Por Natalia Esponda*
El diario La Nación, atrás de su estilo barroco y sus pretensiones eruditas, trata de esconder acusaciones vagas que no se sostienen ante una mirada crítica, pero que pueden amedrentar e incluso engañar a personas desprevenidas. Nos queda la malsana tarea de ir por detrás, desenredando frases retorcidas y falacias ornamentadas. Sin embargo, agradecemos al diario la honestidad de autodenominarse como “tribuna de doctrina”, de modo que nos ahorran el trabajo de demostrar intencionalidades manifiestas. Qué duda cabe sobre los intereses de los herederos del relator de la historia oficial y sus aliados históricos, dueños de la tierra, herederos de quienes se beneficiaron con el genocidio de los pueblos originarios.
Los editoriales han tenido y tienen como objetivo marcar la cancha al Gobierno de turno. En el caso del Gobierno anterior, no es necesario recordar que –dada la desobediencia hacia los medios y otros poderes fácticos– los editoriales se centraron en horadar la gobernabilidad y la credibilidad. Desde las elecciones a esta parte, la tarea ha sido bastante más sencilla y comenzó el mismo 23 de noviembre de 2015, luego del balotaje. “No más venganza” se llamó la primera nota editorial en la que el diario pretendió comparar a nuestros padres y madres con los terroristas que cometieron un atentado pocos días antes en París. En un acto de descomunal ignorancia o de desprecio por la inteligencia de sus lectores, se usan conceptos tan disímiles e incompatibles como «fascismo», «izquierda» y «anarquía» con el supuesto objetivo de descalificar a la militancia de los setenta. Por si quedan dudas, repudiamos el fascismo. Esos son los que cometen genocidios. Con coincidencias y diferencias, reivindicamos las luchas de izquierda y anarquistas –ideales incompatibles entre sí–, hombres y mujeres honestos y del pueblo que a principios del siglo pasado nos dignificaron. Las luchas de nuestros padres y madres –algunos de izquierda y otros del peronismo– se inscriben en una misma línea histórica y una misma tradición reivindicativa, pero en otros tiempos y contextos. No diremos que el concepto de fascismo está tan descontextualizado, porque estamos de acuerdo en que persiste hasta nuestros días y se ha expandido hacia este continente.
Proyección, por otra parte, es un término que se usa en psicología para designar aquellos que no podemos tolerar en nosotros mismos y entonces proyectamos en otro para luego cuestionarlo. Dice La Nación: “la sociedad (presa del terror, interrumpimos nosotras y nosotros) dejó aislados a estos ‘jóvenes idealistas’, mientras el terrorismo de Estado los aplastaba con su poder de fuego”. A confesión de parte… Pero la intención de la frase es sostener que la sociedad avaló el terrorismo de Estado porque estaba harta del “terror” que había instalado la militancia. Dando un volantazo gramatical, el párrafo siguiente afirma que el reconocimiento histórico de la militancia setentista “se fundó en la necesidad práctica de los Kirchner de contar en 2003 con alguna bandera de contenido emocional”. Resulta difícil entender entonces a toda la masa de gente de edad media que apoyó al kirchnerismo –que reivindicaba a esos seres aterradores–. ¿En qué momento en la psique de esas gentes aquellos emisarios del mal se constituyeron en una “bandera de contenido emocional”?
Esos “trágicos hechos”, dice La Nación, fueron perpetrados “sin más ley que la de la eficacia de operaciones militares que tenían por objetivo aniquilar al enemigo y sin una moral diferente que la de los rebeldes a quienes combatían”. De trágicos, nada. Una tragedia es algo que ocurre de manera más o menos azarosa e inevitable. Esto no fue una tragedia, fue un genocidio. Respecto de la segunda frase, empecemos por hacer un paréntesis y subrayar dos quejas de La Nación, se quejan de las preventivas, se quejan de jueces designados ad hoc en una causa: o nos perdimos algo, o no escuchamos a este periodismo rasgarse las vestiduras por la situación de Milagro Sala, ilegalmente detenida desde hace más de doscientos días por razones políticas y con una situación procesal absolutamente irregular y para quien se creó un fuero especial, ya que una única fiscalía lleva todas las causas que la involucran, actuales y futuras. Algo sin precedentes y absolutamente indigno de una Justicia que pretenda presentarse como imparcial e independiente. Al contrario, no hemos visto más que denostaciones hacia esa mujer coya y militante social que a nadie torturó, ni secuestró, ni asesinó.
