Por Carlos Barragán
Los relatos del dolor y de la injusticia fácilmente pueden confundir tanto a la gente sensible como a la insensible. Para ambos pueden parecer quejas, lamentos y llantos. Este relato también podría ser interpretado de esa manera, por eso quiero aclarar que aquí nadie está llorando, que no hay quejas sino reclamos y que no hay llanto sino gritos exigiendo justicia. Gritos para espantar a la muerte.
Ya saben los enemigos del pueblo que este intento por devolver a sus casas a los militares genocidas les ha fracasado. Sabrán entonces que no nos resignamos a que sigan en libertad los civiles que promovieron y sostuvieron a la dictadura. Sabrán que sabemos quiénes son, y sabrán que sabemos que nada dura eternamente. Aunque las cosas malas duran más de lo que a veces creemos y viven en la luz, mientras las buenas acechan a veces en las sombras. Sin que sepamos que están tan cerca como la gente a la que queremos. Esta historia es un poco de todo eso. Y creo que explica por qué seremos muchos miles mañana en la Plaza y por qué este indulto que tiraron a la marchanta no les va a funcionar.
Tres veces se hizo pis encima la noche en que llegaron los asesinos. Quieta en las sombras, quieta en un rincón de su alma chica, quieta en la soledad y el silencio, tan quieta como puede estar una nena aterrorizada hasta los huesos.
La historia es una, es real, y puede ser miles de historias. Es la historia de una mujer y de un país, y mi compañera me dice que la cuente porque los asesinos pueden volver a andar entre nosotros. Yo no sé qué es lo mejor: si guardar el dolor de los que se fueron o reivindicarlo y ponerlo a la vista de todos.
Su abuela se la llevó a un país de nieve, helado y lejano. No más helado y mudo que el país que le quitó aquella vida que tenía con sus papás. Creció olvidando y atesorando a la Argentina como una entrañable maldición o un paraíso amenazante. Me da por imaginar que su tristeza sudamericana la habrá vuelto más nórdica que los melancólicos nórdicos de aquella tierra que fue una patria y una espera.
No estoy seguro si las intimidades de la memoria de un pueblo estarán para ser contadas o calladas. Pero vi envejecer su juventud a un amigo por escuchar en los tribunales las miles de pesadillas de los secuestrados. Muchas veces pensé que era tan injusto con él mismo mientras buscaba justicia para las víctimas. Demasiado dolor debía ser vivificado para demostrar el evidente y monstruoso hecho de que los torturadores y los asesinos estaban ahí, al alcance de la mano de cualquiera, al alcance de la muerte de cualquiera.
En los últimos años, después de tanta vida escandinava, su patria lejana volvió a estar entre sus cosas con un gusto más dulce. La política le ganaba la pulseada a la impunidad, la confianza le ganaba a la derrota, y decidió venir para hacerse contar entre todos nosotros. Estuvo acá en el año 2010 para el censo. Le tocó ir a despedir a Néstor y le tocó llorar como todos nosotros. El país la buscaba y ella lo buscaba como se busca a alguien para amarlo hasta siempre. Para amarlo así como es.
Quizá debería borrar todo esto y dejar que los que vivieron la historia en su cuerpo la cuenten sin esta sensación que tengo. Sin este miedo a entender mal, a exagerar o minimizar. A contar la memoria con olvidos o errores. Sin este miedo a ser injusto cuando lo único que buscamos es justicia. Pero me pregunto quién contará la memoria de los que se fueron. Los que no pudieron escapar de ese pozo helado que dejan los zarpazos de la muerte.
En el año 2013 viajó de nuevo a su país, ya sentía que podía decir que este era su país. Vino con el corazón temblando para declarar en los tribunales, para contar su historia antes de la nieve lejana, para ver las caras de los que habían saqueado su vida cuando era una nena. Fue valiente y se sintió valiente. No sé qué ni cuánto de sí misma recuperó en aquel viaje. Pero algo falló. Algo fallaba desde antes.
Antes, mientras preparaba su memoria y juntaba pruebas para el juicio, me escribió lo que sentía. De esas intimidades sólo voy a revelar una pregunta que todavía no sé cómo se responde: ¿será que finalmente un recuerdo no es algo que se tiene sino algo perdido para siempre?
No es la ley ni la falta de ley. No es cuestión de caducidad, validez, jurisprudencia o lógica tribunalicia. Acá ocurrió un crimen tan violento y perverso que es difícil de imaginar. Un crimen que sigue ocurriendo todos los días. Obligarnos o permitirnos convivir con los autores de ese crimen es condenarnos como sociedad y como seres humanos.
Después de toda una vida lejos de su tierra, llegó al tribunal y dijo lo que tenía para decir. No la conocí personalmente, nos escribimos algunas veces y por razones que ella entendía mejor que yo me contó estas y otras cosas. Después del juicio volvió a su casa en el frío del norte, a esa península que siempre me pareció una rara cabeza de camello. Se puso triste, más triste, y decidió que no iba a vivir más.
Me es imposible no pensarla como parte de los 30.000 que le faltan a nuestro pueblo y que me faltan. Unos meses antes me había mandado una foto de la puerta de su casa.
Le puso de título «Pajaritos en la Nieve».