Por Lucía García Itzigsohn*
El 20 de abril de 1995 hacía frío. No recuerdo detalles de ese día hasta que llegó la tarde. Y ahí sí, con una nitidez imborrable, veo el escenario montado sobre la vereda de la Facultad de Humanidades, entonces en avenida 7 y calle 48.
La Facultad estaba tomada por los estudiantes. Eran años de resistencia a la Ley de Educación Superior. Pero el homenaje a los desaparecidos era impostergable. Diecinueve años habían pasado del Golpe de Estado y éramos muchas y muchos los que no aguantábamos las ganas de hablar, de saber, de escuchar. Nos asomábamos al misterio de la memoria. A esos relatos, esas luces en las miradas, ese afecto desconocido que nos hablaban de los ausentes.
Todavía no sabíamos ser H.I.J.O.S. Apenas empezábamos a sentirnos hijas e hijos, y a poder revertir años de silencio en ansiosas preguntas. A tejer redes que nos llevaban de una historia a otra, que era la propia y la de los demás. A descubrir que nuestras tragedias de infancia formaban parte de una historia colectiva.
La emoción se respiraba en esos pasillos frente a las fotos de esas caras tan llenas de vida. Abrazos interminables, llantos que afloraban después del horror, reencuentros deseados. Nombres y apellidos, identidades que cobraban existencia, que volvían a estar presentes entre nosotros.
No sabíamos que seríamos compañeros. Que pelearíamos contra la realidad de los crímenes impunes hasta el juicio y castigo. No imaginábamos que inventaríamos los escraches para sacudir la indiferencia. No soñábamos con que los centros clandestinos se transformarían en sitios de memoria y que el 24 de marzo sería feriado nacional para que en las escuelas se hable de la dictadura. Y sin embargo, como en un Big Bang, todo eso estaba en el origen.
Esa tarde caminábamos cada uno con su drama a cuestas, rumiando el trauma sin saber que encontrarnos sería un nuevo nacimiento.
Podría decirse que nacimos con una canción. Y que nuestro partero fue León Gieco. Él estaba a cargo del recital que daría cierre al acto en el escenario de la avenida 7. En un momento dijo: “A las Madres les dijeron que no cuidaban a sus hijos. A las Abuelas les dijeron que no cuidaban a sus nietos. A los hijos ¿qué les van a decir? ¿Que no cuidaban a sus padres? Quiero invitarlos a cantar conmigo una canción”. Nos fuimos acercando y subiendo al escenario, uno y otro, y otra y seguíamos subiendo hasta que no quedo más lugar. León tocó los acordes y nosotros cantamos: “que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre vacío y solo sin haber hecho lo suficiente.”
Antes de despedirse el músico nos citó en una de las aulas: “quiero charlar con ustedes”, dijo. Y allá fuimos los del escenario y éramos muchas y muchos. Nos mirábamos entre distantes y conmovidos, hasta que alguno dijo algo y alguien respondió y entonces armamos el primer asado para el fin de semana siguiente.
El asado fue asamblea. La asamblea fue cada sábado y nada volvió a ser como antes. H.I.J.O.S. fue el camino del yo al nosotros, fue la bandera que queríamos levantar, inauguró una identidad colectiva hecha de historias que eran invisibles. Nuestras vidas se revolucionaron para siempre. Fuimos hermanos y hermanas en la búsqueda. Esos con los que se pelea y se aprende a compartir. Y somos compañeros, esos con los que se construye el futuro.
* Hija de Matilde Itzigsohn y Gustavo García Cappannini. Integrante de H.I.J.O.S. regional La Plata. Docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.
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