Por Carlos Ciappina
El sentido común asocia democracia a un conjunto de instituciones virtuosas per se, en las que el funcionamiento mínimo de las instituciones clave de una república (Parlamento, Poder Judicial y Poder Ejecutivo electo) garantizan legalidad y legitimidad a las acciones de los Gobiernos.
Esta caracterización mínima de la vida democrática es, en gran medida, resultado de la tradicional labilidad de las democracias latinoamericanas: una larga serie de golpes de Estado, dictaduras civiles, dictaduras militares, Gobiernos de excepción con instituciones clausuradas. Las formas del autoritarismo y las dictaduras han sido (y son) de una enorme variedad en América Latina. Frente a esta fuerte tradición antidemocrática, la tendencia ha sido considerar a los Gobiernos surgidos del voto popular como democracias, sin reparar ni profundizar sobre los alcances de esta caracterización.
¿Es incompatible el funcionamiento de las instituciones democráticas con una sociedad de inequidad y desigualdad creciente y aún de una opresión creciente? No necesariamente.
La experiencia histórica nos muestra que muchas de las sociedades y países de nuestro continente que se consideran democracias han convivido y aún profundizado procesos de inequiedad, desigualdad y opresión.
Un ejemplo paradigmático son los Estados Unidos de Norteamérica. Considerada por la mayoría de la literatura académica y también por los medios de comunicación masivos como “la primera democracia contemporánea”, su historia demuestra que opresión y democracia no son incompatibles: desde 1776 hasta 1865, la democracia norteamericana convivió con la institución social más opresiva de la historia, la esclavitud capitalista. ¿Funcionaban las instituciones “de la democracia”? ¿Había un Congreso, un Poder Judicial y un Ejecutivo que se turnaba en el poder? Claramente sí. Pero la democracia como tal no existía: ni las mujeres ni los esclavos eran parte de esa democracia. Todavía en 1965 (cien años después de la Guerra de Secesión y luego del triunfo de las “democracias” contra el fascismo en Europa), la población negra norteamericana no votaba y, en términos educativos, laborales y económicos, formaba parte de los actores sociales que vivían en la pobreza, la exclusión y el destrato punitivo. Hoy, en el año 2017, la situación es la misma.
La Argentina, por ejemplo, desde 1862 hasta 1930 se vanagloriaba de tener, en América Latina, la estabilidad democrática de una república con división de poderes y alternancia política, aun entre partidos oligárquicos y partidos populares (UCR). Sin embargo, en ese orden “democrático” se desarrollaron por parte del Estado las campañas de exterminio indígena en la Patagonia y en el Chaco, las represiones de miles de obreros en Buenos Aires (Semana Trágica) y la Patagonia. En todos los casos, estas acciones y políticas del Estado fueron consideradas por el sentido común de la élite legales y legítimas.
Si nos acercamos en el tiempo, un caso paradigmático es el de Colombia. Entre 1958 y la actualidad, los Gobiernos civiles se han alternado en el poder cada cuatro años con una periodicidad perfecta. Mientras países como la Argentina, Brasil, Chile, Uruguay y Bolivia sufrían, de la mano de la Doctrina de la Seguridad Nacional, las dictaduras más terribles de su historia, Colombia se presentaba como una democracia con la alternancia de partidos conservadores y liberales. Sin embrago, las cifras de asesinados y desaparecidos no son, por desgracia, menores a las de las dictaduras pretorianas: 300.000 muertos y más de 60.000 desaparecidos dan cuenta de los alcances a los que llega la represión ilegal aun en marcos institucionales democráticos y republicanos.
La Venezuela del Pacto de Punto Fijo (1958-1998) fue señalada recurrentemente como un modelo de democracia para la América Latina de ese período. A diferencia del caso colombiano o de las dictaduras pretorianas, el Estado venezolano desplegó escasos niveles de represión legal y/o ilegal. Sin embargo, esa “democracia modelo” (con dos partidos que se alternaban en el poder, el socialcristiano y el socialdemócrata) se asentaba en un proceso creciente de profundización de la situación de pobreza y exclusión, que se volvía mucho más paradigmático si se toma en cuenta que en ese período la renta petrolera de Venezuela la transformaba en uno de los emporios del capitalismo mundial. Las cifras de esta democracia.
El México del Partido Revolucionario Institucional desarrolló un orden político que se autodenominaba democracia, con estabilidad institucional entre 1917 y el año 2000. No fue óbice para que, paulatinamente, se profundizara un sistema represivo que hasta se permitió el asesinato a plena luz del día de cientos de estudiantes universitarios (Tlateloco, 1968) sin que haya habido juicio ni condena; sin contar con el lento y sostenido proceso de pauperización campesina y obrera.
