Por Griselda Casabone
“El fin” es un cuentito de Borges, esa sombra terrible de nuestra literatura. Allí, nuestro primer escritor narra la historia de un gaucho –que sabremos es Martín Fierro– que enfrenta al destino y muere.
No es la primera vez –no será la última– que se ocupa de Fierro. Lo interesante en el relato –además del arte indudable– es la decisión de Borges de matar a Fierro en este artificio literario que, no casualmente –hablamos de Borges–, se titula «El fin».
¿Por qué Borges mata a Fierro?, ¿por qué tomarse el trabajo de eliminar al personaje que su maestro –Lugones– instaura como símbolo de la nacionalidad argentina y que, de alguna forma, todos reconocemos como propio? Tal vez porque Borges es Borges y resuelve en todos los campos a su alcance –la ficción, la especulación– sus entuertos ideológicos. Es posible leer en esta historia la opinión del mayor escritor argentino sobre el ser nacional y sus vericuetos. Que un gaucho vago, desclasado, violento, ¡cantor!, sea encumbrado como prototipo de la argentinidad debe haberlo irritado muy mucho y entonces resolvió las cosas como acostumbraba, en su territorio, a su manera: el fin es el fin de la discusión, muerto Fierro se acabó el prototipo, a buscar otro, más presentable, más a la altura de su ambición cosmopolita.
Mucho se habla en estos días del fin del kirchnerismo. A la manera borgiana, periodistas, analistas, políticos, todos antiperonistas, claro, anuncian, entre el deseo y la desesperación, la muerte del movimiento nacional y popular que el 10 de diciembre reunía a –más, menos– el 49 % de los argentinos, no lo olvidemos.
Cada crónica, cada título, cada columna se esmera en decretar la muerte de un espacio político que perciben amenazante (“lo otro”, como se dice hoy), con la misma determinación con que Borges dio por concluido el debate sobre quiénes deberíamos ser los argentinos, a ver si se creen que vamos a encumbrar a forajidos a caballo (“les hicieron creer que tenían derechos”). Se termina porque nosotros lo decimos y listo, en resumen.
Hay una necesidad política e histórica de clausurar el kirchnerismo, esa sombra terrible del liberalismo, como antes lo fue borrar el peronismo “de Perón”. Y ¿cómo les fue?, tanto hermano muerto y acá estamos.
No es así, no es así como funciona. El kirchnerismo es un momento profundamente significativo –por duración e impacto– de ese vasto, misterioso movimiento autóctono que es el peronismo, que se escabulle, impermeable a definiciones y extinciones, desafiante en su supervivencia.
Estoy segura de que el kirchnerismo, tal y como lo concebimos sus integrantes, está siendo –en este preciso momento que lo escribo– otra cosa. La transformación ya estaba cuando decidimos que Scioli fuera nuestro candidato. También cuando Randazzo decidió desobedecer a Cristina y obedecer a sus ambiciones –¿fue alguna vez kirchnerista?–, o cuando Bossio –que ya se había ido– decidió que nos votaría en contra. Son estas irregularidades, digamos, las que confirman nuestro ser siendo: marchamos arrasando, y en el medio vamos depurando lo que no logramos asimilar, tomamos lo que nos nutre, nos da vitalidad. Y así.
Como todo espacio vivo y coleante, el kirchnerismo está siendo el mismo y otro, y no porque lo augure la derecha. Lo dijo ya Cristina el 25 de mayo: “Ahora depende de ustedes”. ¿Qué nos dijo con “ahora”? Ahora es otro tiempo, un reinicio, la ruptura en la continuidad, lo instituyente refrescando lo instituido. De hecho, Cristina vuelve y no habla de kirchnerismo: propone un frente cívico. Otro escenario, la identidad dinámica, adaptándose para seguir, deglutir lo impropio, surgir nuevo.
No hay fin en el peronismo. No hay fin. Por mucho que se esmeren los voceros del antipopulismo, el peronismo funciona según lógicas que no comprenden, jamás comprendieron. El peronismo –que hasta el 10 de diciembre se llamó kirchnerismo, hoy estamos viendo– se mueve y se reacomoda. Purga excesos y traidores. Encuentra nuevas formas y banderas. Es inasible, inefable. Inédito. Insólito. Incógnito. Inclaudicable. Infinito.
En el proceso, seguramente cambiaremos de nombre y de compañeros. El nombre no nos define: es la sustancia móvil de la que estamos hechos, esa vocación de apertura e inclusión, la garantía de nuestra vigorosa vigencia. Los compañeros ya verán dónde ponen sus convicciones y ahí nos mediremos, y con suerte iremos juntos. O no. No hay que lamentarse; es precisamente la condición de su ser esta capacidad de regeneración: desahuciado, se levanta; solo, se multiplica; fragmentado, se reúne; desolado, se abraza. Acorralado, se transforma.
Mientras el liberalismo local, tan previsible él, tan insustancial, logra apenas definirse para juntar pálidos votos cuando milita contra el peronismo –miserable destino del ser: anti– y esparce su discurso de muerte anunciada, el peronismo se alimenta y crece y en este mismo momento está incubando lo que será.
Uno no elige nacer, eso se sabe, pero puede decidir quién va a ser, con quiénes, con qué nombres y hasta cuándo. Ni Borges, que fue Borges, pudo ponerle fin a la forma de ser de un pueblo, con todo y su Aleph. Acá seguimos, pues, renaciéndoles.