Por Germán Saller*
El mercado cambiario es un aspecto clave de nuestra economía. Quizás mucho más importante que para cualquier país desarrollado. En nuestros países, el mercado de divisas y el valor de las mismas repercute notoriamente sobre la economía real. Los economistas estructuralistas latinoamericanos, como Presbich, Furtado, Sunkel y otros, identificaron la insuficiencia de divisas en la economía (léase, Reservas del Banco Central) como el principal obstáculo para el desarrollo de nuestros países. En efecto, en el marco de los procesos sustitutivos de importaciones llevados adelante por las economías latinoamericanas desde los años cuarenta y cincuenta en adelante, con el objeto de lograr una economía autosustentada, el faltante de dólares se constituyó en el principal condicionante estructural para el desarrollo y es lo que se denominó restricción externa (en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social se encuentra en curso una investigación que indaga los argumentos estructuralistas para el caso de la economía argentina. Para mayores detalles, ver: http://www.ciepyc.org/images/stories/Catedras/Economicas/proyecto_2014-2017.pdf).
En Argentina, desde 1976, se instauró un modelo económico de acumulación financiera consistente con un tipo de modelo de desarrollo basado en «papeles» y no en la economía real. El empleo, la industria, el desarrollo del mercado interno no fueron un objetivo de la política económica. El modelo estaba representado por la tradicional e histórica inserción Argentina de fines de siglo XIX, esto es, “crecer hacia afuera” con la típica pasividad neoliberal de «generar las condiciones» o «señales» para que el sector privado sea el motor del crecimiento y se consolidara un perfil de especialización basado en la explotación de materias primas que es incapaz de absorber a la totalidad de la población. El modelo de acumulación financiera, a grandes rasgos, se basa en la apertura indiscriminada, el libre movimientos de capitales y una apreciación del tipo de cambio (dólar barato). Este modelo tuvo su apogeo en dos etapas: entre 1976 y 1983 (la dictadura militar) y entre 1991 y 2001 (régimen de convertibilidad).
Ahora bien, ¿cómo se resolvía la restricción externa en estos períodos? Con un fuerte endeudamiento (ingreso de dólares) en la dictadura y con fuerte endeudamiento y privatización de todos los activos del Estado (mucha más entrada de dólares) en los años noventa. El aumento de pasivos con el exterior y la venta de activos a cambio de papeles con escaso valor como mecanismo de «relajar» la restricción externa fueron la fórmula mágica que dio la sensación de falsa felicidad, sobre todo a una porción de la sociedad que estaba incluida en el modelo. Para el resto, dado que los salarios para este modelo representan un costo, el modelo se traducía en mayor desocupación, precarización laboral, pobreza y desigualdad. Una fiesta para pocos que pagaríamos todos.
Los números que arrojan estas variables en 2001 muestran los resultados lapidarios que arrojó el modelo de desindustrialización.
Luego de la crisis de 2002, la estabilidad de las condiciones macroeconómicas sustentadas entre 2003 y 2010 por la doble brecha positiva (externa y fiscal), el establecimiento de un tipo de cambio diferencial relativamente alto y las políticas sociales implementadas (como paritarias, salario mínimo, moratoria previsional), conformaron los cimientos para un crecimiento económico sostenido y motorizado principalmente por la demanda interna, a medida que mejoraban el empleo y los salarios.
Si bien el cúmulo de políticas logró revertir el proceso de desindustrialización iniciado en 1976, la elección de este camino trajo como consecuencia la emergencia de nuevos desafíos en el frente externo, como reflejo de los problemas estructurales de la economía. En simultáneo con la expansión industrial, comenzó a evidenciarse un crecimiento del déficit comercial de sectores como la industria química y la internacionalizada industria automotriz y el sector energético. La recuperación de los niveles de actividad e ingresos implicaron creciente consumo de bienes con alto componente importado como autos y electrónicos. A su vez, desde 2011 se suma además la necesidad de importar energía, que agrega otra salida de divisas agudizando la problemática externa. Es decir, volvíamos al problema de la restricción externa.
Además, como resultado del propio éxito, el consumo se hace más sofisticado por la aparición de un nuevo tipo de consumidor de clase media que alcanza bienes y servicios que antes no le estaban disponibles, sobre todo bienes importados y gastos turísticos en el exterior.
Todo ello aumenta la presión sobre la disponibilidad de divisas en un contexto donde todo el peso de su generación recae en el superávit comercial. Como agravante, las políticas aplicadas durante 1976-1983 y 1989-2001 generaron un elevado déficit en la balanza comercial, un sobreendeudamiento con el exterior público y privado, y una extranjerización del aparato productivo que tuvieron como correlato el incremento de las necesidades de divisas por los intereses de la deuda externa y la remisión de utilidades y dividendos hacia las casas matrices.
Adicionalmente, en la Argentina existe desde décadas atrás una relación de extrema promiscuidad patológica con el dólar, que requeriría un análisis sociocultural muy profundo para poder desentrañarlo. Según un informe de la Reserva Federal de los Estados Unidos realizado en 2006 en base a un estudio internacional sobre la tenencia de dólares en el mundo, el país con mayor cantidad de dólares por habitante de todo el mundo es… Argentina.
En síntesis, mientras duró el excedente de divisas en los primeros años entre 2003 y 2010, no hubo problemas. Las restricciones que impulsó el gobierno desde 2011 (el mal llamado “cepo”) resultaron imprescindibles como una forma de priorizar el uso de las divisas: si en función del modelo de crecimiento con inclusión o en el destino que el “mercado” decida.
Los economistas principales de algunos candidatos a presidente para octubre de este año hablan de eliminar las restricciones al mercado de cambios. Pero no nos equivoquemos, no se trata de una locura ni una medida de improvisación inconsistente técnicamente: es una decisión deliberada de virar (y birlar) el incipiente modelo encarado desde 2003 que requiere aún mucho tiempo más para su consolidación.
Según las definiciones de los diccionarios, el concepto de cepo tiene dos acepciones. Por un lado, representa una “contención”. Esta definición puede adaptarse en mayor o menor medida a la decisión del gobierno en establecer un mayor control del mercado cambiario en tiempos de restricción externa (aunque estrictamente no existe inmovilización de divisas como sugeriría la definición exacta del término). Esto, por supuesto, no constituye un fin en sí mismo, sino que representa un instrumento sujeto a una decisión sobre el modelo de reindustrialización adoptado, donde se sufren tensiones en medio del proceso que tienden a reflejarse en la restricción externa (falta de divisas), ante la dificultad de diversificar la estructura productiva.
La otra acepción del concepto cepo es el de «una trampa». No vaya a ser que, en nombre de una falsa libertad de acceso a las divisas, se busque un “cepo” para generar nuevamente un viraje en el rumbo económico encarado en 2003 cuyo resultado natural sea el endeudamiento y el “populismo” cambiario.
El cambio de la estructura productiva (hacia una industria que genere divisas) es la única alternativa de salida con inclusión social. Que los números cierren con la mayoría de la población afuera lo hace cualquiera.
* Licenciado en Economía. Coordinador de la revista Entrelíneas de la Política Económica del CIEPYC. Vicepresidente de la UIF.