Por Fernando Alfón
Alejo Carpentier se admiró, alguna vez, de aquellos hombres poco dispuestos a trocar su alma profunda por algún sistema automático que, al abolir el gesto de la lavandera o el cotidiano del leñador, se llevaba también sus canciones, acabando de golpe con un folclore milenario. Liliana Herrero, buscando silbidos de otras épocas y énfasis de oficios perdidos, buscó también voces que oyó en su infancia, voces que soñó o que le contaron. Y dio con los subsuelos musicales, donde recogió restos opacados y formas clásicas.
La voz ahora –sospecha–, antes que una técnica, es un misterio; y en tanto misterio busca dar con las herencias que se sugiere en su entramado. Oír cantar a Liliana es oír del legado y el préstamo, el desarreglo. Ostenta unas hipótesis sobre el arte de interpretar –o, como a veces prefiere decir, del «comentario»– que sólo formula en términos de presentimiento. La tarea del intérprete es crear algo inaudito. De aquí brota la mujer agorera, de escrutadora intempestiva, de niña inquieta ante el despunte de su cambio de voz. Nunca olvida mencionar la pertenencia de las canciones que interpreta, pero las reintenta a tal punto que sus remotos autores no las reconocerían como propias si las encontraran perdidas en la calle. Queda un ligero matiz, como en toda creación que imagina partir de cero.
Procede igual con el tiempo, hacia el cual también van dirigidas todas sus inquisiciones. Lo viejo no es sino una forma perenne con que se viste lo nuevo. De todas las formas humanas que se han esgrimido para enfrentar el tiempo, la sintaxis fue, quizá, la más afortunada. Reza el Eclesiastés (1. 9-11) «Qué es lo que fue? Lo mismo que será». Una forma similar encuentro en «hoy es siempre, todavía», que Liliana recogió de Montevideo con esta ligera variación: «el tiempo está después». La última vez que la escuché, en el galpón de La Grieta –y a causa, quizá, de la frágil salud de Horacio González–, su voz se astillaba y agonizaba, al punto de lo inaudible; pero hizo un concierto tan memorable, que sostuvo hasta el final. No creo ser hiperbólico si digo que se desmaterializó, pues se había convertido en un ser tan sensible y poético, que tocarla hubiera sido como abrazar un ángel. Cada palabra que pronunciaba resonaba como en una esfera cósmica de madera, donde todas las palabras de la lengua vibraban en esa única voz. Estaba acongojada, pero en la congoja había encontrado el cenit de la expresión. Toda ella, y por completo, era expresividad. Antes había dicho que la música no sucedía en un tiempo pasado, ni sucedería jamás, sino en el preciso instante en que sucedía. No era un juego de palabras; quería decirnos que estaba viva, que en ese preciso instante del canto había vida. Antes, después, de otra parte, en otros seres: no lo podía asegurar.
La oí cantar en portugués y en tupí-guaraní; la oí cantar en un español a veces tuteado –si ahonda en el viejo Noroeste argentino–, a veces voseado –si viaja en la jangada que recorre el Paraná, allí donde se entrevista con el Uruguay–. Liliana dejó brotar en su lengua tanto el roble imperial de Castilla, la casta, como el yuyo rastrero de los almacenes pamperos. Forjó una expresión que sabe tanto de Lugones como de Jaime Dávalos; y hospedó tanto el giro coloquial y efímero, como el añejo vocablo que ya menguaba en nuestros abuelos. Adultera y conserva, para azuzar la lengua que es, junto a su voz, el metal que más afila.
Si olvida la autoría de un tema, es que ya se la atribuye a la manufactura del viento, que es como decir: esta obra ya es perduración. Una copla fundida en la memoria vasta de un pueblo –le oí decir– borra, honrosamente, su origen; y del autor, su biografía. Una grabación de 1973, en Rosario, conserva su voz juvenil en la interpretación de «Zamba del lino». La actual atesora la herida filtrada por los avatares de la vida, y algo que cuando ella pronuncia se enciende: la Argentina.