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La movilización de la sociedad es lo que escapa al control del gobierno

Por Miguel Croceri

Provocar un modelo de país donde cada vez hay más injusticia y menos libertades, y hacerlo mientras al mismo tiempo se necesita conseguir votos para sostenerse en el gobierno del Estado, es un desafío político tremendamente difícil. Pero la derecha argentina lo está intentando y hasta el momento hay muchas condiciones que los favorecen.

Ganaron una elección por primera vez en un siglo (desde que empezó a regir en 1916 el voto universal, primero solo masculino y que después el peronismo democratizó auténticamente al reconocer igual derecho a las mujeres desde 1952), y ahora tienen que resolver la fórmula para superar ese desafío: seguir gobernando con respaldo electoral, a pesar de que la mayoría de la población vive cada vez peor.

La primera condición que los favorece es la de representar a los intereses más poderosos no solo de la Argentina, sino de todo el mundo, y por lo tanto tener el respaldo de todos los poderes reales, de facto, corporativos, tanto del país como del exterior.

Desde el extranjero (y para señalar apenas unos pocos factores de poder concretos), al gobierno de Mauricio Macri lo apoyan Estados Unidos, los grandes conglomerados capitalistas trasnacionales y las cadenas mediáticas de todo el planeta (sobre esto último, cualquier persona interesada puede hacer una simple comprobación observando trasmisiones de la televisora norteamericana en castellano CNN en español, o leyendo los principales diarios españoles. Son apenas dos ejemplos tomados del norte de América y del qccidente de Europa, que son los dos puntos neurálgicos del poder capitalista imperial que domina a toda la humanidad).

Dentro del país, aparte de estar al frente del Poder Ejecutivo Nacional y de los distritos más importantes (provincia de Buenos Aires y ciudad de Buenos Aires, así como a través de alianzas con el justicialismo antikirchnerista tienen garantizados apoyos en Córdoba y otras provincias que no gobiernan directamente), y además de controlar el Congreso también por acuerdos con aliados peronistas (la mayoría del bloque de senadores del PJ-Frente para la Victoria, y diputados de los sectores de Sergio Massa y Diego Bossio), su poderío más rotundo radica en formar parte del mismo bloque de poder que las corporaciones.

Así como Cristina Kirchner tuvo a todos los poderes de facto en contra, Maurico Macri los tiene a favor: los empresarios más poderosos del campo, el comercio exterior, la industria y los servicios, el sistema judicial, el cártel Clarín y las demás cadenas mediáticas, los aparatos de espionaje, los ejércitos de abogados y economistas que están al servicio de los poderes permanentes, y también los integrantes del aparado armado del Estado (policías, gendarmes, Prefectura Naval, etcétera), quienes por perfil ideológico, valores adquiridos dentro de sus reparticiones, e influencias que determinan su formación y en las cuales están incluidas conexiones internacionales (doctrinas importadas y “cursos de capacitación” en Estados Unidos o Israel, por ejemplo), tienen proclividad a sentirse cómodos con gobiernos de derecha y en cambio ser refractarios hacia gobiernos populares o que de distintos modos cuestionen el orden social establecido.

Todos esos factores de poder (y muchos más) son parte del bloque dominante que tiene su vector político con Mauricio Macri en la Presidencia de la Nación. Así, para expresarlo en extrema simplificación, la derecha maneja el gobierno, la economía, las decisiones judiciales, los dispositivos mediáticos y el armamento “legalmente” conferido a organismos del Estado. Lo “único” que escapa a su control absoluto son las acciones y reacciones del conjunto de la sociedad.

Cada vez más violencia

Contando con todos los poderes de facto a su favor, aquel desafío de gobernar con respaldo electoral aunque haya cada vez más injusticia y menos libertades puede ser una posibilidad alcanzable. Una de las claves es ejercer la violencia, como el macrismo está dispuesto a hacer, y de lo cual la desaparición de Santiago Maldonado es el primer caso extremo.

Puede ser violencia en grado explícito, como atacar por la fuerza a contingentes humanos del pueblo que realicen protestas –lo que habitualmente se menciona como “represión”–, y en esas circunstancias, una vez que el contexto es propicio, las consecuencias pueden ser personas asesinadas o desaparecidas.

También puede ser violencia en grado de amenaza e intimidación, como mandar policías y gendarmes a las escuelas, multiplicar las requisas en la calle a los jóvenes –especialmente si son pobres y de piel morena–, más la novedosa modalidad puesta en práctica en Córdoba por un fiscal de la misma ideología que el macrismo y sus aliados, quien ordenó allanar once locales de partidos políticos o de organizaciones sociales y culturales.