“Vergonzoso padecimiento de los condenados”, vergüenza es que hayan existido, señoras y señores. Vergüenza es que hayan caminado impunemente por nuestras calles, por nuestras plazas donde juegan nuestras niñas y niños. Padecimiento fue el de quienes ellos torturaron. Esos “pobres viejos” entraron a casas, secuestraron gente, violaron y torturaron, torturaron criaturas para torturar a sus padres, robaron bebés, asesinaron y desaparecieron a miles de hombres, mujeres, adolescentes y niños, robaron bienes. No eran pibes chorros. No eran locos sueltos. Eran sádicos y perversos, pero no lo hacían por eso. Lo hicieron sistemáticamente, de una manera fría y calculada, estudiada. Siguiendo la doctrina aprendida en la Escuela de las Américas y bajo la tutela de Estados Unidos, con el fin de implementar, acá y en toda América Latina, un estado de terror que les permitiera eliminar cualquier posible resistencia a su proyecto económico. Por eso no es posible compararlos con delincuentes comunes. Ellos estuvieron en el poder para servir a un objetivo mayor que su perversión, estuvieron ahí, e hicieron lo que hicieron, para disciplinar a toda la sociedad.
Hace un año, cuando hablábamos con personas que no vivieron la dictadura, con jóvenes que no tienen memoria de los noventa, nos costaba un poco transmitir cómo se sentía el avasallamiento, qué era la resistencia, cómo era la violencia concreta y simbólica. Hoy, con la realidad actual, dejamos de necesitar explicarlo.
Esta fue la primera de una larga serie de editoriales destinados a marcarle el rumbo al actual Gobierno, por eso nos hemos detenido con tanto detalle. No podemos ni queremos contestar cada pavada que digan, sería un triste rol jugar ese juego. Hace unos días, Jonathan Heguier escribió en El Destape una nota llamada “Los cinco pedidos desde editoriales de La Nación que cumplió el gobierno”. La lista incluye represores con domiciliaria, más poder a los militares, militares a los actos patrios, recibir a victimarios, reinstalar la teoría de los dos demonios.
Algunos de los editoriales que han merecido nuestra mayor atención incluyen “otro intento por reinventar la historia” donde el diario celebra que en nombre de la pluralidad se haya clausurado el Instituto Dorrego de revisionismo histórico. Intuimos que nos gustaría debatir algo de lo que se intenta plantear si la nota no estuviera tan mal escrita y no se hiciera de a ratos ininteligible. La idea general, sin embargo, es clara. Los herederos del relator de la historia oficial, con pocos datos y argumentos pobres, intentan desprestigiar a historiadores que trabajaron allí en nombre de no se sabe bien qué especulaciones, ya que el propio diario reconoce que trabajaban ad honorem. Aprovechan para cuestionar estadísticas oficiales (que ahora no tenemos merced a la emergencia decretada hasta fin de año) y aseguran que los propósitos del instituto “chocan con cualquier idea plural y democrática de la historia”. Lamentamos que no hayan tenido el mismo fervor pluralista cuando circulaban libros de historia mitristas, como el Drago, que, usado y revendido año tras año, y recomendado por docentes, llegaba en los noventa a nuestras manos adolescentes con su lapidaria oración final, que decía –palabras más, palabras menos– “Actualmente, el Proceso de Reorganización Nacional se está esforzando en llevar a buen puerto los destinos de nuestra patria”.
*Integrante de H.I.J.O.S. La Plata