiérrez pudo despojarse del miedo que la persiguió durante su vida en la Argentina recién en 1986, cuando logró escaparse a Italia.
Vivía en La Tablada. Tenía 14 o 15 años cuando empezó a trabajar en la ruta. Ahí comenzó su “calvario” porque allí empezaron sus “caídas” en redadas policiales y en una de esas la llevaron a la Brigada de Investigaciones de la Policía Bonaerense en Banfield conocida como el Pozo de Banfield.
“La primera vez que me detienen, pasé el infierno ahí adentro”, explicó al Tribunal. Esto fue entre 1976 y 1977. Durante esos tres días que estuvo secuestrada la primera vez “para comer tenías que pagar y el pagar de ellos era con sexo”, declaró.
¿Ustedes se podían negar?, le preguntó la auxiliar fiscal Ana Oberlin. “No, no existía la negación. Si te negabas te mataban a palos. Conmigo como sabían que era nuevita, usaban más de mí. Ahí lo tenías que hacer. Si querías un pedazo de pizza lo tenías que hacer. A lo último tenés que bajar la cabeza”, respondió dando cuenta de la permanente humillación a la que era sometida.
De su trabajo en esos años recordó a Claudia Lezcano, de Estrellita, de La Muñeco, La Jujeña, Paola Alagastino, Marisela. “Pocas quedamos en contacto. Muchas de las chicas murieron”, dijo ya con tristeza en la voz. También mencionó a La Mery, a la Quiqui López, a La Perica, a La Jenny, a La Judith, a Claudia La Luli y La Julieta. Muchas de ellas fallecieron por diversos problemas de salud.
“Yo fui varias veces detenida en este puesto, no una sola vez. La primera vez era una piccolina, era muy chica”, continuó, intercalando algunas palabras en italiano.
En el interior del Pozo vio hombres con uniforme. La patota que la detuvo estaba vestida de civil. También recordó que personal militar ingresaba a la Brigada por una puerta trasera.
En uno de los secuestros –cayó 4 o 5 veces- le pegaron tanto con “un palo en la cabeza” que le quedaron secuelas en su salud que recién pudo tratar en Europa, aunque sigue padeciendo migrañas.
El relato de Carla puso en evidencia la realidad que debían afrontar muchas travestis-trans en esa época, y seguramente también 45 años más tarde, que terminaban alejándose de su familia con el dolor que les provocaba.
“Viendo cómo iba la situación mía, viendo que había caído detenida una vez, yo no quería involucrar a mi familia porque en esa época tener un hijo homosexual era la vergüenza del barrio y ellos ya tenían muchos problemas, entonces yo decidí apartarme de la casa de mis padres. Carla terminó viviendo con su madrina en Villa Madero, partido de La Matanza.
Después de recorrer varios lugares del país, ya en 1986 “tome la decisión de irme y me vine para Italia”, donde “encontré gente buena” y a pesar de estar sola, de sus miedos y de lo difícil que fue comenzar su “nueva vida”, salió adelante. “Nosotras –dijo- somos como animalitos. Nos acostumbramos a todo y después de todo lo que pasamos, creo que nos hacemos una coraza para vivir”, explicó.
“Creo que si la justicia es justicia, que hoy se haga justicia por nosotras es algo que ganamos después de tantos años, a pesar de que no están más las chicas”, dijo al concluir, sin evitar la angustia en su voz.
Paola Leonor Alagastino tenía 17 años y trabajaba en el Camino de Cintura cuando una noche de invierno en 1977 la metieron en el baúl de un Falcon blanco y la hicieron bajar en la Brigada de Banfield. Allí “fui muy maltratada, violada, cortes de pelo, palos […] Nos insultaban, nos trataban mal, hambre, frío y sexo. Querían sexo y si no, había palos”, afirmó. “Eran violaciones, no sexo lo que teníamos nosotras”, precisó luego.
La tuvieron secuestrada en “un lugar con dos o tres muros y chapas de zinc”, alcanzó a decir antes de taparse la cara con las manos y largarse a llorar.
Paola recordó que escuchaban que en el segundo piso “le daban picana a los chicos y a las chicas. Era un infierno”, sostuvo. “Cuando ponían la picana las lámparas vibraban”, comentó.
Claudia Lezcano era su amiga. Curiosamente en la oficina del Comisario, en la Brigada de Banfield, “había una foto de ella vestida de charleston”.
Aseguró que en las “caídas” sucesivas aumentaba la cantidad de días de secuestro: 30, 40, 60 días. A veces podían ir al baño, bañarse “nunca”. Dormían arriba de cartones o de una frazada. Su última detención en Banfield fue entre 1979 y 1980, aunque hasta 1984 sufrió otras detenciones ilegales.
