Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

El 18 brumario de Alberto Fernández: un balance del Frente de Todos para enfrentar a Milei

Por Nicolás Vilela *

Para que la historia no se repita una vez más, la propuesta de este documento es efectuar un balance del Frente de Todos. El problema central del gobierno de Alberto Fernández fue su administración económica, como lo testimonia la notable caída del salario real y la profundización de la desigualdad que dejó como legado. Pero las causas de esa mala administración fueron políticas, en parte derivadas de errores de interpretación –por ahora, digámoslo así– sobre el período kirchnerista. Ofrecer una discusión política con esos errores, con los sectores que los sostienen, constituye un acto de responsabilidad. Pero también de autocrítica, porque la moderación de los últimos años es resultado de una lucha que no supimos ganar por completo.

Por eso, en este documento, toda crítica es una autocrítica. Nos hacemos cargo del conjunto de los hechos que fueron pasando, con lo bueno y lo malo, como es propio de la militancia, que se incluye dentro de la realidad que pretende transformar. El balance que planteamos no tiene su origen en afanes internistas. Hay que entenderlo como una (auto)crítica constructiva para no repetir la historia reciente y para enderezar la cabeza hacia el futuro. Damos por sabida la gravedad de la situación social y económica del presente; damos por hecha la caracterización negativa sobre el gobierno actual. Lo que empuja la discusión es la pregunta por lo que debemos hacer para que nuestro pueblo viva mejor –junto con la definición de qué significa vivir mejor–. Como escribía Chesterton: “Estamos de acuerdo respecto del mal; es por el bien por lo que deberíamos arrancarnos los ojos”.

En el peronismo pareciera haber consenso al respecto: el fracaso del Frente de Todos como coalición sin programa común amerita el debate sobre nuestro propio proyecto. Sin embargo, en las últimas semanas se viene repitiendo la misma equivocación de 2018 y 2019: no pensar el para qué, sino con quiénes, anteponiendo los nombres y las tácticas al debate profundo de ideas. ¿Pichetto, adentro o afuera? ¿Y Llaryora?, ¿y los radicales?, ¿y…? Los memoriosos recordarán que durante el macrismo la discusión era idéntica. Pero ahora se agrega el detalle de que entre 2019 y 2023 ya gobernó un presidente amigo de la amplitud, que en lugar de decir “querido rey” decía “Héctor” y prescindía de 678 por desinteresado amor a la pluralidad. No se puede postergar un balance sobre estos hechos. Y debe ser parte de una discusión política escrita, porque evidentemente ganar internas no basta. En 2017, los sectores no kirchneristas del peronismo enfrentaron directamente a Cristina. Perdieron. Pero en 2019 el jefe de campaña de los derrotados terminó siendo nuestro candidato a presidente. ¿Por qué?

Durante la última década la fracción no kirchnerista del peronismo produjo más ideas, más expresiones públicas, invirtió más tiempo en la “rosca”, en los portales y revistas digitales, en la pauta periodística de medios propios y ajenos. La militancia kirchnerista, en cambio, redujo su voz en el espacio público, dejó de establecer una línea política que orientara la acción, y muchos simpatizantes se alejaron. Esa combinación entre locuacidad del no kirchnerismo y autoinhibición del kirchnerismo terminó condicionando decisiones político-electorales. Indujo a un déficit de autoconfianza. Se aceptó la premisa de que tenía más chances un perfil que, dentro de nuestro espacio, se distinguiera de Cristina. Se concedió que la expresión “volver mejores” significaba oxigenar al kirchnerismo dándole protagonismo electoral a sus críticos “por derecha”. En definitiva, en los últimos años, los no kirchneristas tuvieron menos votos, pero más candidatos. Digámoslo una vez más: la cuestión central, para construir un programa que enfrente a Milei, es comprender el fracaso del Frente de Todos, haciendo un balance detallado de sus pormenores. Durante el gobierno de Alberto Fernández se desplegó por primera vez y oficialmente un proyecto alternativo al kirchnerismo. Lo mismo se promueve en 2024. Y si bien Alberto es unánimemente impugnado por el peronismo, si la gestión del Frente de Todos provoca un rechazo consuetudinario, el “albertismo sin Alberto” representa la línea dominante en las redes y la prensa. Lo prueba el creciente volumen que está tomando “la teoría del fuego amigo”.

¿Qué dice esta teoría? Que el fracaso del Frente de Todos debe computarse exclusivamente a “la interna del peronismo”. El albertismo habría sido apenas una víctima del “boicot kirchnerista”. Como expresó un fastidiado oportunista del conurbano: “Apenas logramos sacarnos los barbijos, con todo lo que costó la pandemia, vino ‘Wado’ de Pedro con un montón de renuncias y nos volvió imposible gobernar”. ¡Pobre gente! Pero suena lógico: el albertismo siempre fue un idealismo de superestructura, macerado entre operadores políticos y off the record, que le atribuyó más importancia a la unidad de los dirigentes que a la política económica. En la teoría del fuego amigo se suprime mágicamente la mala administración económica, el acuerdo con el FMI, la derrota en las elecciones de medio término: para el albertismo sin Alberto las “internas” fueron más importantes que la inflación. Incluso la causaron.

Seguramente, la alta rotación de esta teoría se explique porque desde hace tiempo el periodismo político es ante todo psicología, y capturan más la atención los chismes de barrio que los balances contables del almacén. Entonces, parece redituable poner sobre la mesa las cartas abiertas de Cristina mientras se barren bajo la alfombra los números de la gestión de Martín Guzmán. Hoy todo aquel que predica la teoría del fuego amigo tiene como único propósito culpar a Cristina y Máximo Kirchner del fracaso del Frente de Todos. Este sesgo involucra también a quienes acumularon poder durante los últimos años por el solo hecho de ser kirchneristas. Frente a ellos, hay que acentuar que la teoría del fuego amigo es objetivamente albertista. A diferencia de Marcel Proust, que se dejaba asaltar por la memoria involuntaria mientras mordía una magdalena, los albertistas sin Alberto apelan al olvido voluntario para contarse una bella historia sobre la derrota del Frente de Todos, que los dispensa de toda responsabilidad.

