Por Sebastián Novomisky y Gladys Manccini
En línea con las diferentes notas que el diario La Nación viene publicando sobre el sistema universitario argentino, nos encontramos esta semana con un nuevo capítulo en el cual, en lugar de ir en contra de la Universidad pública como en reiteradas ocasiones –sólo basta recordar el memorable titular “Educación: ¿vale la pena ir a la universidad?» de Luciana Vázquez–, en este caso el eje tomado para continuar con la línea editorial es el de los “Desafíos para la universidad privada” de Marcos Gallacher, docente y secretario académico de la Universidad del Cema, un comentarista poco habitual del diario y menos aun en temas de educación.
El texto publicado el lunes 6 de junio de 2016 comienza referenciando una serie de datos objetivos que consideramos necesario retomar, como el que refiere al número total de alumnos que cursan estudios universitarios en la Argentina, que ronda los 1,8 millones, de los cuales 393.000 (o sea, algo más del 20%) están inscriptos en instituciones privadas. En la última década, la matrícula de las instituciones públicas creció menos del 1% por año, comparado con el 6% de las privadas. De allí que el autor proponga que, si esta evolución se mantiene, es de esperar el creciente protagonismo de las instituciones privadas en la oferta de educación superior.
Pero continuando la nota para analizar este supuesto protagonismo, el argumento rápidamente se sitúa en términos de comparación de los costos para el Estado por cada graduado de una universidad pública en relación con las más costosas privadas. Y allí comienza el problema.
Se plantea como un dato central el costo por graduado, que se saca dividiendo el monto total asignado a las universidades públicas por el número de egresados de ese mismo año. Dato que se retoma de una serie de análisis realizados por el Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA), de la Universidad de Belgrano, que realizan el detalle con esta metodología por cada una de las universidades públicas del país y del sistema universitario público en general.
Paralelamente, y de la misma forma, para obtener cuánto se gasta en un alumno por año se realiza idéntica operación, en este caso dividiendo el total destinado a las universidades por la matricula total de alumnos.
En ambos casos, esta metodología de análisis del costo por alumno y del costo por graduado omite otras actividades que son cubiertas con el mismo presupuesto. Y, por ello, hay en principio al menos dos elementos de peso que es necesario mencionar para abrir la mirada sobre la tarea de las Universidades públicas, como son el impacto de cada una de estas instituciones en su comunidad a través de la extensión/transferencia y la producción de conocimientos nuevos en ciencia y tecnología, fundamental para el desarrollo soberano de una nación.
Es decir que no podemos pensar que el total del dinero que el Estado invierte en las universidades se destina a la formación de alumnos y a la promoción de los graduados, elemento constitutivo del sistema universitario pero no por eso plausible de ser reducido sólo a eso.
Asimismo, es necesario destacar que no se puede medir la eficiencia en la formación sólo por la tasa de graduación, ya que hay carreras, por ejemplo vinculadas al campo de la informática o algunas ramas de la ingeniería, en donde los alumnos durante los últimos años no llegan a graduarse ya que se insertan previamente en el mercado laboral, aportando así profesionales claves para el desarrollo de áreas prioritarias para nuestro territorio. Entonces, ese alumno que no se ha graduado ¿es un fracaso para nuestras universidades?
Quienes transitamos las instituciones de formación superior sabemos que el título es un punto de culminación, una acreditación fundamental, pero en términos educativos la Universidad es un espacio de socialización y de certificación de saberes mucho más allá de una reducción simplista: “formación de mano de obra para el mercado de trabajo”.
Es interesante pensar también cómo consideramos a quienes por diferentes motivos no llegan a graduarse. ¿Esos alumnos son un desperdicio? ¿Podemos pensar en un estudiante universitario desde la racionalidad del mercado, como una mala inversión que no dio sus frutos? Frente a ello, antes de apresurarse a estas categorizaciones reduccionistas, la educación superior tiene la responsabilidad de impulsar titulaciones intermedias que certifiquen trayectos formativos, una deuda pendiente pero que daría cuenta de un recorrido que sin dudas dejó una marca en quienes de formas múltiples han realizado este tipo de trayectorias.
