Por Carlos Ciappina
El 24 de marzo de 1976 se iniciaba el golpe de Estado más anunciado y más sangriento de la historia argentina. Los grandes medios de comunicación (recordemos la “Total normalidad” de la portada de Clarín), las corporaciones monopólicas y los partidos opositores, anunciaban el golpe como si se tratara de un mero cambio de gobierno. Naturalizaban lo que era lisa y llanamente el inicio de una feroz dictadura.
Compartíamos el destino de América Latina: en ese año 1976, Alfredo Stroessner llevaba 22 años como dictador Paraguayo, la dictadura Pinochetista en Chile desde el golpe de 1973; en Brasil la dictadura se sostenía desde 1964 y en Uruguay desde 1972. La dictadura Boliviana de Hugo Banzer gobernaba desde 1971 , en Haití Jean Claude Duvalier imponía su mano de hierro desde 1971; los Somoza gobernaban Nicaragüa desde 1934 y Guatemala sufría la represión de las comunidades mayas bajo los gobiernos títeres de las FFAA, que alcanzaría su paroxismo con la dictadura genocida de Efraín Ríos Montt. Otra característica común: todas las dictaduras contaban con el aval político, financiero y armamentístico de los EEUU y con el reconocimiento de la Organización de Estados Americanos.
Las dictaduras del Cono Sur, alcanzaron tal nivel de vinculación represiva que se organizaron en el Plan Cóndor, una integración para el terror. Decenas de miles de asesinados y desaparecidos; cientos de miles de detenidos y torturados junto a comunidades enteras arrasadas, transformaron a los países de América Latina en un enorme campo de represión ilegal sustentada en la labor de las FFAA y los grupos paramilitares. Por detrás del horror, sin embargo, había muy concretas razones: a) En principio, las FFAA y sus aliados civiles, tenían el convencimiento de que había una amplia movilización social (campesinos, obreros y trabajadores) que debía ser detenida, pues amenazaba el statu quo tradicional; b) Por esto, la vinculación y articulación con una amplia coalición de intereses de las clases hegemónicas fue clave para darle sustentabilidad a las dictaduras militares; c) Esta articulación se expresaba en la provisión de cuadros de gestión civiles provenientes de las corporaciones económicas tradicionales, los partidos conservadores, junto al aval de los poderes judiciales, que permanecieron con su formato tradicional en manos de civiles; d) Finalmente, un enorme proyecto de reestructuración societal, sobre nuevas bases económicas, sociales y políticas; un retorno al orden y el progreso; que revirtiera los logros organizativos liberadores , incluyentes y populares y reconfigurara el orden económico-social para ampliar la rentabilidad de las clases dominantes tradicionales y sus aliados.
A través de las dictaduras como la iniciada en marzo de 1976; terratenientes, grandes empresas nacionales y transnacionales , junto al sector financiero local e internacional lograron modificar el patrón de acumulación a favor de sus necesidades.
Hoy, a treinta y nueve años de 1976, sabemos que ese “logro”, pese al despliegue del terrorismo de Estado, no fue completo ni definitivo. Las sociedades latinoamericanas resistieron, durante las propias dictaduras las abuelas, las madres, los/las jóvenes; los/as exiliados comenzaron a reclamar por los desaparecidos, por los crímenes. Se sumaron los trabajadores, los campesinos y las universidades que descorrieron lentamente el velo del terrorismo de Estado. También resistieron el despliegue del modelo neoliberal (hijo dilecto de las dictaduras) ; uniendo al reclamo de Memoria, Verdad y Justicia ; el de la lucha por la construcción de sociedades más incluyentes y económicamente menos desiguales.
Como un contraespejo de la opresión continental en la que ingresábamos en 1976, hoy la Argentina y buena parte de los países latinoamericanos están inmersos en procesos de mayor democratización, crecimiento económico con inclusión social y fortalecimiento de las organizaciones populares y laborales. Desde construcciones identitarias diferentes, un Estado democrático y popular profundiza y prioriza sus vínculos con la sociedad . Venezuela , Bolivia, Uruguay, Argentina, Brasil, Ecuador, Nicaragüa, Chile; han ido construyendo y consolidando una agenda económica, social y cultural desde los pueblos; dando pasos gigantes (aunque aún incompletos) en la garantía de nuevos derechos, en la ampliación de la autonomía económica, en la profundización de los procesos de integración para la educación, la salud y la paz con inclusión. De la integración para el terror del Plan Cóndor; nuestros países viven hoy la integración del ALBA, UNASUR y MERCOSUR, como expresión de la formación de una sola gran nación conformada de múltiples repúblicas.