Hoy se critica a Cristina por izquierda –“fue ella la que eligió a Alberto, un moderado”– y por derecha –“tensionó demasiado por la economía, la etapa era de unidad y moderación”–. Ambas críticas no son complementarias, ni corresponden a los mismos sectores, y por tanto la razón no puede asistir simultáneamente a las dos. Si el objetivo es atacar a Cristina, ¿qué tenemos que hacer los que queremos su conducción? Defenderla, naturalmente, porque Cristina sigue representando el punto de acumulación más alto del pueblo y del peronismo en el presente. Sigue siendo la única que incomoda al poder. Solo una mirada muy estrecha puede creer que, si se corre Cristina, los trabajadores estarán más empoderados. Paolo Rocca, sin dudas, no piensa eso. Conviene releer lo que apuntaba Eva Perón en Mi mensaje: “Los pueblos, cuando encuentran un hombre digno de ellos, no siguen su doctrina, sino su nombre”. Un peronismo sin Cristina equivale a adherir a una doctrina sin asumir su encarnación política concreta. Se trata de una equivocación enorme, además de un boomerang político. Porque los compañeros con mayor visibilidad reflejan ante todo la luz que ella emite. Si observamos los extravíos de algunos exministros de Cristina, héroes de su segundo gobierno, se advierte lo indispensable de su conducción. No se trata de una ecuación en la que, si Cristina no está, todos los demás siguen “valiendo lo mismo”. Por eso es importante defender a Cristina. Y a este respecto, como ella misma dijo una vez, mejor pedir perdón después que permiso antes. Empecemos entonces con el balance. Vayamos a los hechos, que mandan, aunque menos de lo que sería deseable.

Del ASPO a las PASO

Corría el 12 de agosto de 2019, el Frente de Todos se había impuesto por 16 puntos en las elecciones primarias y Macri, groggy y derrotado, buscaba auxilio en su candidato a vicepresidente, Miguel Ángel Pichetto, quien durante la conferencia de prensa, para tranquilizar a la audiencia, aclaraba que “el presidente está en control”. Mientras tanto, el dólar escalaba vertiginosamente un 30% y pasaba, en una sola jornada, de 46 a 57 pesos. Cuatro días después, el dólar estaba en 60 pesos y Alberto Fernández, el vencedor de las PASO, declaraba ante Clarín por pedido de Macri que ese valor era “razonable”, que “estaba de acuerdo con ese nivel”. Esa declaración le costó 20 mil millones de dólares a las reservas nacionales, le allanó la remontada de 7 puntos a Macri y le impidió al Frente de Todos la asunción de 8 diputados que le hubieran dado mayoría en la cámara baja. Pero, más allá de los efectos, lo notable del gesto de Alberto es que reveló una temprana malinterpretación del resultado de las PASO.
Producto de su enfoque superestructural, Alberto no estimó que la victoria en las urnas se había producido especialmente por la memoria del ciclo 2003-2015 y por la legitimidad del kirchnerismo como fuerza opositora al macrismo, sino que se la adjudicó a sus cualidades personales, a la unidad del peronismo zurcida por él, al estilo renovador de su imagen y fraseo…, a su no kirchnerismo. En retrospectiva, esta situación expresa lo que será un rasgo constitutivo del albertismo: asumir las críticas del adversario y encarnarlas en la interna. Si al gobierno de Cristina lo tildaban de “corrupto”, entonces Alberto tenía que sobreactuar honestidad y reafirmar a cada minuto que no tenía ninguna causa. Si “Cristina se peleaba con todos”, entonces Alberto hablaba con todos. Si “Cristina no hablaba con la prensa”, entonces Alberto hacía una catarata de declaraciones en off y en on, continuamente, sin ninguna reflexión previa acerca de su impacto.

Ninguna de esas diferenciaciones trajo resultados positivos para el peronismo. Pero explican por qué Alberto accedió al pedido de Macri. Creyendo que el problema de Cristina consistía en polarizar demasiado y transigir poco, la declaración del dólar a 60 fue la primera concesión de Alberto a los grupos económicos. Lo encontraremos repitiendo esa conducta durante todo el mandato: una irritante predisposición a ofrecerle garantías a un rival que no quiere hablar ni pactar sino someter y destruir.

Con todo, ese traspié no pasó de ser una anécdota momentánea ante el triunfo en las generales de octubre. La derrota del macrismo abrió un nuevo capítulo de esperanza y entusiasmo social. Teníamos otra oportunidad. Y esa expectativa favorable se mantuvo durante el océano de sufrimiento que significó la pandemia. Frente a lo impredecible, el gobierno de Alberto Fernández reaccionó de manera rápida y eficiente. El aislamiento social denominado ASPO, desde el punto de vista político, fue un momento de enorme confianza en Alberto. Daba orgullo escucharlo mientras explicaba en el pizarrón las medidas de cuidado ante las curvas de contagio. Todos deseábamos que le fuera bien. El gobierno gestionó proactivamente para que el sistema de salud pudiera dar cobertura a los infectados, ayudó a las empresas con el REPRO, a los trabajadores “formales” con el ATP, a los “informales” con el IFE. La situación era crítica, pero el Estado daba respuesta y generaba sentido de comunidad; la retórica de “mercado” perdía glamour y sentido. La mayoría del pueblo argentino estaba subsidiada con planes sociales y descubría que no había ningún problema con eso. La ayuda del Estado podía no ser indigna; podía ser incluso necesaria. Por todo lo anterior, los zigzagueos de Alberto en relación con el poder económico gozaban de abundante tolerancia; su palabra, con la gestión de la pandemia, se había vuelto confiable, prestigiosa.

Aun así, no faltaron llamados de atención sobre la necesidad de que la “nueva normalidad” ofreciera más señales a la sociedad que a “los mercados”. Basta recordar la nota de Alfredo Zaiat compartida por Cristina en el contexto de la foto de Alberto con los seis grupos económicos más concentrados de la Argentina. El título de la nota, “La conducción política del poder económico”, era deliberadamente ambigua, porque si por un lado se proponía manifestar la conducción política que ejercen hoy Clarín y Techint sobre los grupos económicos locales, por otro lado afirmaba la necesidad de que fuera el Estado nacional quien condujera al poder económico para administrar el crecimiento económico postpandemia. “El poder económico se ha transformado en estas últimas décadas”, decía Zaiat, y “casi todos los integrantes del poder concentrado están cada vez más alejados del destino del mercado interno, operan en áreas monopólicas o con posiciones dominantes, y están subordinados a la valorización financiera de sus excedentes”. Por esa causa, “ir a su búsqueda con la expectativa de encontrar lo que alguna vez fue para sumarlo a un proyecto de desarrollo nacional, como si nada hubiera pasado en este tiempo, solo entregará otra decepción”.