Por otra parte, y continuando con la cuestión del financiamiento, hay montos específicos destinados a programas de ciencia, tecnología y de extensión que no se les puede imputar a los estudiantes como costo. Por ejemplo, el Hospital de Clínicas –hospital escuela de la UBA–, o el Hospital Odontológico de la UNLP, el Hospital Nacional de Clínicas de la Universidad de Córdoba, el Hospital Universitario de Maternidad y Neonatología también de esa casa de estudios, brindan atención gratuita a cientos de personas que de otro modo quizás no tendrían acceso a la salud. Por ello es necesario ampliar la mirada a la hora de evaluar para qué el Estado invierte en la educación universitaria y cómo son utilizados estos fondos.
Para calcular estos costos se requiere información que asocie claramente los desembolsos que la Universidad realiza en términos de gastos corrientes (salarios, gastos de funcionamiento, transferencias en forma de becas, etcétera) y gastos de capital (depreciación, edificios, equipos) por cada actividad por separado (enseñanza, investigación, extensión).
Paralelamente, en el mismo presupuesto se encuentran imputados los cargos docentes y los costos generales de los colegios preuniversitarios, que no sólo se caracterizan por su excelencia académica, sino también por ser en muchos casos propuestas pedagógicas complementarias a las existentes en otras instituciones públicas, como el Bachillerato de Bellas Artes de la UNLP, la Escuela de Agricultura y Ganadería de Inchausti, la Escuela Graduada Joaquín V. González, el Liceo Víctor Mercante y el Colegio Nacional Rafael Hernández. En la UBA, los tres primeros colegios fueron creados a fin del siglo XIX: el Colegio Nacional de Buenos Aires (1863) y, más de veinticinco años después, la Escuela de Comercio Carlos Pellegrini (1890) y el Instituto Libre de Segunda Enseñanza (1892). Muchos años más tarde, a comienzos del siglo XXI, fueron creadas la escuela de educación técnico-profesional de nivel medio en producción agropecuaria y agroalimentaria (2008), y, muy recientemente, en 2015, una escuela técnica, enmarcada en el Programa de Escuelas Secundarias de Universidades Nacionales del Ministerio de Educación de la Nación, cuyo eje es la “inclusión con calidad”. Este programa es otra muestra de lo que estamos proponiendo, ya que potenciaba nuevas alternativas para llegar a cumplir con la obligatoriedad del nivel secundario establecida en 2006. La iniciativa impulsada por el Ministerio de Educación convocó a las Universidades nacionales a sumarse a la creación de nuevos establecimientos secundarios que respeten las características socioculturales y económicas de cada localidad, y logró articularse en las Universidades de San Martin, Avellaneda y Quilmes, ente otras.
En la nota del diario La Nación que mencionamos al inicio también se propone que quien paga una universidad privada para su hijo paga dos veces, ya que con sus impuestos financia la universidad pública.
Otra falacia. Una nueva trampa que sólo promueve análisis erróneos. Sobre esa misma base deberíamos objetar un doble pago para quien abona un jardín, escuela primaria o secundaria, quien accede a un servicio de salud pago o cualquier servicio que paralelamente esté garantizado como derecho desde el Estado. Es decir, lo que se pone en discusión no es el doble abono, sino la relevancia en una nación de sostener Universidades públicas y gratuitas que por supuesto no pueden ser mantenidas de otra forma que no sea con recursos públicos.
