Por Carlos Barragán
Todos sabemos qué estábamos haciendo ese 27 de octubre. Todos recordamos dónde y cómo nos enteramos, y qué hicimos después. Y todos tenemos en la memoria la imagen de alguien a quien nunca imaginamos ver llorar, de un papel en la reja, de los noticieros, de esa noche, de un avión, del día siguiente en la Plaza, y el viernes en la cola para entrar a la Casa Rosada. Cristina, sus hijos, los presidentes, los lentes oscuros, el hombre del campo, el hombre que cantó, los pibes, los llantos, los abrazos. La desolación profunda y la extraña alegría de ver cuántos sentían como nosotros, la rara emoción de saber que estábamos presenciando un momento histórico. No por lo que terminaba sino por lo que comenzaba. El dolor y también el reconfortarse entre iguales. Las primeras frases que adelantaban que Néstor era semilla, y que estaba entrando sin preguntar a nadie al cielo de los que construyeron la dignidad de nuestra historia. El estreno del canto rebelde, aquel de Néstor no se murió porque vive en el Pueblo, y después el insulto como exorcismo contra todos los males.
Pasaron seis años desde aquella mañana cuando todos en nuestras casas esperábamos para ser contados, para saber cuántos éramos y quiénes éramos. Esperar en nuestras casas a que pasara alguien a la mitad de la semana en un día aburrido. Finalmente supimos quiénes y cuántos éramos, pero de otra manera. Porque supimos además dónde queríamos estar. Néstor ya no hacía flamear su saco enorme entre nosotros, y ahora lo cantábamos y lo recordábamos. Volvíamos a descubrir quién era ese hombre que había sido capaz de poner a andar un motor histórico que creíamos que ya nunca más íbamos a escuchar acelerando.
De sus detractores es mejor no hablar un día como hoy. Ellos no protagonizaron aquella época, y apenas fueron actores de segunda cumpliendo el papel de villanos módicos. Hoy sabemos que los mediocres también pueden tener un momento de mediocre gloria, cuando su villanía deja de ser mediana y logra convertirse en zarpazo. No hablemos de ellos, pero sí de cierto nestorismo alterado. Un nestorismo que corta la historia con su muerte y que se lamenta de lo que vino después sin él. Olvidan –y olvidar puede ser un accidente o un ejercicio de cinismo– que Néstor fue el fundador y el primer cristinista. Y es difícil creer que hoy le gustaría que lo recordásemos separándolo de su compañera, y de nuestra compañera. De ella él decía siempre que era la mejor de los dos. Y sería ingenuo pensar que hablaba como un marido queriendo piropear a su mujer, porque hemos visto que ese matrimonio usaba la política para cosas realmente importantes. Néstor sostenía que con Cristina venía una etapa superadora a la de su propio Gobierno. Él la defendió hasta el último momento, puso su salud en eso. Por eso parece poco justo pensar en un Néstor que, como los nestoristas melancólicos, no hubiese estado hombro con hombro junto con ella en los tiempos más difíciles, antes de perder las elecciones. Bancando.
Nos devolvió la noción de Patria, de derechos, de luchas sociales, de justicia para el pueblo, de igualdad para todos, de reivindicación de nuestra historia, de la política como herramienta para arreglar la vida de los más débiles. Pero sobre todo, nos regaló la experiencia de saber que lo que parece imposible es solamente difícil. Lo difícil fue su territorio, la utopía fue su hoja de ruta. Y Cristina fue la herencia de quien él estaba orgulloso. La vida de Néstor, en realidad, su memoria, se pone rara a veces. Para mí se parece más al Néstor que odian y odiaron los poderosos. Se parece más al tozudo peleador incorrecto que puso las cosas patas para arriba, que al Néstor que quieren ver algunos compañeros, ese mañoso y pícaro jugador de pocker. Pero, bueno, seguiremos hablando de Néstor durante muchos años. Y no nos pondremos de acuerdo. Así pasa siempre con los tipos de su tamaño. Con los que dejan huellas en las vidas de las personas y de las sociedades. Los tipos que dejan su nombre en las calles, en nuestros corazones también.