Al igual que Carla, Paola logró irse a Europa en 1985. “Cuando llegué a España fui la persona más feliz del mundo porque sabía que no iba a sufrir más”, dijo Paola mientras se secaba las lágrimas de su cara. “Gracias de todo corazón”, sólo pudo decir al final de su declaración.
Analía Velázquez contó al Tribunal que en cambio ella fue “secuestrada de la casa de mi familia y directamente me llevaron a este lugar que llamaban el Pozo de Banfield. He pasado torturas de todo tipo, psicológico, me han violado y he escuchado cosas horribles por las noches”, dijo de un tirón al comenzar su testimonio.
Analía, que tenía 23 años, estuvo seis o siete veces secuestrada en Banfield entre 1976 y 1978. “Por lo general siempre nos llevaban de madrugada. Si caíamos en otra comisaría, se avisaban y nos venían a buscar”, precisó.
“Yo estuve en sótanos. Cuando querían nos sacaban, nos hacían hacer estríper, ellos estaban alcoholizados. Recuerdo que estábamos con una compañera y nos sacaban fotos. Yo me he negado varias veces porque estaba muy nerviosa”. Esa compañera era Claudia Lezcano, aseguró.
En ese centro clandestino “no solamente nos encontrábamos travestis o trans, sino también mujeres”, sostuvo.
Analía tenía a su familia que “siempre me ponía un abogado para saber mi destino, y siempre ese abogada de apellido Llorens, me encobraba”.
En su relato recordó a otras chicas como Claudia Maderna y Marcela Ibáñez.
“Se sentía la muerte continuamente porque se sentían los gritos de la gente a la que le daban picana, hombres, mujeres, señoras y chicos que gritaban”, que según ella tendría 6 o 7 años.
La soltaban de madrugada. Pero debió exiliarse porque “salía a la calle y cualquier comisaría me llevaba presa”, recordó antes de contar que hacia 1980 “salió por Foz de Iguazú que en aquel momento no tenía puerto”. Se fue a Europa y años después volvió al país.
Marcela Viegas Pedro fue detenida a fines del 78. Oriunda de Rosario se había escapado por la constante persecución de las fuerzas policiales. Se vino a Buenos Aires, donde empezó a trabajar en el Camino Negro, gracias a la ayuda de una amiga que era colaboradora de la Policía Federal.
“Ella me ofrece trabajar en su lugar, en la ruta, donde hay un montón de fábricas. El lugar que me toca es debajo de un farol”, sostuvo, antes de precisar que a dos cuadras había un colegio nocturno y que “los chicos tomaban servicios sexuales conmigo”.
El día que la policía la detuvo, ella pensaba que “era el día que me tocaba hacerles el favor sexual, pero ese día fue diferente”, sostuvo antes de que se le quebrara la voz sin poder continuar. Fue entonces cuando el presidente del Tribunal, Ricardo Basílico le dijo con serenidad y voz pausada que se quedara “tranquila” y que se comprendía que “decir estos recuerdos en público, cuesta, pero es valioso respecto de las personas que se encuentran imputadas y de usted como víctima”.
“Si quiere expresar los sentimientos puede hacerlo. Para que todas las partes puedan ver lo que siente. Si necesita llorar, expresarse, no hay ningún inconveniente”, agregó el magistrado.
Marcela, que entonces tenía 15 años, pudo retomar su declaración testimonial. “Esa noche fue diferente porque cuando me meten en el patrullero me ponen una bolsa de cebolla en la cabeza y me llevan no sé dónde y me entregan a otras personas, no sé a quienes, y termino en una celda. ‘Ahora vas a saber lo que es bueno, puto’”, me dijeron.
“Al día siguiente empezó el calvario. Metódicamente, sistemáticamente, me venían a buscar todos los días. Me ponían una capucha, no se dónde iba, teníamos una venda […] Me tiraban en una cama, me ataban y me ponían 220. Ellos querían que yo dijera los nombres de los chicos con los cuales salía, sus domicilios y que hablaban. Pero mi único vínculo con esos chicos era sexual. No conocía ni sus nombres”, explicó.
“No solamente era eso, sino también que me violaban y después me volvían a la celda”, aseguró, sosteniendo en todo momento la mano de la persona que la asistió del equipo de acompañamiento a testigos.
De aquella pesadilla recordó claramente a uno de los policías que abusaba de ella sistemáticamente y al que describió como “alto, flaco, narigón, morocho, cejas gruesas. Él era el que me violaba y el que me empalaba porque me metían los palos negros de los policías [bastones] en la cola hasta que tenía hemorragias y después me volvían a la celda”, contó poniendo una vez más en evidencia la brutalidad de los represores, por ponerle un calificativo.