Leído por Cristina, Zaiat estaba interviniendo sobre las contradicciones programáticas implícitas en el Frente de Todos. Tanto el kirchnerismo como el peronismo no kirchnerista tenían una concepción favorable al crecimiento económico nacional, pero, como observaron posteriormente Eduardo Basualdo y Pablo Manzanelli, mientras la concepción del peronismo no kirchnerista era “nacional” y respaldada en los incentivos al capital, la concepción del kirchnerismo era “nacional-popular” y sustentada en el poder adquisitivo de los trabajadores para plasmar ese crecimiento. En concreto: Cristina estaba subrayando, frente a Alberto, que el gran tema era la participación de los asalariados en el ingreso y que eso requería disciplinar a los grupos económicos, a su vez integrados al propio gobierno a través de sus intelectuales orgánicos no kirchneristas. Observando lo anterior, ¿no resulta evidente que, sin el kirchnerismo como protagonista, el peronismo contemporáneo sería un movimiento nacional no popular cooptado por los grupos económicos? Hace unos días, en Radio 10, Guillermo Moreno dijo que, en cuanto al sector de telecomunicaciones, “entre Slim y Clarín, me quedo con Clarín”. Para un kirchnerista la contradicción no puede partir de Slim contra Clarín. Hay que empezar por ArSat. Son tres proyectos de país: ArSat –nacional-popular– vs. Clarín –nacional no popular– vs. Slim –multinacional–.

Una primera conclusión del recorrido hasta acá: nuestro programa político debe esforzarse en identificar esas tres posiciones en cada tema y enfatizar que la prioridad de las capacidades estatales es potenciar el elemento nacional-popular, consintiendo a los grupos locales o transnacionales solo en segundo término, y como consecuencia de una evaluación situada. De ninguna manera se puede comenzar una pretendida autocrítica exigiendo que nos posicionemos en una contienda entre Slim y Clarín. Hasta donde sabemos, Perón no se ganó a la gran masa del pueblo “concediendo al capital”. Y sin embargo, según los peronistas de Perón, ahora estaría fuera de la doctrina criticar al poder económico. Tal vez nos hayamos tomado demasiado literalmente esa estrofa de la marcha… Entonces, ¿cuál es la conclusión de los ortodoxos? ¿Que el problema es Cristina y no las élites económicas? ¿Eso dice la doctrina peronista? La verdad es que los nuevos capitanes de la unidad nacional, que sobreactúan ortodoxia para acordar mejor con el poder, no honran el fuego sagrado del peronismo.

Mirándolo bien, los ortodoxos somos los kirchneristas, que nos mantenemos fieles a la concepción del peronismo como lucha por la redistribución de la riqueza. Los aparentes doctrinarios, en cambio, practican una heterodoxia posmoderna, típicamente socialdemócrata, que reza “ya fue pelearse con las élites” y donde la esencia del peronismo consiste en llevarse bien con todo el mundo. Se burlan del socialdemócrata Alberto pero mantienen su premisa central, que es no tensionar al poder económico. Ningún dato de la trágica historia del peronismo avala semejante perspectiva, con excepción del gobierno de Carlos Menem, al que posiblemente les gustaría regresar –y en ese caso, sería bueno que aclararan el punto y que enterraran el Modelo argentino para el proyecto nacional–. Además, el kirchnerismo nunca le declaró la guerra al conjunto del sector privado. La discusión es, en todo caso, con los sectores del poder económico que obstruyen el desarrollo nacional oponiéndose al incremento del poder adquisitivo del salario y las jubilaciones –posición que no deberíamos adjudicar a rasgos culturales nativos de la burguesía argentina sino, en todo caso. a comportamientos políticos, defensivos y sectoriales, adquiridos históricamente luego de los años 70–.

Similar chantaje lo configura el llamado “nestorismo”, que caracteriza a Néstor Kirchner como acuerdista y a Cristina como intransigente. Con esa acuarela estuvo pintado el decepcionante gobierno de Alberto Fernández. Alberto decía gobernar en nombre de Néstor y lo citaba, por ejemplo, para justificar el acuerdo con el FMI. La apuesta albertista por la “unidad de los dirigentes” también lo reconocía como precursor: “Néstor se juntaba con todos” –siempre quedaba implícito “y Cristina no”–. Porque, en definitiva, el mal llamado nestorismo representa una lectura errónea, cuando no malintencionada, para dividir al kirchnerismo, poniendo a Néstor en contra de Cristina.

Paradójicamente, los abanderados de la unidad propiciaron la división, como lo hizo también Matías Kulfas cuando escribió sobre “los tres kirchnerismos”. Pero la diferencia entre los gobiernos de Néstor y Cristina no se explica por atributos personales. Se trata de dos fases distintas de un mismo proceso de acumulación política, bajo una misma unidad de concepción: 2003 no es 2011, pero Néstor sí “es Cristina”. Construir un Néstor “reduhaldizado”, devaluado, pesificado asimétricamente, es un acto de mala fe, una utilización política de esa equivocada caracterización del kirchnerismo. Para dejarlo claro ante el panorama actual: el Frente de Todos ya fue ese gobierno de unidad nacional no popular, concesivo a los grupos económicos, que hoy intenta venderse como superación del kirchnerismo. Con ese gobierno ya se perdieron las elecciones y se dejó un vacío de representación, que fue ocupado por Milei. Alberto Fernández ya expresó esa posición que considera más perjudicial al kirchnerismo que al Grupo Clarín. No funcionó. Si el peronismo tiene hoy alguna oportunidad es por la vocación kirchnerista de redistribuir la riqueza, no por la unidad de los dirigentes. Pero sigamos con el balance.

El 8 de junio, inesperada y felizmente, el gobierno anunció la intervención y expropiación de la cerealera Vicentin: una medida de enorme relevancia, con escasos antecedentes históricos, ya que no se trataba de una nacionalización estilo YPF, sino directamente de una expropiación. El sentido de justicia social que comportaba la medida entusiasmó a nuestras filas. Pero días después el propio Alberto dio marcha atrás alegando que “el gobernador Omar Perotti había traído una propuesta superadora”. Pasado un mes acotó que se había equivocado con la medida porque “pensó que la gente iba a festejar” y sin embargo “hubo personas que se manifestaron en contra”. Como escribió sardónicamente Alejandro Horowicz: “Bastó con que un puñado de vecinos en las zonas ricas de CABA improvisaran en sus balcones torpes batucadas de protesta, golpeando coquetas baterías de cocina, para que ni esa batalla se atreviera a librar Fernández, el presidente que, como Roberto Carlos, quería tener un millón de amigos”.

