Por Daniela Venturuzzo
Yo, la verdad, hablo.
Jacques Lacán
Ese día la nombraron Gerente General de la Casa Matriz. Lo había intuido horas antes, cuando la secretaria del Presidente de la Firma le había ordenado que estuviera lista enseguida, que un auto la esperaba abajo para llevarla al hotel donde se hospedaba el Señor, el último eslabón de la cadena del saber bancario.
Había alcanzado la cima, después de trepar incesante, con la juventud como piolet y la obsecuencia como crampón, y en eso pensaba mientras subía el ascensor hacia una suite de alfombras beige y cortinas bordó con ribetes dorados. Finalmente, entró al estudio, se sentó y sintió el paraíso crecer por sus piernas y correr por sus brazos.
Cuando la corriente estaba llegando a su sexo, el fluir se interrumpió por la confirmación que había ido a buscar. Y empezó a llorar. Primero sin darse cuenta, después a cántaros, chillando, resbalándose del sillón, cayendo en la alfombra, salpicando las cortinas y achicándose hasta hacerse un bollito.
El Presidente rió un momento y luego salió de la habitación para ya nunca más volver. Tiempo después, empujada por la angustia (y la secretaría) comenzó su descenso, de la torre más alta, del hotel más lujoso. Y viajó en el auto, aturdiendo al chofer, y llegó a su casa empapada en vacío, mientras su esposo inflaba un globo violeta que había comprado al pasar, cuando ella le había escrito sobre su sospecha de buenas nuevas.
Cuando lo vio, lo abrazó fuerte por un rato y después, incorporándose apenas, le suplicó un hijo. Y él la empujó hacia el sofá de cuero blanco y respondió en acto al deseo impuesto por su mujer, que siempre había sido, al fin y al cabo, el suyo propio.
El pronto embarazo logró restaurar en ella el semblante y una mañana, casi sin darse cuenta, salió del limbo. Estaba sentada controlando unos resúmenes contables, cuando de repente sintió algo extraño en la zona baja del vientre. Tuvo que hacer un esfuerzo desmedido de memoria para poder entender que había recuperado una parte de su cuerpo. Algo se movía. La corriente fluía entera, por primera vez, y era hermoso.
Desde ese día, fue pura sonrisa y reposo. Nada más. Desorientados, los médicos sólo pudieron argumentar cuestiones de hormonas, el nombre de lo desconocido en materia de verdades corporales.
Mientras ella era río, su marido, en una soledad elegida hacía mucho tiempo, se encargaba de preparar la tierra donde se sembraría padre. En ese trabajo estaba la noche que escuchó la explosión. Corrió hacia la cochera, suponiendo algún problema vehicular, pero para su sorpresa no había nada extraño allí ni en el resto de la casa. Aliviado, entró al cuarto donde su mujer descansaba. En la cama, alrededor de un charco de sangre, había un niño. A su lado, un agujero y, dentro, un grito que no cesa.