Allí estuvo 17 días durante los cuales perdió la “noción del tiempo”.
En esos días “conocí a una tal María, que era una chica de 1,65, rubia, de rulos y ojos claros. Al cabo de dos días “nunca más la sentí”.
Supo que había estado en Banfield y supo la cantidad de días porque se lo dijo su amiga, Gina Vivanco, que la fue a buscar y a quien agradeció muy emocionada por haberla ayudado. “Gracias a ella estoy acá pudiéndolo contar porque ella no está más”, dijo muy emocionada.
En la misma línea que Marlene Wayar, Marcela, reconocida hace poco por la Universidad Nacional de Rosario (UNR), afirmó que para el colectivo travesti-trans la democracia no tiene 40 años. “Tenemos apenas 12, desde que tenemos la Ley de Identidad de Género”, porque después de 1983 siguieron siendo víctimas de persecución y represión policial.
“Lo único bueno que tuvo fue poder tener documento de identidad”, afirmó pues aclaró que al volver la democracia empezaron a aplicarles contravenciones por prostitución y por vagancia. “Es una hijaputez que nos pongan prostitución y vagancia. Yo iba a trabajar todas las noches porque no tenía otra opción de trabajo. Nunca fui vaga porque tenía que ir a trabajar para poder pagar mi techo, pagar mi comida, tampoco podía estar en cualquier lugar, porque nadie me quería alquilar.
En ese momento estaba penalizado estar vestido de mujer”, enfatizó Marcela, que inclusive recordó que “en ese momento, para la OMS (Organización Mundial de la Salud) éramos enfermos mentales por el hecho de ser travestis o homosexuales”.
Las torturas que padeció en Banfield le dejaron tremendas secuelas hasta hace muy poco tiempo, aunque debe seguir tomando medicación. “No tenía continencia. Me hacía popó encima. Nada más”, dijo antes de hacer silencio, un silencio que invadió la sala. Minutos después, dijo entonces que “todo esto saltó a la luz hace muy poquito porque lo tuve escondido toda la vida y mi secuela me da mucha vergüenza”.
“No tiene que sufrir usted vergüenza por ello. Usted es una persona que ha sufrido que ha sido citada como testigo y como víctima. Es nuestra obligación entenderla, escucharla y respetarla”, le respondió el presidente del Tribunal.
Julieta Alejandra González ejercía la prostitución sobre avenida Libertado entre Acasusso y San Isidro. Junto con otras dos compañeras, El Negro (Claudia Gómez) y Judith, las llevaron a San Martín y de allí al área metropolitana, que terminaría siendo la Brigada de la Bonaerense en Banfield.
“Yo tendría 19 años más o menos. Fue en el 77 o 78”, dijo. Esa primera noche le trajeron dos colchones azules de lana que tuvieron que llevarse porque estaban llenos de sangre y pelos.
Al día siguiente a ella la pusieron a cocinar y a los otras dos a picar cascotes. Las hacían salvar autos en dos fosas, lavar la ropa, lustrar borcegos, como si fueran esclavas. “También abusaban sexualmente de nosotras”, aseguró. “En todas las comisarías nos violaban”, agregó poco después.
“Los autos adentro, muchos tenían sangre. Siempre recuerdo mucha sangre en un Falcon amarillo, en los asientos y en el baúl también”, recordó.
En algún momento al llegar vio a una chica de unos 25 años, muy flaquita, con pelo castaño y largo.
“Una noche se escuchó los gritos de una chica que se quejaba mucho de dolor y después se escuchó llorar a un bebé. La chica ya no se escuchó más y al bebé tampoco”, refirió, dando cuenta como cientos de testimonios de que el Pozo de Banfield funcionaba como Maternidad clandestina donde los represores se apropiaban de los recién nacidos.
Contó luego que un día, viendo televisión, reconoció en la pantalla, por la mirada, a Miguel Osvaldo Etchecolatz, entonces director de Investigaciones de la Bonaerense, encargado de los centros clandestinos de secuestro, tortura y exterminio bonaerenses. Y lo reconoció porque ese mismo tipo, vestido de verde y borceguíes, había abusado de ella en Banfield.
Cuando la liberaron, supo por su mamá que había estado secuestrada 15 días.
Desde la historización de la represión del colectivo travesti-trans, Marlene Wayar indicó en el inicio de su declaración que de por sí su cuerpo “es evidencia de un estigma de carácter moral-religioso […] el cuerpo es la evidencia que sustenta esto”, visto como una patología o visto desde la criminología. “Es lo que le pasa a las personas ‘racializadas. No se puede quitar el color de la piel”, ilustró.
