Fui a buscar a mi hija a su clase particular de inglés. La profesora vive en un edificio ubicado en la calle 17. Mientras la esperaba en la vereda noté que se acercaba un ciego. Usaba bastón verde, así que aún conservaba algo de visión. Lo vi pasar delante de mis ojos. Al girar mi cabeza para seguir su recorrido advertí que, unos metros delante suyo, había una moto que atravesaba la mitad de la vereda. El ciego iba hacia un choque seguro con un ingenuo entusiasmo. Me sorprendió su velocidad aunque en verdad era un poco injusto pensar que los ciegos no tenían derecho a caminar rápido. Ese hombre además apuntaba su bastón a un costado y no adelante. Así nunca podría prevenir la aparición del sedentario rodado. Pude hacer algo, quiero decir, pude prevenir la colisión, pero fue más fuerte el deseo de ver detenida esa marcha imprudente y voraz. Además un muchacho que avanzaba también rumbo hacia la moto, pero en dirección contraria a la del ciego podría ser el ángel de la guarda que la situación necesitaba. Por fin todo ocurrió: el ciego se chocó con la moto aunque sin llegar a caerse. El muchacho le dijo contra lo que había chocado y lo ayudó a recomponerse. Rápidamente cada uno siguió su camino y la cosa podría haber quedado ahí salvo porque comenzó a sonar la alarma de la moto. El muchacho, de tez oscura y gorrita, sabía que su fisonomía lo estigmatizaba y aceleró su paso. El ciego también: una invisible culpa no le permitía permanecer en el lugar del hecho y dar las explicaciones del caso. Desde el fondo del pasillo un PH salió la dueña de la moto: buscaban al culpable y obviamente su mirada se dirigió al muchacho de gorrita que no quiso o no supo detenerse. Ella buscaba una respuesta. Le dije, casi a los gritos:
-Un ciego se tragó la moto.
Le señalé con el mentón al responsable que ya cruzaba la calle despejada. Ella comprobó que la moto estuviera en buen estado. La había dejado en un lugar poco adecuado, pero cómo iba a saber que por allí iba a pasar un ciego. Después volvió a la casa. Antes de cerrar la puerta oí que decía:
-¡Qué cagazo, eh!
Su tono jovial anticipaba el relato de una divertida anécdota.