Por Carlos Ciappina
El 22 de agosto de 1972, diecinueve jóvenes militantes y combatientes detenidos en la Base Aeronaval Almirante Zar de Trelew fueron fusilados con ráfagas de ametralladora y rematados con armas cortas en sus celdas: Alejandro Ulla (PRT-ERP), Alfredo Kohon (FAR), Ana María Villarreal de Santucho (PRT-ERP), Carlos Alberto del Rey (PRT-ERP), Carlos Astudillo (FAR), Clarisa Lea Place (PRT-ERP), Eduardo Capello (PRT-ERP), Humberto Suárez (PRT-ERP), Humberto Toschi (PRT-ERP), José Ricardo Mena (PRT-ERP), María Angélica Sabelli (FAR), Mariano Pujadas (Montoneros), Mario Emilio Delfino (PRT-ERP), Miguel Ángel Polti (PRT-ERP), Rubén Pedro Bonnet (PRT-ERP) y Susana Lesgart (Montoneros) murieron asesinados. Tres de los detenidos fueron dados por muertos pero sobrevivieron: Alberto Miguel Camps (FAR, muerto en 1977), María Antonia Berger (FAR, desaparecida en 1979) y Ricardo René Haidar (Montoneros, desaparecido en 1982).
Conviene recordar quiénes fueron las víctimas y quienes los victimarios; conviene señalar el contexto de la Argentina ese 22 de agosto; y conviene enfatizar que lo sucedido esa noche debe inscribirse en la larga cadena de violaciones a los derechos humanos que las dictaduras cívico-militares de nuestro país desarrollaron desde 1955 en adelante.
Ese 22 de agosto de 1972 hacía diecisiete años que Argentina no tenía un solo Gobierno democrático; y la única experiencia de democracia con voto popular total (varones y mujeres) de toda la historia nacional se había producido en 1952, durante el primer peronismo.
A partir del golpe de Estado de setiembre de 1955, las élites tradicionales de Argentina, junto a las Fuerzas Armadas, se propusieron bloquear, deshacer y terminar con la movilización de masas que el peronismo había inaugurado en 1945. Para alcanzar este objetivo, había que impedir que el movimiento de masas mayoritario alcanzara el Gobierno, dejara de ser parte del sistema político y que las organizaciones sindicales se “reconvirtieran” o desaparecieran. Esta perspectiva incluía también un fuerte anticomunismo basado en la doctrina de la Seguridad Nacional, que los Estados Unidos les enseñaban a los oficiales de las Fuerzas Armadas en la tristemente célebre Escuela de las Américas.
Para alcanzar esos objetivos no hubo más remedio que desplegar grados crecientes de represión, junto a coyunturales llamados a elecciones en donde quedaba prohibida la participación de Perón (líder popular en el exilio) y el peronismo.
Esta secuencia de dictaduras cívico-militares (Rojas y Aramburu, 1955-1958; Onganía y Levingston, 1966-1971) y Gobiernos civiles semidemocráticos (Frondizi, 1958-1962; Arturo Illia, 1963-1966) pervirtió profundamente el sistema político y erosionó las expectativas sobre la democracia. Para principios de los años setenta, los niños nacidos durante el peronismo habían convivido con un sistema político que oscilaba entre la dictadura lisa y llana y lo que el establishment llamaba “democracia”: Gobiernos civiles viciados de legitimidad por ausencia obligada del principal partido popular.
Los bombardeos de Plaza de Mayo de 1955; los fusilamientos de José León Suarez de 1956; el Plan CONINTES (de represión de la conmoción interna); la represión de la Noche de los Bastones Largos; el encarcelamiento de los líderes sindicales y de los trabajadores movilizados; y aun los golpes de Estado contra Gobiernos que ya estaban tutelados por las Fuerzas Armadas, generaron un proceso creciente de resistencias en el campo popular, en donde viejos y nuevos peronistas se encontraban con jóvenes universitarios y trabajadores de izquierdas en la lucha contra ese orden represivo, fraudulento y retrógrado.
De la resistencia, las organizaciones políticas pasaron, a fines de los sesenta, a la ofensiva; la mayoría buscando el retorno de Perón, otras proponiendo un cambio profundo de estructuras; todas queriendo terminar con una nueva dictadura que se sostenía por la fuerza contra la voluntad popular.
Las y los jóvenes detenidos en el Penal de Rawson (luego trasladados a la Base Almirante Zar) eran militantes y combatientes de Montoneros, la Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP). ¿Nos puede extrañar que estos jóvenes se decidieran a combatir la dictadura cívico-militar de Lanusse?
