Por Sol Logroño y Paloma Sánchez*
El patriarcado, como estructura social y cultural que produce y reproduce prácticas y experiencias de subordinación con respecto a un orden macho, adulto y heteronormativo, constituye una trama de desigualdades que se entrelazan y potencian. El patriarcado no es el mismo en todos lados ni para todos los sujetos, si bien nos interpela a todos y todas de algún modo. En este sentido, es posible advertir en cada particularidad una conjugación específica de elementos identitarios que refuerzan la construcción de consensos con respecto a vidas vivibles y muertes buscadas.
El femicidio de Micaela García se inscribe en un encadenamiento de asesinatos a mujeres por el hecho de ser mujeres que en nuestro país y en el mundo no para de crecer. Sin embargo, es posible advertir en el abordaje mediático y las interpretaciones públicas que trascendieron en los últimos días, algunos elementos singulares sobre los mecanismos de vigilancia y castigo de una sociedad que condena a las mujeres, a su resistencia y a su militancia.
Micaela, como todas las mujeres tenía deseos, sueños, proyecciones y convicciones. Como otras, luchaba por una sociedad más justa e igualitaria, en la que todas las personas sin importar su identidad política, raza, género, edad o clase social pudieran vivir libres y sin violencias. Micaela estudiaba Educación Física en la Universidad y militaba en el Movimiento Evita. Participaba de actividades de ayuda a niños en un asentamiento de Concepción del Uruguay, su ciudad natal, y dedicaba sus horas a otras tareas sociales y políticas. En las redes sociales circula en estos días de duelo y lucha, una imagen suya con el característico dibujo de Liniers que demanda #NiUnaMenos.
Durante el fin de semana pasado se viralizaron declaraciones de figuras de la gestión pública y los medios de comunicación – con la reproducción incesante de cuentas personales y trolls – que con la intención de legitimar el femicidio de Micaela resaltaron sus prácticas militantes y sus modos de sentir y vivir el mundo. Tal es el caso de una funcionaria del Ministerio de Modernización que afirmó que: “ahí te das cuenta que no valía la pena la vida de una pelotuda kk más. Y que no tenía nada en la cabeza”; “Sentí pena por esa micaela (sic) la desaparecida y posiblemente muerta, hasta que escuché que militaba para el movimiento evita”. Agregó más tarde que: “a todos les llega por juntarse con ese tipo de gente hay que tener mucho cuidado con las amistades que se hacen en este tipo de… agrupaciones? Si se puede llamar así a esa manga de mafiosos y patoteros ignorantes”. Por su parte, el periodista Chiche Gelblung re-victimizó a la víctima cuestionando que “una chica no puede andar sola en la calle a las 5 de la mañana”, “en ninguna parte del mundo una chica puede andar sola por la calle a esa hora”.
Estos discursos reponen la necesidad de reflexionar una y otra vez sobre el femicidio como el último eslabón de una cadena de violencias simbólicas, violencias que no son directamente físicas, aunque tienen consecuencias muy concretas en los cuerpos de las mujeres. A diferencia de la violencia física, difícilmente discutible, la violencia simbólica se ejerce de un modo más complejo y sutil a partir de la imposición cultural de sujetos dominantes hacia sujetos dominados, mediante la naturalización del dominio y las jerarquías, así como de los roles y estereotipos de género.
Los discursos sociales – mediáticos, políticos, jurídicos, entre otros – que apuntan a la víctima como principal responsable de su muerte – por andar tarde en la noche, por viajar solas, por vestirse de tal o cual forma, por militar – constituyen mensajes aleccionadores que llaman a las mujeres a cuidarse y mantenerse en los límites de lo posible según el orden social imperante.
La naturalización de la violencia cotidiana no surge espontáneamente, hay que producirla. Ana María Fernández afirma al respecto que “en esta producción de naturalidad la formación de consenso juega un papel decisivo; de lo contrario, el orden de los subordinados sólo podría mantenerse represivamente”. Esta fragilización de aquello que se estipula en un momento determinado como diferente cumple un rol fundamental en la constitución del orden social. En palabras de la autora: “el transformar al diferente en peligroso, inferior o enfermo, forma parte de uno de los problemas centrales de toda formación social: producir y reproducir incesantemente las condiciones que la hagan posible”.
Lo diferente, cada vez más en el marco de la gestión de la Alianza Cambiemos, es asociado a aquellos sujetos que no se conforman con el estado de cosas sino que las disputan, las resisten y luchan: mujeres, docentes, científicos, trabajadores en general y militantes de movimientos políticos opositores, entre tantos y tantas actoras políticas. La construcción de dichas alteridades como peligrosas e ilegítimas nos recuerda una y otra vez cuál es el límite de nuestra libertad.
De este modo, la violencia de género no es un tema, aislado del conjunto de las relaciones sociales sino que se entrelaza con los sentidos que hegemonizan lo social de modo que aparecen como naturalizados: el profundo odio a la política, el llamado a “no meterse”, el deber de toda mujer de ser sumisa y discreta y la responsabilidad de toda joven y su familia de no andar por la calle a cualquier hora. Esto implica que algunas libertades más bien son privilegios de quienes tienen la legitimidad de decidir soberanamente sobre sus cuerpos. Contra la idea liberal de que todos/as nacemos y vivimos con iguales oportunidades, la desigualdad es la regla en una sociedad que legitima algunas muertes y llora otras.
Verena Stolcke, en este sentido desarrolla su tesis señalando los mecanismos de reproducción y refuerzo de la desigualdad de clases a través de la interacción de la discriminación racial y la jerarquía de género. La preocupación profunda de la autora por las desigualdades sociales en un proyecto civilizatorio libre e igualitario, encuentra en la subordinación de ciertas identidades un interrogante para pensar el funcionamiento de lo social.
Por ser mujer, ser joven y militante intentan que la vida de Micaela valiera menos que la de los/as demás. Por el contrario, estas posiciones de identidad eran para ella, son para su familia y para quienes la lloran y la viven en sus legados, un lugar de empoderamiento para desestructurar de una vez las relaciones de poder que nos oprimen por ser los y las otros y otras de una historia que se sigue escribiendo con la lucha por la emancipación y la igualdad. Como manifestó el papá de la joven militante mediante una carta de despedida:
Hemos blandido el canto como una lanza, como han cantado todos los hombres y mujeres a lo largo de la historia, para llamar al valor y reconocernos en la lucha; somos herederos de milenarias generaciones de luchadores populares, al igual que lo fue Micaela, sin los cuales ninguna transformación social hubiera sido posible, ninguna conquista.
*Becarias del Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios.