Por Carlos Ciappina
La sociedad argentina de principios de 1976 vivía en un momento de extendida y prolongada movilización social. La expresión de esta movilización se daba en todos los órdenes de la vida: obviamente en las organizaciones políticas tradicionales y en las armadas que venían luchando desde 1955 contra dictaduras y gobiernos amañados por los militares, en las juventudes estudiantiles, sindicales, en las instituciones educativas de todos los niveles, en el arte musical, gráfico, audiovisual, en el teatro, en la literatura. La movilización era política, social, cultural y, pese a las idas y venidas de la estructura institucional política, esta movilización era, aún con su heterogeneidad y multiplicidad (o quizás por eso), la garantía de no retroceder en las conquistas populares sino aún en la de profundizarlas.
Visto desde otra perspectiva esa movilización social ponía en duda también “el sentido común” de la estructura económico-social de nuestro país. Peronismo, peronismo revolucionario, socialismo, marxismo, comunismo, comunismo revolucionario, militancia política, lucha armada, cultura popular, comunicación popular, historia de los pueblos, cine militante, cuestionaban, criticaban y proponían modelos societales que pretendían modificar (todavía en 1970) al viejo país en manos de 200 familias.
En ese contexto debe leerse el golpe cívico militar de 1976.
Puestos por propia decisión, ante el dilema de contener la movilización social, las Fuerzas Armadas golpistas y sus socios y cómplices civiles idearon uno de los modos más perversos (si no el más) de la represión: las desapariciones. El Plan sistemático de desaparición de personas buscaba transformar a la militancia y la movilización con nombres y apellidos, con propósitos y fines, en una figura que fuera descripta, en su tenebrosos alcances por el propio dictador Videla: «Es un desaparecido, no tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está desaparecido… Frente a eso no podemos hacer nada». La dictadura cívico-militar se propuso lograr así, la represión “perfecta”: no había asesinados, ni torturados, ni detenidos, al final de la movilización y la lucha lo que existía era la no entidad, la desaparición, la nada. Que este Plan pretendiera transformar en “nada” a decenas de miles de personas no hace más que mostrar la profundidad del desvarío represivo y el convencimiento de los represores, de estar seguros de alcanzar sus objetivos macro (reconfigurar la sociedad argentina en el formato neoconservador) junto con la impunidad por sus acciones.
Lenta, pero inexorablemente, las caras, las fotos, los nombres, las historias políticas, las historias de vida, los relatos, los sueños y los objetivos de los/as desaparecidos comenzaron a volverse presentes, cotidianos, rompiendo, por la fuerza de la movilización y la lucha el cerco mediático de las empresas periodísticas que los ocultaban durante y luego de la dictadura.
La contraparte civil del Plan sistemático se encuentra resumida en otra frase tenebrosa que todos los que habitamos esa época recordamos: “por algo será”. Buena parte de la sociedad civil (y no sólo las clases altas y medias altas) repetían, frente a la abrupta desaparición de vecinas, vecinos, maestros, obreras/os…en fin, personas con nombre y apellido que habitaban el barrio, la cuadra, la fábrica o la escuela, la frase “por algo será”. El/la desaparecida era pues, culpable. A la indeterminación de su situación (la desaparición) se la agregaba la indeterminación de su culpabilidad: por algo sería que ingresaba al mundo de la no entidad; ni siquiera era necesario explicitarlo con precisión. La víctima era la culpable. La desaparición era la prueba de la falta. La causa era el efecto. La lógica también era desaparecida.
Lejos, muy lejos de la previsión dictatorial sobre la falta de entidad de los/as desaparecidos, hoy, a cuarenta años, los/as desaparecidos simbolizan cada vez más el triunfo de la vida y de la búsqueda de verdad, memoria y justicia: múltiples han sido los caminos para reconstruir, rescatar, hallar y reinstalar en el colectivo social la lucha y el significado de la misma por parte de aquellos que la dictadura genocida pensó “desaparecer” totalmente.
Las Madres de Plaza de Mayo iniciaron la búsqueda y la lucha, al igual que las Abuelas durante la propia dictadura; líderes confesionales de varios credos también iniciaron la búsqueda y el reclamo, los partidos políticos populares al final de la dictadura se sumaron a esta recuperación y para mediados de la oscura década de los noventa los propios H.I.J.O.S. comenzaron a movilizar y a escrachar a los represores y genocidas liberados por los indultos.
Lenta, pero inexorablemente, las caras, las fotos, los nombres, las historias políticas, las historias de vida, los relatos, los sueños y los objetivos de los/as desaparecidos comenzaron a volverse presentes, cotidianos, rompiendo, por la fuerza de la movilización y la lucha el cerco mediático de las empresas periodísticas que los ocultaban durante y luego de la dictadura. Los desaparecidos/as comenzaron a aparecer, a ser, a dejar escuchar sus voces , sus poemas, sus escritos, sus proyectos de la mano de las madres, las abuelas, de sus propios hijos, muchos de ellos nacidos en cautiverio. La ciencia (el equipo de antropología forense) comenzó a hacer aparecer sus cuerpos, pero su mundo ya había cobrado , de la mano de todas/os nuevamente sentido.
Esta lucha de años con avances trabajosos y muchos retrocesos oprobiosos para la democracia, se intensificó a partir del año 2003. A partir de la asunción de Néstor Kirchner, el Estado democrático comenzó a saldar su deuda con las víctimas de la dictadura: al pedido de perdón por parte del Estado en el año 2004, se le sumó una clara orientación impulsora de los juicios por violaciones de DDHH, la presión para que se derogaran los indultos y la transformación de espacios simbólicos de la dictadura (como la Ex Esma) en ámbitos de Memoria y Derechos Humanos, espacios de educación popular, de teatro, de carreras universitarias , de jóvenes y no tan jóvenes militando por la vida.
Hoy, a 40 años del inicio de ese plan genocida, todas las previsiones de los dictadores y los represores se han visto desmentidas: de la presunción dictatorial de lograr la desaparición casi nada queda: los desaparecidos son nuestros, son otra vez con nombre y apellido, con rostros y con sentido político, cultural, social y vital. Hoy sus nombres habitan aulas, plazas, libros, veredas, casas, museos, muestras de arte; hoy son cientos de miles los nuevos jóvenes que militan y se sienten herederos de sus luchas, de sus consignas. Con otros modos, con otras circunstancias, el ejemplo de aquellos jóvenes sostiene y potencia hoy la enorme militancia juvenil. Hoy nos siguen diciendo desde esas fotos de siempre joven o en esas caras de HIJOS y NIETOS de rasgos similares, que todavía falta, que hay que seguir peleándole al sentido común del fascismo argentino, pero que definitivamente la dictadura cívico militar fracasó, como fracasan todos los que quieren desaparecer la vida.