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El lado de la mecha

El sábado pasado, el Festival Bonaerense de Poesía llevó a cabo el concierto homenaje "Indio Poeta", una celebración de la palabra poética del Indio Solari en la Sala Ginastera del Teatro Argentino. Florencia Cremona elabora las emociones personales que el evento le disparó.

Por Florencia Cremona (*)

Cuando cumplí 15 años, en 1990, mis amigas Soledad y Simona me regalaron una remera de los Redondos. Era blanca, con las letras negras y decía Patricio Rey con rojo. A mí me gustó mucho, solo que no me quedaba apretada como a esas chicas del colegio que le asomaban las tetitas como dos pelotas de tenis. Me quedaba suelta, bolsa, como las Hering talle G que solía usar por entonces.

Más tarde (creo que ese mismo verano) caminado por la playa con la remera puesta sobre la malla, vino una chica bastante marrón y  el pelo atado a decirme que ella era ricotera de la primera hora y que no todo el mundo podía llevar la remera de los redondos. Pero con un gesto, me hizo sentir que yo sí podía. Ni se me pasó por la cabeza considerar su opinión. Es una cualidad que todavía me dura.

De esa época también, recuerdo alguna reunión en la casa de compañeros que vivían por la calle 10, en la que se discutían las canciones del Indio. El debate giraba en torno a que quería decir “faulear” y “arremolinar” y qué quiso decir exactamente con esa expresión. En mis `90 todo ocurría después de las 19, las reuniones en el cuartucho, las clases de teatro, las citas para tomar café con mi amigo Franco. Todo era así tal vez porque nada se opone a la noche y porque yo me daba cuenta de que algo en mí no era como tenía que ser, solo que no tenía las herramientas para nombrarlo: queer. Yo me daba cuenta de que no encajaba algo, que algo de mi generaba fascinación y rechazo. Y que nadie se preocupaba demasiado porque el mundo confiaba en que podría con todo.

La profesora Lorenzo una vez me encontró caminado por la calle 54 y 4 y paró su auto para llevarme hasta el colegio. Me vino bien, porque tenía los arcos vencidos en unos zapatos tipo escarpines hippis de tela negra y que no tenían absolutamente nada que ver conmigo. Suela tractor. Cuando bajamos en el estacionamiento de la calle 1 me preguntó si conocía la diferencia entre ser valiente y temeraria. Y me dijo que estaba bien tener un poco de miedo.

Por entonces la relación con mi cuerpo era de lo más extraña, no existía. Yo sabía que estaba gorda para los parámetros de la época y que tenía unos rulos tremendos en tiempos de lacio extremo. Y que vestía oscuro en una época de sol, de Nike Air traídas de Miami, de colonias You and Lu, de bronceado, de estampado Vichy y aspiracionismo extremo.

El Colegio era una trampa, las profesoras te hacían creer que era una buena opción ser como ellas, años después descubrí que sus vidas , en general, salvo  honrosas excepciones, se debatía entre comprar o no un cubrepileta, tratar de encajar y mantener la imagen chata de aristocracia de trocha.

¿Vos sos la hija del médico? Ese empeño pueblerino en buscar filiaciones, “¿está quién es?”, “¿qué varón la habilitará a ser así?”. Estaba perdida. Ese mismo año me engañó el Colegio Nacional, como después lo haría siempre la Universidad (con excepción de la Facultad en la que estudié y en la que trabajo, que por lo menos es lo que es). Resulta que yo estaba seleccionada para el viaje a Bologna pero la secretaria académica me llamó y me dijo que no podía ir porque tenía dos sanciones (inventadas por un preceptor radical) y en mi lugar fue el hijo de uno de una inmobiliaria famosa de La Plata.

De ahí en más siempre supe que confiar en un radical supe que era como meter la mano adentro de una caja con una serpiente. “Demasiado pueblerinos”,  diría Macoco Alzaga Unzué, demasiado moderados tramposos y cagados de miedo.  Hay que pagar el cloro y el cubrepiletas, así piensan. Décadas después volví a comprobarlo.

Insisto en que no me esforzaba en revertirlo, ya que por entonces no tenía las palabras necesarias, para describir (Queer sería).  Y resentida de clase como me dijo mi amiga Flor, poniéndole palabras a una emoción profunda que tampoco sabía describir.

Los 17 de Nicanor y haber asistido al Homenaje que se hizo el pasado 9 de noviembre en el Teatro Argentino a la poesía de Carlos Alberto Solari movieron la caja. Imagínate que nunca me acompaña a ninguna parte y que casi no le interesan demasiado las cosas que me interesan a mí. Que, a pesar de darse cuenta de todo, me reprocha no ser una madre con el pelo mejor organizado y que hace tortas Rogel. Como las profesoras del Nacio en los `90 que se lamentaban como siendo tan inteligente no trataba de ser una más, de alisarme broncearme bajar unos quilos y conseguir un marido en el poder judicial, para enterrarme en la “hetero muerte” que hay detrás de cualquier tranquera.

La cosa es que fuimos y el cantó todas las canciones. Las sabía. Yo pensé en cuándo se las habría aprendido, encerrado tantas horas en su cuarto. Lloré y lloré.

Cuando salí con él en una noche amable de noviembre, mi mes preferido del año. Me reí por dentro, pensando en lo absurdo del juego de la vida y también me volví a reír imaginando que una nave espacial nos miraba desde arriba como se miran a las hormigas dentro de un frasco.

Tomamos la 51 hasta mi coche y me sentí libre por dentro, como quien se sabe morir, como quien tiene ya más de la mitad del carrete lleno. No me queda tanto tiempo de joven y también me puso contenta. Es hora, de ser, aún más verdad y de dar una vuelta al mundo más.

Nicanor termina el Colegio, el mismo al que fui y obvio que toda su adolescencia de varón lindo y querido se empasta con la mía que fue, como digo, algo distinta.

El es lindo, aceptado y exitoso. Como los chicos a los que perseguían por los pasillos del Nacio las pibitas con un palo de hockey en mano. Pero también es mi hijo, vivimos en un barrio y le gustan las letras del indio y no dice nada cuándo cada vez que siento que el mundo viene contra mi le prendo una vela a Evita y le rocío un poco de Miss Dior.

Nica me mira con un amor que me derrite y pienso con el ego agigantado que tan lejos puede caer la manzana del árbol. Sé que, de un modo u otro, por elección o por exclusión siempre estamos de este lado de la mecha.

Y qué bueno que así sea. Qué bueno no desear las mismas cosas que nuestros verdugos.

(*) Profesora e Investigadora en Comunicación, Educación y Género

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