Esta peligrosa dinámica de anunciar batallas que finalmente no se iban a dar, y que enojaba a todos los sectores por igual, se terminaría convirtiendo en una verdadera política de gobierno. Anuncio sobre la investigación de la deuda tomada por Macri ante el FMI; más tarde, anuncio de la “guerra contra la inflación”… Mientras tanto, Cristina apoyaba el inicio de la renegociación de Guzmán con los bonistas privados bajo el precepto kirchnerista de “crecer para pagar” y al propio Alberto, a través de su primera carta en octubre del 2020, donde además puntualizaba que era el presidente quien tomaba las decisiones de gobierno.

El acto en La Plata de diciembre de 2020 fue famoso porque Cristina, cuando Sergio Massa mencionó el crecimiento económico que vendría a la salida de la pandemia, agregó lo siguiente: “Que no se la lleven tres o cuatro vivos. Para eso, hay que alinear salarios y jubilaciones, precios –sobre todo de los alimentos– y tarifas”. Constituyó una definición de suma importancia para destacar que las críticas del kirchnerismo a Alberto Fernández siempre tuvieron el mismo objeto: la redistribución del ingreso y el modo en que los sectores de poder buscan disciplinar a los dirigentes para que esa redistribución no se produzca. De hecho, ese mismo día, se aprobaba la única iniciativa decididamente tendiente a la redistribución económica durante el gobierno del Frente de Todos. Impulsado por Máximo Kirchner, el “Aporte solidario”, que alcanzaba a quienes gozaran de fortunas superiores a los doscientos millones de pesos, destinó un 20% de lo recaudado a la compra de equipamiento médico para afrontar la pandemia, otro 20% a los subsidios para pymes, otro 20% al sostenimiento de las becas Progresar, un 15% al mejoramiento habitacional de los barrios populares y un 25% a programas de exploración y desarrollo de gas natural.

Mientras los grupos económicos les pedían a sus intelectuales orgánicos en el gobierno que consiguieran los dólares para saldar deuda privada, Cristina les reclamaba que defendieran los intereses populares “o se busquen otro laburo”. Efectivamente, durante el 2021 este asunto estuvo en el corazón del debate interno: Guzmán se negó a lanzar una cuarta edición del IFE, a la vez que habilitó un proceso acelerado de pérdida de reservas no solamente para cubrir pagos de deuda sino también para cancelar las obligaciones de empresas privadas. Entre 2020 y 2022, las transferencias a los privados esquilmaron las reservas por un total de 24.677 millones de dólares. Tal vez los teóricos del fuego amigo sepan contabilizar si la carta de renuncia de Wado tuvo un costo mayor.

Guzmán reconoció posteriormente el problema en una entrevista radial: se decidió darle “la oportunidad a las empresas del sector privado para ir capitalizándose porque eso es lo que hacen cuando pagan sus deudas (…) y el BCRA acumuló menos reservas que si las empresas se hubieran refinanciado”. En ese marco, durante un acto en Lomas de Zamora de julio de 2021, Cristina estableció que “todos debemos hacer un gran esfuerzo para encontrar un abordaje respecto a cómo vamos a enfrentar el endeudamiento: quienes hoy tenemos la responsabilidad de representación y quienes lo contrajeron, para analizar cómo hacemos para pagar sin someter al hambre y al escarnio al pueblo argentino”, definición que repitió a lo largo de toda la campaña.

El 14 de julio de 2020, Fabiola Yáñez había festejado su cumpleaños en Olivos, infringiendo las medidas de aislamiento y distanciamiento social impartidas por el gobierno de Alberto Fernández. Pero de esto nos enteramos más de un año después, el 13 de agosto de 2021, al inicio de la campaña hacia las PASO, cuando la foto inundó las redes sociales. El propio presidente, que había firmado el DNU 576/2020, estaba ahí, sonriendo, junto a un grupo de amigos como si nada pasara. Ante esta foto –un gafe político sin precedentes que no podía despertar sino furia e insatisfacción en los argentinos que soportaban la pandemia y un absoluto desánimo en cualquier militante a punto de empezar una campaña electoral a favor del gobierno– resulta insólito que el albertismo sin Alberto continúe machacando hoy sobre las cartas de Cristina y la renuncia de Wado. Ese día se rompió definitivamente el activo más importante que tenía Fernández: el prestigio de su palabra. En especial, porque después de publicarse la foto, no pudo evitar su adicción al comentario mediático y, muy lejos de realizar una autocrítica, intentó justificar su comportamiento alegando que nadie se había contagiado y echándole tácitamente la culpa a su esposa.

Volviendo a Horowicz: “Ese modelo de terrorismo verbal autosuficiente dinamitó la estructura de sentimientos cooperativos compartidos”. Algunos sí se salvaban solos. “La foto de Olivos”, podríamos decir, fue el debut del concepto de casta. ¿Conviene decirlo así? ¿Ganamos algo, como creen algunos dirigentes peronistas, en mimetizarnos con el vocabulario del oficialismo para sacar alguna tajada electoral? En una nota reciente, y siguiendo los consejos de George Lakoff, Nicolás Tereschuk sugiere abandonar estas ilusiones: reproducir el lenguaje de Milei es reforzar su marco de interpretación de las cosas. Así como no hay que “dialogar con la derecha”, tampoco deberíamos repetir espontáneamente sus términos. Digamos más bien que la foto de Olivos fue un acto de absoluta irresponsabilidad política. Un mes después, el Frente de Todos sufrió una durísima derrota electoral en 18 provincias, perdiendo casi cuatro millones de votos.

El gran debate interno: redistribución de la riqueza o unidad del frente político

En ese preciso contexto deben entenderse las renuncias que pusieron a disposición del presidente los funcionarios que respondían a Cristina en septiembre del 2021. Reconstruir los motivos y posibilidades de la decisión permite calibrar mejor el debate actual, caracterizado por la insinceridad y la descontextualización de los procesos. Nadie puede negar que los oficialismos encargados de gestionar una pandemia partían de serias dificultades electorales; es imposible ofrecer una solución para tantos y tan dramáticos problemas. Y desde ya que la oposición y los medios de comunicación, movilizados en la calle y denunciando “infectadura” por las redes, fueron creando un clima hostil al gobierno y en simultáneo favorable a partidos libertarios o de extrema derecha que postulaban ideas de “libertad contra el Estado”. La cuestión, más allá de las dificultades, es qué hace uno con lo que le toca. Y la carta que escribió Cristina en aquel momento dejaba en claro que, aun aceptando el impacto de las “dos pandemias”, había tratado en 19 oportunidades de plantearle al presidente la delicada situación socioeconómica: atraso salarial, descontrol de precios, ajuste fiscal y subejecución presupuestaria, y las consecuencias electorales que esto podría traer.