Durante la dictadura, esa persecución se “intensificó” pues el objetivo era “conseguir un perfil de ciudadano obediente y nacionalista, enmarcado en la heterosexualidad obligatoria”.
En ese contexto, consideró que las rutas donde trabajaban eran lisa y llanamente “campos concentracionarios a cielo abierto. Funcionaban de noche y eran controlados por la policía, provinciales o federal”.
Según sus investigaciones, la dictadura cívico-militar de 1976 fue “uno de los primeros procesos genocidas a nivel mundial que va a explicitar su objetivo: cambiar de manera radical las relaciones sociales […] busca un hombre nacional, familiero y trabajador […] Se entiende a las disidencias sexuales en el ejercicio de la prostitución como una amenaza al pensamiento nacional, cristiano y familiero”, precisó.
Por eso “criminalizan, patologizan a ese colectivo”, aseguró. Al referirse a los cambios que se producen a partir de la dictadura, indicó que hacían tareas de inteligencia para secuestrarlas no sólo en la calle sino sacarlas de sus casas.
“Al sacarlas de sus hogares y llevarlas a comisarías se hace un efecto de visibilidad en la familia y en el barrio de que estas personas son tan peligrosas, nocivas o contagiosas como los activistas políticos”, explicó.
Y agregó que como efecto “arrollador” de aquellas prácticas represivas, las personas travestis-trans empezaron a ser “expulsadas” de sus hogares a partir de los 13 años, es decir “ni bien asumen su identidad de género”. Así además, quedó claro en los testimonios de las sobrevivientes.
Al cambio de procedimientos se suma por entonces el nulo acceso de las personas travestis-trans a la justicia. Quienes copaban ilegalmente ese papel eran “los comisarios o superiores en las comisarías” para responder a una de las premisas policiales que era “higienizar” a la sociedad.
Según sus investigaciones, en el archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA), “hay escuchas y relatos de vecinos, hay una indagación por esta cuestión de la evidencia del cuerpo. Hay interrogatorios a las víctimas para saber quiénes son sus clientes, si son importantes o no o qué prácticas les solicitan”.
Tanto en los testimonios de las sobrevivientes como en el de Wayar quedó claro que “el trabajo de las travestis y trans va a la caja chica de la policía”.
En función de esas consideraciones del sistema represivo policial, la académica consideró que “estos cuerpos son de una orfandad tal, que no se tienen que dar explicaciones”.
Al hablar de las “continuidades” en las prácticas represivas policiales después de 1983, Wayar fue clarísima al considerar que “queda una enorme mano de obra que ya no puede ir contra cualquier ciudadano o ciudadana del país porque ha vuelto la democracia, han perdido poder… pero esas ganas quedan y las pudieron seguir practicando respecto de poblaciones súper vulnerabilizadas como el colectivo travesti-trans”.
A 40 años del retorno democrático en la Argentina “es muy difícil llegar a decir que después de la Ley de Identidad de género tenemos democracia porque acaban de matar a una compañera en una comisaría de Pilar, porque Tehuel de la Torre está desaparecido, porque a lo largo de nuestro país hay muchísimos travesticidios, porque la Ley de Cupo Laboral Trans no se implementa en las provincias. Hay municipios que están en contra claramente de implementarlo”, sostuvo Marlene Wayar.
La testigo aprovechó esta tribuna judicial para reclamar no sólo por el derecho de la comunidad travesti-trans a la verdad, a la justicia y a la memoria, sino también a dejar de vivir “al arbitrio” de una mirada binaria con políticas que “siempre son caritativas” y que tampoco reconocen sus derechos como por ejemplo, que en el DNI se indique travesti o trans y no hombre o mujer.
“Son nuestros derechos legítimos”, enfatizó muy emocionada y aplaudida por el público presente en la sala, como lo fueron las anteriores declaraciones testimoniales.
El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, conocida como El Infierno, con asiento en Avellaneda, es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo quince imputados y apenas uno de ellos en la cárcel, Jorge Di Pasquale. Inicialmente eran dieciocho los imputados, pero desde el inicio del juicio, el 27 de octubre de 2020, fallecieron tres: Miguel Ángel Ferreyro, Emilio Alberto Herrero Anzorena y Miguel Osvaldo Etchecolatz, símbolo de la brutal represión en La Plata y en la provincia de Buenos Aires.
Este debate oral y público por los delitos cometidos en las tres Brigadas, que se desarrolló básicamente de forma virtual debido a la pandemia, ha incorporado en los últimos meses algunas audiencias semipresenciales.
Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio. El tribunal está integrado por los jueces Ricardo Basílico, que ejerce la presidencia, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Fernando Canero.
Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.
La próxima audiencia en formato virtual se realizará el martes 25 de abril a las 8:30.