¿Las fuerzas que alentaron, promovieron y sostuvieron las Dictaduras militares se han resignado a perder su hegemonía? Los intentos de golpe (Venezuela, Ecuador) y los golpes “exitosos” (Honduras y Paraguay) de estos últimos años nos demuestran que los sectores del poder concentrado en América Latina siguen creyendo que interrumpir un gobierno popular es algo posible y deseable. Frente a esta perspectiva, la agenda de Memoria, Verdad y Justicia cobra toda su relevancia ética y política.
En ese punto, la experiencia latinoamericana ha tenido grandes desniveles: las formas de la impunidad son variadas: decretos de autoanmistía que siguen vigentes, FFAA que condicionan las “salidas democráticas” con la amenaza de golpe si se inician acciones legales, la continuidad de jueces designados por las mismas dictaduras o gobiernos civiles pro-derecha que congelan toda movida de búsqueda de justicia. Las Comisiones por la Verdad de Brasil y Chile no han podido traducir aún sus resultados en juicios contra los personeros de sus dictaduras; en el Uruguay recién se está descorriendo ese velo con el Frente Amplio en el gobierno. En otros países, por ejemplo, en Guatemala, el dictador Ríos Montt (responsable de 200.000 muertes durante sus tres años de gobierno) ha sido juzgado y luego liberado.
En nuestro país el recorrido fue también zigzageante. Como en nuestros países hermanos, fueron las organizaciones de DDHH las que iniciaron la resistencia y la lucha por la verdad y la justicia. Con el retorno de la democracia, el Juicio a las Juntas abrió la esperanza de una justicia pronta. Los dictadores a cargo del ejecutivo fueron, efectivamente condenados; pero el gobierno radical que inició esos juicios, cedió a la presión militar y empresarial desandando el camino con las Leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987). La política de retroceso llegó a su punto más profundo con los indultos del Menemismo (años 1989 y 1990).
Con el fin del experimento neoliberal en el año 2001 y la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, la política de DDHH se transformó en eje de la agenda junto a los organismos de DDHH y la sociedad en su conjunto: se anularon los decretos (de Menem de La Rúa) que prohibían colaborar en causas contra los represores en juzgados extranjeros; se anularon las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida (2003); se bajaron los cuadros de los dictadores del Colegio Militar y el Presidente de la República pidió perdón a nombre del Estado al pueblo argentino por los crímenes de la dictadura. El símbolo del horror represivo (la ESMA) se transformó un espacio para la Memoria, la Formación en Derechos Humanos y la inclusión educativa. En este contexto de compromiso político del Estado, la Corte Suprema de Justicia declaró imprescriptibles los delitos de Lesa Humanidad en el año 2004, lo que permitió la reactivación de los juicios. Los juicios reabiertos han avanzado con dificultades y demoras propias de un Poder Judicial que todavía funciona como una corporación en donde persisten resabios de la dictadura; pero las condenas son ahora varias y de cumplimiento efectivo y en cárceles comunes.
Sin embargo, aún quedan núcleos “duros” que resisten desde el Poder Judicial: tres fallos recientes, en donde se buscaba avanzar en las complicidades con la Dictadura del Grupo Clarín, La Nueva Provincia y el grupo Blaquier, han mostrado que la búsqueda de justicia con los cómplices pertenecientes al capital será mucho más dificultosa que con la corporación militar. El poder instituido puede prescindir de los militares, pero no del capital.
Cada 24 de marzo, la agenda por Memoria, Verdad y Justicia se renueva y profundiza, hoy, como hace casi cuarenta años, las sombras de las dictaduras aún sobrevuelan nuestras sociedades latinoamericanas; alcanzar las condiciones para terminar con la impunidad a escala continental es el desafío de los gobiernos democráticos y populares. Un Nunca Más continental con Memoria, Verdad y Justicia es la única garantía de consolidación de los procesos nacionales y populares en nuestros países.