Subrayemos: 19 veces le dijo Cristina a Alberto, en privado, que el rumbo económico era erróneo. Y no pasó nada. Luego, no fue Cristina sino la sociedad la que rechazó en las urnas la administración en curso del presidente Fernández. ¿Qué opciones tenía Cristina, dado su nivel de responsabilidad? Los teóricos del fuego amigo, ¿qué recomendarían hacer cuando luego de 19 intentos Cristina no fue escuchada? ¿Seguir callada viendo cómo el barco se hunde? ¿Un lassez-faire para los políticos? Permanecer en silencio es un derecho de reos ante los honestos policías de Scotland Yard, no una opción de líderes históricos ante el pueblo que todo lo mira y lo castiga. Para decirlo en los términos de Albert Hirschman: frente la crisis orgánica del gobierno, Cristina eligió la voz antes que la salida. Se mantuvo en el gobierno, pero expresando sus críticas. Lo mismo que Máximo luego de su renuncia a la jefatura de bloque.

Si Cristina optaba por la salida, el gobierno se caía. Hubiera sido un acto de irresponsabilidad. Callarse hubiera sido igualmente irresponsable porque la situación político-electoral era apremiante, y en última instancia se corrían altos riesgos de no terminar el mandato. El comportamiento de Cristina fue el acto de mayor responsabilidad posible atendiendo a las circunstancias: exponer las diferencias sin renunciar. Si hoy existe alguna posibilidad de volver a gobernar la Argentina, si el debate interno del peronismo –a diferencia del que se dio la UCR en 2002– tiene verdaderamente alguna atribución, es por la decisión del kirchnerismo de quedarse en el gobierno.

Cristina poseía una caracterización correcta previa a las elecciones 2021: de no recuperar el poder adquisitivo de los trabajadores, de no enfrentar las presiones de los grupos económicos, íbamos a perder. Alberto tenía una mala caracterización; pensó que ganábamos seguro por la gestión de la pandemia. Y desoyó a Cristina con la misma suficiencia con la que se negó a admitir el severísimo error de la foto de Olivos. No hubo ningún “ruido de la política” que justificara la derrota de las PASO. Pero entre las PASO y las generales, a pesar de todo el pataleo por las cartas de Cristina y las protorenuncias del gabinete, el Frente de Todos recuperó cuatro puntos. Días después, en el marco del día de la militancia –17 de noviembre del 21–, Alberto Fernández anunció insólitamente la convocatoria a unas PASO para las elecciones del 2023. Recordando este episodio, ¿cómo se puede seguir sosteniendo que el problema fue el debate interno propiciado por el kirchnerismo?

Así pasaron los meses poselectorales. La creciente indisposición de Alberto Fernández para atender a las miradas del kirchnerismo y a los reclamos sociales –que, en general, eran una y la misma cosa– fue generando una desafiliación respecto del gobierno. Sus militantes, adherentes, simpatizantes empezaron a sentir que “no los representaba”. Que no era “su gobierno”. Pero no por lavarse las manos sino por considerar que había renunciado a la representación de las grandes mayorías. Comenzaba a resignificarse tétricamente aquella frase de Alberto que decía “vengo a terminar lo que empezó Néstor y continuó Cristina”. Parecía que la vocación del presidente era efectivamente terminar con el kirchnerismo, traicionarlo y dinamitarlo desde adentro. Alberto iba adquiriendo rasgos “termidorianos”: su objetivo era la cancelación de una secuencia política transformadora, volviéndola impensable, desarticulando sus valores y enunciados. Tal vez su mejor decisión política haya sido mantenerse en ese momento negativo, pasivo-agresivo, del termidor antikirchnerista, y no fundar nunca el albertismo.

En ese clima llegamos a la negociación con el Fondo Monetario Internacional. Cristina le dedicó, durante diciembre del 21, dos intervenciones más a exigir que sean los fugadores de capitales, y no el pueblo argentino, quienes garanticen los dólares para pagar la deuda. A fines de enero de 2022, Alberto anunció la firma de un nuevo acuerdo con el FMI que convalidó el escandaloso préstamo que había recibido el gobierno de Macri, sin obtener quita de capital ni de intereses, y sin extender los plazos de devolución. Argentina quedó sometida a un cogobierno de facto con el FMI: dramático recorte del gasto público, devaluación del tipo de cambio por sobre la tasa de inflación, etcétera. El anuncio oficial fue difundido con un grado de negación ostensible. Alberto afirmó satisfecho que este era “el mejor acuerdo posible” y lo comparó increíblemente con el de Néstor Kirchner.

El presidente de la Nación saludaba así el reendeudamiento con el FMI y la flamante necesidad de endeudarse con el mercado local ante la restricción de la asistencia monetaria del Banco Central al Tesoro. De los 45.000 millones de dólares que ingresaron al BCRA como excedente comercial por el superávit de exportación e importaciones, se habían ido 25.000 millones para cancelar deuda privada. Sin embargo, el gobierno le explicaba que “no había alternativa” a una sociedad en la que el 40% era pobre y cuyo piso salarial estaba cayendo 20%. Si el acuerdo con el FMI resultó un parteaguas, fue precisamente porque el Frente de Todos estaba construido primero que nada como un frente político para renegociar la deuda.

Todo votante del Frente de Todos hubiera querido que ese acuerdo fuera bueno, pero no lo era. Por eso, cuando Máximo Kirchner renunció a la jefatura de bloque en manifestación de discrepancia, la opción mayoritaria fue matar al mensajero. La posición que reflejó la carta de Máximo era que un acuerdo de esa naturaleza condicionaba la vida cotidiana de las próximas generaciones. Los tiempos cambian, pero el FMI es el mismo de siempre, como destacó el insospechable de progresista José Luis Gioja cuando dijo que “los del FMI son unos tipos de mierda”. ¿Por qué esta vez sí funcionaría entregarle la política fiscal al FMI? El análisis político de esa renuncia se concentró en la inútil distinción entre convicciones y pragmatismo. Pero hay que decir que convicciones y pragmatismo son parte de un solo proceso de decisiones. La carta de Máximo no buscaba únicamente dar testimonio sino también, y por lo mismo, llamar la atención sobre una catástrofe económica, política y sin duda electoral. Curiosamente, se aplicó una lectura determinista para las acciones de Guzmán –“no quedaba otra”– y de libre albedrío para Máximo –“votó en contra porque es un adolescente que no quiere pagar costos”–. Lo cierto es que si el acuerdo no podía ser de otra manera, la renuncia de Máximo Kirchner tampoco. Para Máximo y para el sector kirchnerista del gobierno tampoco “había alternativa”. En aquel momento, esa carta de renuncia y el posterior rechazo al acuerdo con el FMI le devolvió un sentido de pertenencia a una enorme cantidad de votantes del Frente de Todos.

