Por Carlos Ciappina
La amenaza para las democracias de América Latina no proviene hoy de un golpe de mano de las Fuerzas Armadas, sino de la acción concertada del sistema judicial, los partidos de derechas, el empresariado y los medios masivos de comunicación.
Dudamos en llamarlo golpe de Estado porque la tradición latinoamericana reservaba ese nombre para los golpes militares que se sucedían una y otra vez.
Pero la presidenta Dilma Rousseff ha sido clara y precisa: está enfrentando un verdadero golpe de Estado, y tiene razón.
El proceso de golpe de Estado en Brasil, que la gran prensa hegemónica llama impeachment –como si el inglés le diera alguna respetabilidad (la constitución brasileña lo define, claro, en portugués “instauracao do proceso contra o presidente”)–, tiene causas profundas y efectos presentes.
Hay una matriz societal profundamente desigual en Brasil, herencia de la sociedad esclavista. En esta matriz, de raigambre racista y cientificista, se condensan las expectativas de las élites sobre el “deber ser” de los sectores populares: mano de obra barata, condiciones laborales paupérrimas y derechos civiles y sociales restringidos o inexistentes.
Esta matriz societal fue cuestionada por primera vez durante el gobierno (que para la élite aun hoy se denomina “dictadura”) de Getulio Vargas: Getulio fue el “dictador” que consagró derechos laborales, organización obrera e industrialización sustitutiva. La acción combinada de las empresas norteamericanas, la prensa liberal y los partidos de derechas finalizó con este proceso en 1954, con el suicidio del presidente.
La conmoción que causó el varguismo fue demasiada para una élite profundamente antipopular: diez años después del suicidio de Getulio, en 1964, un golpe de Estado cívico-militar contra un presidente democrático que la élite (y sus medios de comunicación) llamó “comunista” inició la dictadura más prolongada de la segunda mitad del siglo XX en América del Sur: veintiún años de represión y retroceso para los trabajadores rurales, los sindicatos y los pueblos originarios, que tibiamente habían vislumbrado la posibilidad de cambio a inicios de los años sesenta.
El retorno a la democracia se dio recién en 1985, en el marco de una negociación entre elites que dejó impunes todos los delitos de la Dictadura Militar. Así, el retorno a la democracia dejó intactas las estructuras militares y, sobre todo, dejó sin sanción política, social ni judicial a las fuerzas civiles y militares que encarnaron la dictadura.
Esta persistencia de una democracia formal y tutelada tiene que ver con el surgimiento del Partido dos Trabalhadores, de la mano de Lula da Silva. El PT, tras veinte años de construcción política, logró reunir las expresiones múltiples de un sindicalismo apartado de las burocracias tradicionales del Brasil, a los grupos católicos cercanos a la Teología de la Liberación, los Movimientos Sociales como los “Sin Tierra” , los grupos que luchaban por la igualdad de género y por los derechos de la negritud, largamente olvidados en Brasil.
El triunfo electoral de Lula da Silva en el año 2002 inauguró así un período inédito para la historia brasileña. Se centralizaron todas las políticas sociales en el Programa Hambre Cero, que se propuso (y logró) terminar con un mal endémico de la historia del Brasil.
Junto con Hambre Cero, se desplegó otro programa masivo, el Plan Bolsa Familia, un programa de transferencia directa de renta destinado a las familias con una renta per cápita de hasta 120 reales (alrededor de cincuenta dólares), que busca asociar la ayuda financiera al acceso a derechos sociales como salud, educación, alimentación y asistencia social.
En una nación caracterizada por darle históricamente la espalda a los más necesitados, se desarrollaron además programas estatales de subsidio a la compra de gas, el patrocinio de atletas con becas por parte del Estado, subsidios para los campesinos y agricultores del nordeste afectados por las sequías, el programa de alfabetización para jóvenes en situación de calle, el programa Luz para todos que extendió los tendidos eléctricos a las zonas rurales más alejadas y empobrecidas, el programa de ampliación del número de médicos para las áreas semi urbanas y del interior, los programas de construcción de vivienda urbana y rural para familias de bajos ingresos, el programa de becas universitarias completas que incluyó a 1.500.000 nuevos universitarios, los programas de apoyo a las actividades culturales en favelas y barrios populares, los programas de educación sexual.