Más grave aun para los ojos dictatoriales, los jóvenes detenidos en el penal de Rawson provenían de fuerzas y organizaciones combativas de origen diverso, pero lograron dejar las diferencias a un lado para fugarse masivamente del penal y trasladarse al Chile del presidente Salvador Allende. Si esa actitud se extendía al campo de la lucha popular contra la dictadura, el resultado para la misma podía ser catastrófico, como lo había demostrado el Cordobazo en esa unión de fuerzas populares universitarias y obreras.
La dictadura de Lanusse interpretó el costo político de esta fuga y trasladó a los detenidos que no habían podido fugarse a la Base de Trelew, previo mostrarle a la prensa que estaban bajo custodia. Las caras y las actitudes de esos jóvenes frente a las cámaras mostraban una decisión de desafío y de seguridad que hasta hoy conmueve.
Sin embargo, la dictadura tenía un plan siniestro: escarmentar en esos jóvenes a todas las organizaciones que militaban y resistían: la noche del 22 de agosto, los oficiales Roberto Bravo, Emilio Del Real, Luis Sosa y Carlos Marandino ametrallaron a los jóvenes detenidos. La brutalidad del crimen fue evidente desde el principio, habida cuenta de que los/as jóvenes habían sido entrevistados y filmados públicamente por los medios al momento de su detención. Los responsables de la masacre fueron también las más altas autoridades militares y civiles: comenzando por el dictador Alejandro Lanusse, el jefe de la Armada Carlos Nadal Coda, el brigadier general de la Fuerza Aérea Carlos Rey; el jefe del Estado Mayor Conjunto Hermes Quijada; y los civiles Arturo Mor Roig, ministro del Interior de la dictadura y el juez de la Cámara Especial Nacional creada por la dictadura, Jorge Quiroga.
La masacre conmovió al país y al extranjero. En vista de la misma, el Gobierno socialista de Salvador Allende se rehusó a cualquier retorno de los fugados a la Argentina. Signo de los tiempos, lejos de amedrentar la movilización social y política y de reducir a la militancia combativa, la Masacre de Trelew (como empezó a ser denominada) fue una bandera de lucha y convocatoria permanentemente levantada por las organizaciones políticas armadas que luchaban contra la dictadura militar.
El rol de los medios de la época también contribuyó a la masacre y su ocultamiento: el 23 de agosto, La Opinión titulaba en tapa “Quince extremistas muertos y otros cuatro heridos durante intento de evasión de la Base aeronaval de Trelew”; Clarín tituló en tapa el mismo día “Son 15 los guerrilleros muertos en la Base Aeronaval de Trelew: El anuncio oficial agrega que hay cuatro heridos y que se trató de un intento de fuga”; Crónica publicó en tapa “Murieron 14 extremistas en un motín”; y La Nación tituló en tapa “Abatióse a quince extremistas”, “Cayeron en un tiroteo con fuerzas navales al huir de la Base en donde estaban detenidos tras la fuga de Rawson, otros cuatro, heridos”. Se aceitaban las connivencias entre medios y dictadura, que a partir de 1976 serían un sistema.
También, como signo de aquellos tiempos, los asesinos responsables de la Masacre y los responsables políticos de la misma no sufrieron ninguna sanción y menos aun prisión. Después de todo, habían quedado impunes todos los asesinatos de cometidos por las Fuerzas Armadas en ese siglo XX: los asesinatos en los Talleres Vasena (1919) y la Patagonia Trágica (1923), los bombardeos de Plaza de Mayo en 1955 y los fusilamientos clandestinos del levantamiento de Gral. Valle en 1956.
Habrá que esperar cuarenta años para que, en un contexto nacional signado por una política de derechos humanos que buscó y logró acelerar las causas por crímenes de Lesa Humanidad, los responsables materiales de los asesinatos (los responsables políticos murieron sin ser siquiera juzgados) fueran enjuiciados y condenados: el ex capitán de navío, Luis Sosa, murió en prisión este año luego de una condena a perpetua; Emilio del Real también murió en prisión al igual que el ex cabo Carlos Marandino. Los otros involucrados (el ex juez Jorge Enrique Bautista y el capitán de navío Rubén Paccagnini) están todavía en proceso judicial y tienen prohibido salir del país. Otro de los responsables –Roberto Bravo– también fue condenado, pero fugado a los Estados Unidos, y este país ha negado reiteradamente la extradición. Trelew fue a la vez la muestra de la determinación popular de resistir a una dictadura y al mismo tiempo la decisión de esta de utilizar todos los métodos ilegales para detener la movilización social y política.
La masacre de Trelew preanuncia el plan sistemático de desaparición de personas que las Fuerzas Armadas, en conjunto con los civiles prodictadura y los grandes medios de comunicación, instalarán a partir de 1976.