En julio de 2022, mientras Cristina insistía una vez más con la necesidad de doblegar a los grupos económicos para redistribuir el ingreso, rechazando la estrategia de ajuste fiscal, renunció por Twitter el ministro Guzmán. Además de un narcisismo a toda prueba, lo que demostraba esa renuncia era el fracaso de una gestión económica que ya había sido rechazada un año antes en las urnas. Apreciemos, de paso, la doble vara actual: Máximo es malo, feo y sucio porque renunció a la presidencia del bloque, pero Guzmán renunció al cargo de ministro de Economía dejándonos sin un peso y sigue siendo un amigo de la casa. Por el mal manejo de las negociaciones ante el FMI, o por su conducta personal, Guzmán terminó peleado al mismo tiempo con Alberto, Cristina y Massa. Después de haber dicho que “el acuerdo con el FMI era el mejor que se podía lograr” y que “no habría salto cambiario”, se anotició de que las arcas estatales estaban vacías y de que en pocos meses iba a tener que devaluar, y salió en estampida. Hoy lo rescata en redes sociales un peronismo antikirchnerista de perfil técnico, siempre presto a empatizar con profesionales inorgánicos que se incorporan a los gabinetes portando asombrosas ideas y que luego descubren que tienen que interactuar políticamente y con el resto de la humanidad para llevarlas adelante.

El breve interregno de Silvina Batakis sirvió para despejar, por si quedaban dudas, la profundidad del naufragio económico producido por Guzmán. Por eso es impertinente y maliciosa la crítica de que al asumir Massa como ministro de Economía “el kirchnerismo lo dejaba hacer lo mismo que le criticaba a Guzmán”. Sencillamente, la situación no era la misma. La devaluación poselectoral de Massa en 2023, como mencionó Cristina, fue una obligación impuesta por el staff del FMI en función del acuerdo con Guzmán. Cuando asumió Massa, en términos económicos, el gobierno estaba liquidado, sin reservas. El objetivo más importante era lograr que el gobierno terminara su mandato y que el peronismo salvara la ropa ante un escenario de salida, y hay que decir que se logró, con independencia del resultado electoral.

A esta altura del análisis, podemos apuntar otra conclusión. Lo haremos muy lejos del barullo televisivo que revienta los tímpanos con la teoría del fuego amigo, pero sobre todo muy lejos de la inclinación actual de algunos dirigentes por interpretar que la sociedad los disculpará si emiten frases como “el peronismo está en la pavada” o “somos una murga”, en lugar de sentarse a pensar sinceramente qué tenemos que hacer ahora. El debate interno 2021-2023 se resume en la respuesta a la siguiente pregunta: ¿dónde reside el poder político del peronismo? Para el kirchnerismo, el poder del peronismo reside en la redistribución de la riqueza. Para el albertismo, en la unidad de los dirigentes. Digámoslo de otra manera. El kirchnerismo es la respuesta larga y difícil ante la pregunta por el poder: redistribuir la riqueza y empoderar al pueblo; el albertismo es el camino fácil y engañoso: “llevarse bien” y juntarse a comer asado con todos.

El balance del Frente de Todos nos permite otras apreciaciones en la misma dirección, igual de taxativas. El kirchnerismo es materialista, porque considera que el poder reside en el salario real de los trabajadores; el albertismo, idealista, porque considera que el poder reside en filtrar trascendidos a la prensa. El kirchnerismo es racional; el albertismo, hormonal. El kirchnerismo es peronista; el albertismo, más antikirchnerista que peronista. Durante los últimos años, Cristina mostraba gráficos con series históricas de salario y productividad, y hablaba de “insatisfacción democrática” ante la distribución regresiva del ingreso; Alberto operaba en off, mostraba fotos con dirigentes y se golpeaba el pecho aduciendo: “Las decisiones las tomo yo”. El kirchnerismo planteaba mejorar los salarios, empoderar al Estado para inducir comportamientos en los grupos económicos, resolver la situación de los trabajadores formales que no llegaban a fin de mes; el albertismo entendía que solo eran “disputas de poder”, seguramente porque el rosquero cree que todos son de su misma condición.

A todo esto, no se trata de proponer una dicotomía extrema entre unidad política y redistribución económica. El kirchnerismo supo hacer las dos cosas, orientado por una fuerte vocación de poder electoral y político. La posición correcta ante este problema la planteó Néstor Kirchner: ¿unidad para qué? Esa es la pregunta significativa para no desbalancear el equilibrio a favor del rejunte de dirigentes sin destino común. Las derrotas electorales de 2021 y 2023 le dieron la razón al kirchnerismo: si la unidad no garantizaba lo que habían garantizado los gobiernos de Néstor y Cristina, si la unidad no restituía los derechos aniquilados por el macrismo, entonces con la unidad no alcanzaba –y, para volver a aclararlo, de ninguna manera había sido el factor decisivo de la performance electoral de 2019. La experiencia del Frente de Todos demuestra que no alcanza con la unidad de los dirigentes si no se especifica un programa de redistribución del ingreso y confrontación con los grupos concentrados de poder. El antikirchnerismo tuvo su oportunidad. Gobernó entre 2019 y 2023. Los resultados están a la vista.

