Por Guillermo Clarke*
El Colegio Nacional “Rafael Hernández”, de la Universidad Nacional de La Plata, ha vuelto a ser noticia en los últimos días. Esta vez no se trata de despidos, sino que logra ocupar los titulares con una noticia aparentemente impactante: “el Colegio Nacional será declarado Monumento Histórico Nacional”.
El proyecto de ley para convertir el Colegio Nacional en monumento es promovido por el diputado del PRO y presidente de la comisión de legislación, Daniel Lipovetsky, cuya vinculación con la institución educativa es la de “agradecido ex alumno”, categoría que Miguel Cané perpetuó con su Juvenilia y en torno a la cual muchos han construido su propia identidad e ideario de pertenencia elitista.
La “monumentalidad histórica nacional” no es en sí misma buena ni mala, sus posibilidades y limitaciones son relativas; por caso, el predio del Tiro Federal Argentino, declarado Monumento Histórico Nacional en 2005, está hoy mismo en un proceso de privatización y negocio inmobiliario impulsado desde el Gobierno de Horacio Rodríguez Larreta, correligionario de Lipovetsky, sin que la declaratoria de Monumento Histórico Nacional pueda detener la voracidad del mercado inmobiliario porteño.
Sin dudas resulta económico –y a la vez políticamente redituable– alcanzar las primeras planas de los medios locales sin poner un solo ladrillo. Recordemos que durante el período 2003-2015, luego de veintidós años de abandono, el Liceo Víctor Mercante retornó a su histórico edificio de diagonal 77, pero además logró la propiedad de ese predio que pertenecía a la provincia de Buenos Aires; el Bachillerato de Bellas Artes, que jamás había contado con un local propio, estrenó en 2013 su edificio “Noche de los Lápices”, y el Colegio Nacional –que literalmente se caía a pedazos– fue reconstruido, restaurado y enriquecido con tres edificios anexos: el comedor, la biblioteca y un área administrativa, sin que mediara declaratoria alguna.
La lista de obras de infraestructura que la Universidad de La Plata recibió durante la etapa definida recientemente como “narcoprogresista” en el programa radial de una universidad privada que conduce cada lunes Lipovetzky fue inédita; entre otras obras, cuenta con los edificios individuales para las Facultades de Periodismo, Informática, Psicología, Humanidades, comedores, bibliotecas, laboratorios y remodelación de otras Facultades, para albergar el crecimiento exponencial de la matrícula y la creación de nuevas carreras.
Realizaciones que no contaron con la cobertura mediática que, por cierto, tuvo la iniciativa del diputado macrista. Este proyecto que no requiere presupuesto ni trabajo podría al menos generar al interior del Colegio un debate interesante respecto de su propia autorrepresentación, porque el patrimonio jamás es solamente material y mucho menos en una institución educativa habitada por más de dos mil personas que recrean diariamente su sentido con cada una de sus historias, tramas y conflictos.
Abrir debates y no sepultarlos debajo de la pesada lápida monumental, para que aspectos ligados a su propia razón de ser –como la vanguardia pedagógica, la inclusión y la transferencia– se impongan por sobre el imaginario de excelencia elitista, es una tarea de necesidad permanente. Recordemos que el mismo diario local que festejó emocionado el proyecto de Lipovetzky reclamó esa misma semana en un polémico editorial titulado “La Universidad de los Silencios” rediscutir el sistema de ingreso a los colegios de la Universidad.
En este contexto, para ser Monumento Histórico Nacional y no convertirse sólo en un museo nostálgico ni en una exquisitez arquitectónica, el Colegio Nacional debe profundizar su compromiso con la realidad social del presente.
Debe fortalecer estrategias para ser un colegio posible para todas y todos y particularmente para aquellos jóvenes que más necesitan del acceso a los bienes culturales, la contención comunitaria, la calidad educativa, los saberes que otros adquieren desde niños en clases particulares. Debe ser conocido por todos los jóvenes de la región y sostener el derecho al ingreso, pero sobre todo a la permanencia, ya que por presupuesto, infraestructura, capacitación de sus docentes y, por qué no, también por su monumentalidad histórica tiene la obligación de albergarlos.
Un Monumento Histórico Nacional que no impida el permanente cambio y donde el conocimiento esté acompañado por profundas convicciones solidarias, donde los meritos sean colectivos y los saberes provenientes de millares de hogares diferentes sean valorados y compartidos, donde todas y todos los que ingresen puedan aprender que las ciencias no son neutrales, que formarse tiene sentido cuando se piensa desde un proyecto colectivo, y que en el aula de sexto año se encuentren tantos chicos morochos sentados como en primero.
Un colegio donde la inclusión de todos los alumnos y todos los docentes sea el horizonte necesario para poder hablar de calidad educativa y de valores.
Pero el proyecto para monumentalizar el Colegio Nacional está promovido por una fuerza política que poco tiene que ver con la inclusión y la educación pública como herramienta de transformación social; que votó en contra de la Ley de Implementación Efectiva de la Responsabilidad del Estado en la Educación Superior y del boleto estudiantil, e impidió participar a los docentes de la vida política del Colegio.
Es por eso que en estos tiempos de restauración conservadora, y como los monumentos nos hablan más del tiempo en que fueron erigidos que de la época que pretenden honrar, es factible pensar que la declaratoria de Monumento Histórico Nacional refuerce el imaginario de un colegio pensado para la formación de una élite dirigente, como alguna vez se presumió.
*Docente del Colegio Nacional de La Plata.