Por Tomás Viviani
Ingresé a la Universidad en febrero de 2003. Socializado en una generación cuya marca distintiva fue un rechazo a lo profundamente político, las elecciones de abril de ese año me resultaban absolutamente intrascendentes. Sólo esperaba que no ganara Menem, el presidente que había desguazado no sólo el Estado, sino todas las esperanzas de una generación. Voté no recuerdo bien a quién.
Lo que sí recuerdo es la desconfianza que me provocaba el candidato Kirchner, gobernador de una provincia lejana, apadrinado por Duhalde, el de la Maldita Policía. Ese mismo año, pocos meses después, escribía en el trabajo final de una materia una suerte de balance de los primeros meses de gestión, donde aparecía por primera vez en mi mirada de ese proceso cierta expectativa, a raíz de la reivindicación que hacía el gobierno sobre la lucha por la memoria, la verdad y la justicia.
Un año después lo conocí. Fue en el Teatro Argentino, en ocasión del bautismo de la autopista La Plata-Buenos Aires con el nombre del líder radical “Ricardo Balbín”. Conocía los subsuelos del edificio y, medio en joda, medio en serio, le dije a una amiga militante peronista: “¿Lo querés conocer? Yo sé cómo, yo te llevo”. Claro que no tenía ninguna certeza de poder cumplir con mi palabra, pero un pibe de dieciocho años como era yo en aquel momento cree que todo lo puede.
Así fue como el día del acto llegamos al teatro, entramos al hall y, cuando percibimos que nadie nos veía, bajamos por las escaleras un par de pisos hasta el estacionamiento, con tanta suerte que justo en ese momento, cuando aterrizamos un poco de casualidad en el lugar indicado, una camioneta apareció, frenó y, con el lugar desolado, sin autos ni mucha más gente que nosotros, los colados, bajó Néstor.
Por supuesto, quedamos petrificados. Alguna vez había visto a Alfonsín en vivo, acompañando a mi abuela Elsa, militante radical, a un acto antes de que la Alianza ganara sus primeras elecciones, pero había mucha gente y no tuve contacto directo. Esta vez estábamos –casi– solos. Algún secretario privado y los dos funcionarios que acompañaban a Néstor en la Van. Todos ellos, tiempo después lo traicionaron. En el camino de ida al escenario no pudimos, no supimos, qué decirle. Lo seguimos –a él, a los secretarios y a los traidores– y llegamos a la trastienda del escenario de la sala Ginastera, desde donde vimos todo el acto.
Cuando todo terminó mi amiga se animó y se le abalanzó. No recuerdo bien qué le dijo. Estábamos colados en un acto, hablando con el presidente; yo estaba muy perturbado. Sólo recuerdo que, en el medio de una catarata de palabras, oí: “Toto nos hizo entrar”. Néstor contestó, “¿Quién es Toto?”. “Él”, dijo mi amiga, señalándome. Yo seguía sin saber qué decir, no sólo por los nervios, sino también porque aún no lo admiraba, mi despolitización no me permitía conectar, no confiaba en él. “Vení Toto, saquémonos una foto”, me dijo Néstor. Por supuesto que no pude decir que no. Lo saludé, creo que lo abracé. Esperamos que apareciera algún fotógrafo, ya que no había ninguno. Fueron varios minutos. Llegó un fotógrafo, disparó. Néstor se tomó todo su tiempo, intentó sacarme algunas palabras pero no había caso. Ya a esa altura no sólo mi despolitización me bloqueaba, también lo hacía la energía apabullante que desprendía ese hombre. Terminada la escena, Néstor emprendió la retirada. Nunca vi esas fotos, no tuve reflejos para tomar los datos del fotógrafo, no tenía anotador ni tenía celular (aún no eran indispensables en aquel momento), ni estaba en condiciones de pensar con fluidez.
Tiempo después su desembarazo del duhaldismo, su pedido de perdón en nombre del Estado por los crímenes cometidos durante la dictadura, los cuadros que descolgó, las luchas que puso en el centro de la escena política y la candidata que eligió como sucesora, terminaron por convencerme, por enamorarme profundamente de ese liderazgo que ejercía, del proyecto, de la patria. De tal modo que el 27 de octubre de 2010 lloré, igual que el 28 y el 29, hasta que poco a poco me fui haciendo la idea de que no íbamos a verlo más, pero que algo de él quedaba en cada uno de nosotros. Hoy lo sigo extrañando, pienso en qué haría él cada vez que la cosa se pone un poco fea. Y me arrepiento de no haber anotado el número de aquel fotógrafo.