Hoy daría la impresión de que el antikirchnerismo dejó de creer en la unidad; durante los últimos días viene promoviendo un 2025 “en la vereda de enfrente de La Cámpora y los que los sigan”. Pero de fondo siguen pensando igual y su valor supremo es la unidad de los dirigentes, solo que ahora se expresa como “unidad de todo el peronismo contra los que no quieren la unidad”. Una nueva forma de catalizar el antikirchnerismo acumulado desde hace años, bajo la forma de un “albertismo sin Alberto”, que a su vez era un “randazzismo sin Randazzo”, y así siguiendo. Incluso son capaces de utilizar a Axel Kicillof contra Cristina buscando una mimetización sin límite, obsesiva, terriblemente falta de sentido histórico. Otra vez, y con Axel más que nunca, los alucina la posibilidad de encontrar los votos de Cristina pero sin Cristina. No importa si esto contradice todo su predicamento en contra del fuego amigo. El hecho de que postulen ideas contradictorias con tal de lograr un mismo objetivo los define perfectamente como quebrados, al igual que aquellos que pretendían simultáneamente “ajustar más fuerte” en 2014 y solucionar el “moyanismo social” del impuesto a las ganancias. Los barones de la autocrítica nunca pagan el costo. En cambio, Cristina lo pagó con intereses: durante 2022 intentaron matarla y lograron proscribirla electoralmente –durante un gobierno que se decía peronista–. Aunque el Congreso Nacional del PJ no lo haya mencionado, el atentado contra Cristina es uno de los acontecimientos más importantes de la historia reciente. Y pone de relieve, nuevamente, que al poder concentrado le molesta más la redistribución de la riqueza que la unidad de los dirigentes.

Durante el gobierno de Macri, Horacio González observó algo en este sentido: “Decirse peronista y no kirchnerista significa una protección, porque nadie dice ‘el peronismo es corrupto’ debido a que hay peronistas con el macrismo y existen alianzas de todo tipo, pero el kirchnerismo queda también debilitado. Por eso creo que el refugio en el peronismo supone una amplitud sin coherencia, por eso digo que el frente debe ser kirchnerista con todos los peronistas que tengan la lucidez y la sensibilidad de aceptar esta situación y el papel preponderante de Cristina”. Son palabras que conservan total actualidad. La reconstrucción del peronismo debe tener un carácter kirchnerista. Es imperativo recuperar inspiración y confianza en nosotros mismos, partiendo desde una ecuación muy simple: con Néstor y Cristina tuvimos un país justo e igualitario; con candidatos no kirchneristas la cosa –en fin, cómo decirlo– no anduvo. El programa que formulemos, el candidato que lo exprese, tiene que ser más kirchnerista, no menos.

Las ideas del amor y la igualdad

Para enfrentar el programa de Milei hay que atacar su plan económico. Eso es evidente. La resistencia parlamentaria del sólido bloque de Unión por la Patria ante el DNU y la Ley “Ómnibus”, las enormes movilizaciones callejeras del 24E, el 8M y el 24 de marzo, reflejan que estamos en buena posición para hacerlo. Pero, además, tenemos que atacar el sistema ideológico que soporta el programa económico. Y si hoy son “las ideas de la libertad” las que presiden el sistema, entonces hace falta discutirlas frontalmente. El filósofo italiano Roberto Esposito viene registrando cómo de un tiempo a esta parte la libertad redujo su horizonte de sentido a un significado cada vez más pobre, asociada con “seguridad” y “propiedad”, hasta ser transformada incluso en su opuesto lógico de “orden”. ¿Vale la pena, acá y ahora, dedicarle todo el esfuerzo a disputar ese concepto? En esta hora crítica del pensamiento político, quizás convenga renunciar a la palabra “libertad” por un tiempo, sin queja ni llanto, y concentrarse en organizar un sistema de ideas que se le oponga. Es inútil hacer chistes por redes sociales como “la libertad de morirse de hambre” porque lo único que consiguen es reforzar, negándolo, el marco de las ideas de Milei. Lo mismo vale para experimentos académicos como el de separar “libertad positiva” de “libertad negativa” a los efectos de dejarle un sentido a Milei y quedarnos con el otro. Ante un término capturado exitosamente por el lenguaje oficial, la lucha por sus acepciones no tiene la potencia necesaria para construir el sistema de ideas que pueda representarnos. Hoy, con las ideas de la libertad, no se come ni se cura ni se educa.

Si nos ponemos a indagar en nuestra forma de ver las cosas, encontramos que “las ideas de la libertad” nos resultan un agregado pestilente de definiciones individualistas y crueles. Lo que valoramos en alguien no es que haga lo que se le antoja sino que se preocupe por los demás. No existe “respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo” si ese proyecto es pisarle la cabeza al resto. Un ejemplo al azar: para quienes por razones etarias no sabemos apreciar los matices de la música urbana, la única diferencia entre Lali Esposito y Emilia Mernes es que advertimos en las declaraciones de Lali Esposito un sistema de valores asociados con el amor, la igualdad, la responsabilidad frente a los demás.

Este sistema tiene su arraigo natural en La comunidad organizada de Perón: “Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Lo importante es remarcar que la realización de la comunidad tiene prioridad sobre la realización personal: lo colectivo y el otro vienen primero. Por supuesto que esa raigambre cultural es parte de la tradición occidental, humanista y cristiana. El amor está en la base de la religión que practica la mayoría de nuestro pueblo. Pero también hay que subrayar que el reinado de estas ideas involucra el conflicto: “No vine a traer la paz sino la espada” es una frase que el catecismo de la socialdemocracia con tics “doctrinarios” debería por una vez revisar. Argentina no es un país para acuerdistas, hastiados de escuchar sobre lawfare o ganosos de fotografiarse en cenas con cubiertos en dólares.

El amor y la igualdad, la justicia social y la solidaridad, pivotean en la doctrina sobre el eje de la responsabilidad: “Todos nosotros tenemos la misma responsabilidad (…). Ni el más humilde de los artesanos ni el más encumbrado de los señores puede hoy desentenderse de los problemas fundamentales”. Porque, en definitiva, para que la igualdad se realice, también se necesita igualar responsabilidades y fomentar la politización general. La comunidad organizada tiene derechos y obligaciones. Como decía Perón en una famosa entrevista, el peronismo se hizo cargo de un país “donde los ciudadanos no se interesaban por la cosa pública, y la cosa pública es uno de los coeficientes de salvación de los países. Por eso nosotros tratamos de politizarlo intensamente haciendo que cada uno se interesara por todos”. Es decir que, si además de la responsabilidad individual nos preocupamos por la responsabilidad del otro, si además de comprometernos individualmente comprometemos a los demás, entonces este sistema de ideas se convierte en una propuesta política fuerte.