Otro de los temas enunciados en la nota tiene que ver con la necesidad de repensar sistemas de financiamiento de las universidades privadas, donde no sea sólo la matricula del alumno la que genere ingresos. Obviamente, ahí lo que se plantea implícitamente es el apoyo del Estado al sector privado en la educación superior. Antecedentes existen, claramente, ya que en el resto de los niveles el Estado subsidia instituciones educativas religiosas o de otras características, por complementar con una oferta diferente a la que propone el Estado. Ahora, ¿en qué sentido las universidades privadas complementan? Es sabido que el prestigio, el plantel, las carreras, las disciplinas y otras particularidades en un sistema como el de la Argentina están suficientemente abordados desde el lugar de las universidades públicas, por lo tanto, la complementariedad en este caso no sería motivo para una erogación de fondos públicos en un sistema de gestión privada.
Dejando de lado la necesidad de rebatir al menos algunos de los puntos nefastos mencionados por el diario La Nación, para finalizar ensayemos dar vuelta el argumento y, más allá de lo dicho hasta aquí en relación con la falacia que existe en las estadísticas presentadas, supongamos por un momento que decidimos trabajar sobre la hipótesis como verdadera. Es decir, que un graduado universitario cuesta en la Universidad pública tanto como en las privadas más onerosas.
Ensayemos al respecto algunos argumentos. Luego de una inversión de cuatro mil millones de pesos entre los años 2003 y 2015, que concreta la creación de quince nuevas Universidades, aunque el grueso del presupuesto fue a mejorar substancialmente las instituciones ya preexistentes, el 97% del presupuesto fue a instituciones ya consolidadas (37 mil millones), mientras que mil millones fueron para las de reciente creación.
Eso da algunos resultados muy concretos, como por ejemplo, en la UNLP, la duplicación de los metros cuadrados disponibles en tan solo diez años; es decir que estructuralmente se construyó lo mismo en entre 1905 y 2003, en casi cien años, que en tan sólo doce. Un dato más que elocuente.
Esto sumado a una infraestructura en muchos casos nueva o restaurada, con una calidad académica de una planta docente jerarquizada con los profesionales, académicos e intelectuales más prestigiosos del país, un reconocimiento indudable de su trayectoria en investigación y del aporte que realizan a la vida de nuestra nación. Por qué entonces no podemos simplemente argumentar que tampoco sería ilógico discutir si es más costoso o no un graduado en un sistema que en otro, si, ateniéndonos a las leyes del mercado en todo caso, el servicio que se brinda es de mejor calidad y por lo tanto en esta misma clave el precio (para ir a esos términos duros) puede ser comparado. Y más aun si se piensa que la Universidad pública en muchos casos es la única a la que acceden los sectores populares desfavorecidos. Entonces, quizás esta nota simplemente debería haber sido esta serie de párrafos.
Hay una falacia general en las estadísticas de costos presentadas, pero, más allá de eso, cómo no poder hinchar el pecho desde la Universidad pública y decir en todo caso que la discusión no es correcta, ya que en términos de costos y beneficio históricamente, y más con el reposicionamiento logrado en la última década, es la que forma los mejores profesionales, científicos, académicos e intelectuales, sin desmerecer el sistema privado, que claramente avanza y se posiciona. Pero, claro que sí, para quienes hacemos la Universidad todos los días, no nos debe temblar el pulso en afirmar que, si el Estado invierte tanto como las mejores universidades privadas deben erogar para formar sus graduados, lejos de estar en un problema, afirmamos un camino correcto.
Lamentablemente, los acontecimientos de este año ponen en duda este sentido, y es por eso que hoy más que nunca desarmar estas falacias se hace necesario, porque, como ya en los años noventa sucedió, el primer paso para destruir los diferentes ámbitos del Estado es denostarlo, para luego, convencidos de su mediocridad, desarticularlos o privatizarlos. Las Universidades públicas nacionales deben ser debatidas y seguramente mucho falta por alcanzar, pero, lejos de retroceder en su defensa, hay que avanzar en levantar con orgullo su historia y su lugar fundamental en la construcción de una nación libre y soberana.