En la actualidad, la democracia mexicana es una institucionalidad que está totalmente permeada por el poder de los cárteles del narcotráfico, en donde las condiciones laborales y sociales se han desplomado de la mano de reformas económicas neoliberales. Decenas de miles de muertos y desaparecidos señalan la convivencia del sistema democrático con los modos de la represión ilegal, la articulación mafiosa y la genuflexión frente al capital transnacional.
¿Y la democracia argentina actual?
Señalamos esta caracterización de la convivencia de las formas democráticas con procesos de represión masiva, de pauperización profunda y, al fin, de opresión política-social, porque este es precisamente el camino que viene recorriendo la Argentina en este período de su historia.
Conscientes de que recurrir a las Fuerzas Armadas y a los golpes brutales típicos de la tradición del siglo XX no tenía margen en la sociedad en general, la derecha argentina se aprestó a dar la batalla para triunfar, por primera vez, en un proceso eleccionario. A diferencia de las derechas latinoamericanas en el caso de Paraguay, Honduras y Brasil (y los intentos actuales de la derecha golpista venezolana), en nuestro país el cambio de signo político y la derechización se hicieron de la mano de una elección limpia y transparente. El Gobierno surgido de las urnas, sin embargo, considera esa legitimidad de origen y esa legalidad institucional como una muestra clara de su apego “democrático”. El problema es que el Gobierno de derechas confunde (y cada vez más) legitimidad de origen con legitimidad de toda acción de gobierno o sus instituciones afines.
De este modo, cada acción de gobierno o de las instituciones de la república es considerada democrática per se, sin analizar o dar lugar al debate sobre su contenido y sentido. El resultado de esta concepción de una democracia “congelada” en su legitimidad de origen (en el día del triunfo electoral y nada más) es precisamente la concepción que justifica medidas y acciones de gobierno que son, cada vez más, incompatibles con la vigencia de la democracia. Nos acercamos, aceleradamente, a las situaciones descriptas para el caso colombiano o mexicano.
Veamos algunos ejemplos:
- El Gobierno argentino tiene una definida política de desconocimiento y negación de los derechos laborales. La muestra explícita de esa negación es su decisión de no respetar la ley y dejar de convocar paritarias nacionales en gremios claves (docentes).
- En los primeros días de su mandato, el Gobierno tomó la decisión de “disciplinar” la protesta social y eligió como caso testigo a las/os líderes de la organización social Tupac Amaru. La detención de Milagro Sala es a todas luces arbitraria e ilegal, aunque haya sido hecha por instituciones de la república.
- Este disciplinamiento del derecho a la protesta y el reclamo a las autoridades se profundiza con las represiones en situaciones como las de Cresta Roja y la brutal represión a docentes en plena Plaza de Mayo.
- Tampoco debe dejarse de lado la toma inconsulta e indiscriminada de deuda externa (cifras que auguran crisis y privaciones para las generaciones futuras) y el pago al contado a los especuladores que apostaron contra el propio país (los llamados fondos buitre) en detrimento del uso de esos recursos para áreas como educación, salud o desarrollo productivo.
- Finalmente, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (que es un Poder de la democracia) que acepta la utilización del 2×1 en los casos de represores condenados por crímenes de lesa humanidad (lo que podría liberar anticipadamente a genocidas mundialmente repudiados) abona y es resultado a la vez de este “clima de época” de retroceso democrático en el país; retroceso que los dichos y acciones xenófobas, machistas y racistas de varios miembros del actual Gobierno no dejan de profundizar.
La democracia en América Latina está en riesgo. La expresión que asimila cualquier medida de las instituciones republicanas con la idea de que se hacen en democracia es, por lo menos, un error conceptual grave, y por lo más, una estrategia de las derechas para volver legales y legítimas medidas que vulneran los principios más elementales del juego democrático.
No alcanza con votar cada dos o cuatro años, no es suficiente con que funcionen más o menos bien los Parlamentos y el Poder Judicial. Una verdadera democracia no existe sólo en las formas, sino en los hechos. La pauperización, la explotación laboral y la exclusión social, la represión sistemática y la liberación de genocidas con artilugios legales son, en todos los casos, señales profundas de retroceso democrático y la única forma de modificar esa situación es profundizar los grados de participación popular y no resignar ninguno de los derechos que el pueblo posee como soberano absoluto en un orden democrático.