Cuando Cristina afirmó, el 9 de diciembre de 2015, que lo más grande que le había dado al pueblo era el empoderamiento popular, le devolvió fortaleza a esa concepción, de carácter militante y no estatalista, que consiste en hacernos cargo de los asuntos públicos participando en política. Si la figura subjetiva de “las ideas de la libertad” es el individuo egoísta, la figura de “las ideas del amor y la igualdad” es el militante. La mejor respuesta al discurso “anticasta” tal vez sea la convocatoria permanente a la militancia para que el “peso ciclópeo de la responsabilidad de realizar los destinos del pueblo y de la Patria”, como decía Perón en un discurso de 1953, pueda “repartirse proporcionalmente”. Redistribución de la riqueza y redistribución de la responsabilidad: estas son las bases de un programa futuro.

Fijémonos qué viejas y poco atractivas se ven las ideas de la libertad desde este punto de vista. “Libre no es un obrar según la propia gana”, decía Perón en La comunidad organizada. Las ideas de la libertad son una “locura” en el sentido preciso de creer que se puede existir con independencia de los otros –porque “libre”, según esta triste concepción, es quien no tiene impedimentos externos para realizar una acción–. Otra vez Perón: “Los pueblos que carecen de organización pueden ser sometidos a cualquier tiranía. Se tiraniza lo inorgánico, pero es imposible tiranizar lo organizado” –Modelo argentino para el proyecto nacional–. Contra el prejuicio liberal-libertario, que contrapone al individuo libre a la dominación de las estructuras colectivas, Perón afirma que solo es libre lo que está organizado y que la tiranía se ejerce sobre los individuos sueltos.

Por eso, en rigor, los libertarios actuales están “privados de la libertad”: porque no se hacen cargo de su vínculo con los demás. Lo cierto es que no se puede romper el lazo social sino, en todo caso, pasar de una atadura a otra. En palabras de Bruno Latour: “Detrás del deseo de emancipación que se expresa como ´Ni Dios ni amo´ encontramos la intención de reemplazar un amo malo por uno bueno: la opresiva institución del Soberano por la no menos opresiva institución del niño rey egocéntrico”. ¿Hay mejor definición del espíritu caprichoso de Milei? Ser libre no es ser más inteligente ni poseer superioridad moral; al contrario, es escudarse en un infantilismo agresivo para no asumir la responsabilidad sobre la propia vida.

En las ideas de la libertad, finalmente, no hay espacio para el amor. Amar es asumir la relación con el otro desde una posición de preocupación y aceptando una feliz dependencia. ¿O diríamos que unos padres que aman a sus hijos son “libres” ante él? Las ideas de la libertad se vuelven mórbidas cuando notamos que la noción de amor, elemental en el desarrollo psíquico de las personas, se encuentra ausente por completo. En el universo de Milei el amor está exclusivamente reservado a su hermana y sus perros, que a su vez son emanaciones de su persona. El problema no es que la utopía de Milei sea irrealizable sino que es nociva y solo puede interesarle a los que deseen vivir solos, en un monoambiente con dos caniles, consumiendo litros de bebida energizante.

“Creo, en efecto, que liberal y libertario convergen en la idea de que el amor es un riesgo inútil”, comentaba Badiou en una entrevista de hace unos años. La equiparación entre libertad y seguridad vuelve intolerable la posibilidad del amor, que es abrirse a los otros, a menos que uno se precipite en el coaching amoroso contra todo riesgo, como variante digital de los matrimonios arreglados del medioevo o la mafia. Las ideas de la libertad, lejos de abrirnos paso, nos encierran en nuestras conciencias solitarias, nos limitan la dignidad de participar de mundo. Y todo esto, a nosotros, peronistas, kirchneristas, no nos interesa para nada.

Al igual que con la “casta”, da vueltas hoy la impresión de que finalmente “el odio le ganó al amor”, por lo cual la tarea de la etapa sería organizar nuestro odio contra las ideas de la libertad. Resulta esencial recalcar una vez más que no ganaremos la batalla programática reproduciendo los conceptos de la derecha –ya sea creando un trumpismo nacional o entregándole nuestros recursos naturales y de “economía del conocimiento” a las potencias extranjeras bajo premisas neodesarrollistas–. Los traders de criptomonedas, los guerreros digitales contra la justicia social, los jóvenes fascistas portadores de antorchas son, muy probablemente, figuras de un tiempo confuso, a la vez que modas pasajeras como lo fueron los yuppies en los 90.

El objetivo más bien sería apostar a un proyecto de país superior, basado en un sistema de creencias y valores propios que logre dar un marco de interpretación a todos los temas. De la queja a la responsabilidad, de lo individual a lo colectivo, de la crueldad a la justicia social, las ideas del amor y la igualdad son un alegato sobre la necesidad de incorporarse a la militancia para responder por los problemas comunes. Y, siendo la redistribución de la riqueza el problema principal, cabe preguntarse: ¿se puede enfrentar al poder concentrado sin responsabilidad organizada, sin militancia, sin valores propios que alienten la mística? El aporte al debate del peronismo, si quiere ser honesto, precisa de una posición comprometida, dentro de la batalla, capaz de asumir esa responsabilidad. Es un momento para discutir a fondo, más allá de los tuits y las indirectas cínicas. Las 30 páginas del documento de Cristina dan el tono de la etapa: necesitamos espacio para pensar, reflexionar y exponer ideas. Necesitamos muchos más documentos. 

Ante la emergente ola de antikirchnerismo, expresada como albertismo sin Alberto, hay que decir: nada nuevo bajo el sol. Cada que vez que triunfan gobiernos de derecha renace el mismo deseo de armar un peronismo sin Cristina y subordinado a los grupos económicos. Lo que varía es, en todo caso, cuál exkirchnerista encabeza la movida en cada turno. Siempre algún discípulo está dispuesto a agarrar los 30 denarios de la mesa y exhibirse como trofeo de los adversarios históricos. Por esa razón no causa sorpresa escuchar a recientes kirchneristas olvidarse de Cristina. Pero así como algunos se descarrían del buen camino, también hay sectores que están haciéndose kirchneristas ahora. En este momento. Sigue habiendo recién llegados al kirchnerismo, nuevos ojos entusiasmados con Cristina. Lo valioso no es haber sido kirchnerista, sino seguir siendo kirchnerista. También es meritorio volver a serlo, o recién llegar, o errar la buena senda y regresar. No le preguntamos a nadie de dónde viene. La gracia ocurre todos los días. A los kirchneristas nos importa solo el presente: el tiempo de la consumación.

Nota publicada en Contraeditorial

* El autor es concejal de UP en Hurlingham y autor de Comunología (2021).