Millones de brasileños superaron por primera vez en la historia la línea de la pobreza, y otros millones más ingresaron a los sectores de clase media.
Junto a esta política de intervención estatal y mejora en las condiciones de vida populares, el Partido dos Trabalhadores en el poder apoyó el surgimiento de los BRICS y del G-20 (haciendo alianzas con Rusia, India y China). A su vez, en América Latina, Lula apoyó decididamente el fin del ALCA junto a Argentina y Venezuela en el año 2005. Apoyó el ingreso de Venezuela al MERCOSUR y a Chávez en Venezuela, y rechazó los “golpes blandos” de Honduras, Ecuador y Paraguay, fortaleciendo el rol de la UNASUR. Para completar este cuadro de independencia relativa de las tradicionales políticas pro norteamericanas del Brasil, incrementó el comercio con China en un 750%.
Querer explicar el golpe de Estado que se está desplegando en Brasil siguiendo la agenda de los oligopolios mediáticos brasileños y latinoamericanos, basándolo en supuestos de corrupción y en artilugios formales, es no tomar en cuenta la verdadera razón de fondo: las élites brasileñas han decidió finalmente terminar con la experiencia petista y dar inicio a una revancha de clase en toda la línea. Bastó con seguir la sesión en diputados para comprender la dimensión del desatino: primero, nadie pareció reparar en el hecho de que no se leyera el informe con la acusación formal antes de iniciar la votación; salteado este primer paso, que hubiera sido ineludible en cualquier Congreso serio, los diputados contrarios a Dilma Rousseff se dedicaron a fundamentar su voto en razones tales como “por mi hija que va a nacer y mi sobrina Helena”, ”por mi tía que me cuidó de pequeño”, “por Dios”, “por los militares de la dictadura de 1964”, “por los vendedores de seguros del Brasil” (sic), para evitar que «los chicos aprendan sexo en las escuelas», «acabar con la Central Única de los Trabajadores y sus marginales», «para que se les deje de dar dinero a los desocupados»; el diputado derechista Jai Bolsonaro fue totalmente explícito: votó por los militares torturadores de la actual mandataria Dilma Rousseff.
Fuera de la Cámara de Diputados y en diversas ciudades del Brasil, los partidarios de la destitución se reunían festejando voto a voto. Recorrer la cobertura de la red O Globo también resulta ilustrativo de lo que está ocurriendo con el golpe: manifestantes blancos, rozagantes, de clase media y media alta, con esa inconfundible violencia de las élites de derecha cuando salen a la calle, mostraban lo que le espera al pueblo brasileño de prosperar el golpe institucional.
Las dimensiones de la revancha oligárquica serán del tamaño del propio Brasil: enormes. La inestabilidad política y social que tendrá Brasil también será enorme: el golpe parlamentario se da en una sociedad profundamente movilizada por más de trece años de gobierno popular, y los posibles sucesores de Dilma Rousseff (el vicepresidente Tamar o el presidente de la Cámara de Diputados Cunha) ya estarían presos por corrupción si no tuvieran fueros.
Ya no cabe duda de que las derechas latinoamericanas están de vuelta: en Argentina, la revancha conservadora la lleva adelante el PRO-CAMBIEMOS; en Paraguay gobierna el sucesor del golpe institucional contra Lugo; en Perú, la mayor intención de voto es de Keiko Fujimori; y en Venezuela la derecha golpista controla el Congreso con buenas perspectivas para las presidenciales. La caída del Gobierno de Dilma sería de un impacto difícil de medir para América Latina: una nueva edad oscura de democracias devaluadas asoma en el horizonte latinoamericano.