Igualmente, la hegemonía que la derecha ha construido por tener a los poderes de facto de su lado le otorga una relación de fuerzas favorable para ejercer la violencia en grado de privación ilegal de la libertad y ultraje a los derechos individuales y las garantías constitucionales, que es la situación que tiene como víctima a Milagro Sala. En ese caso, si no hubiera una corporación judicial que integra el mismo bloque de poder que ambos gobiernos –el jujeño y el de la nación–, no podrían humillar a Milagro como lo hacen.

A su vez, todas esas formas de violencia física –desde el crimen que presumiblemente perpetraron contra el chico Maldonado hasta las otras agresiones a la dignidad humana y a los derechos de las personas que no llegan a ser mortíferas– no serían posibles sin la violencia simbólica que despliega el aparato mediático dominante.

Culpabilizar a las víctimas –ejemplo, envenenar a la opinión pública como hizo Jorge Lanata con perversiones tales como que Santiago estaba vinculado con la “guerrilla mapuche”, o decir como Patricia Bullrich que los mapuches quieren crear una república independiente, o repetir como Gerardo Morales que Milagro Sala “se robó todo”–, desparramar en el imaginario social creencias falsas sobre lo que pudo haberle pasado a un muchacho desaparecido –como la infamia del diario Clarín con su título “Hay un barrio de Gualeguaychú donde todos se parecen a Santiago”–, o también propagar una canallada contra los seres que más están sufriendo por la ausencia del chico Maldonado –como hizo el secretario de Seguridad Interior, Gerardo Milmann, quien dijo que la familia “no colabora” con la investigación–, son formas de violencia simbólica.

Es decir, son formas de violencia que no son físicas sino a través de palabras, imágenes, gestos, generación de estados emocionales agresivos, etcétera, que solo pueden ser ejercidas de modo eficaz, como en estos casos, cuando se dispone de una maquinaria comunicacional poderosa. Sin ella, no podrían.

Luchas colectivas

Enfrente del entramado de poderes gubernamentales, económicos, judiciales, mediáticos y de cualquier tipo, y todos ellos con el aparato de violencia “legal” a su servicio, está el conjunto de la sociedad. Y la sociedad, que por naturaleza es heterogénea, diversa, múltiple, compleja, contradictoria y en alguna medida impredecible, en ciertas circunstancias es capaz de producir comportamientos políticos que aún desde la más extrema inferioridad de condiciones pueden crearle problemas a los verdugos.

La referencia histórica más ejemplar en ese sentido es el movimiento de derechos humanos que resistió a la dictadura genocida. Militantes heroicos/as, a veces movidos por su dolor personal convertido en lucha –así se crearon como organizaciones las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo–, que desde grupos humanos relativamente chicos en cantidad de personas fueron capaces de ganar legitimidad social, despertar y mantener activa la conciencia moral del pueblo, y crecer como expresiones de acción política contra los criminales de la dictadura y sus descendientes de hoy.

Así, con esas raíces históricamente construidas para la lucha colectiva, hoy hay importantes sectores de la población que resisten contra la devastación del país y la creciente violencia del bloque dominante.

Desde lo “micro” a lo máximo. Desde las semillas invisibles y muchas veces anónimas, hasta sus frutos políticos florecidos y socializados.

Desde haber presentado, pocas semanas después del encarcelamiento de Milagro Sala, una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hasta las campañas de difusión y concientización que se hicieron desde entonces para exigir su libertad.

Desde el riguroso trabajo en los laberintos judiciales de las abogadas y abogados que defienden a Milagro, hasta lograr su actual prisión domiciliaria, donde la siguen humillando pero ella está fuera de la cárcel.

Desde la militancia persistente de las organizaciones feministas, hasta la creación de conciencia contra los femicidios y su reflejo en repetidas y multitudinarias marchas contra la violencia machista, desde el 3 de junio de 2015 –primera movilización con la consigna #NiUnaMenos– en adelante.

Desde la valiente labor de abogados de derechos humanos, fiscales y jueces (raros dentro de la judicatura y por ello mismo imprescindibles) que continúan llevando adelante el juzgamiento penal de los crímenes de la dictadura, hasta la explosión de rechazo social –jamás imaginada por nadie– cuando la Corte Suprema de la derecha resolvió otorgarle el beneficio del 2×1 a un genocida.

Desde la tarea de periodistas más conocidos o menos conocidos que desde el comienzo de la etapa macrista tratan de mostrar la realidad que el aparato mediático dominante oculta, hasta la masivas manifestaciones que el sindicalismo burocrático realiza obligadamente porque siente la presión social.

Desde el estupor, el descreimiento, la angustia, la impotencia, el dolor y la bronca ante las primeras noticias de la desaparición de Santiago Maldonado, hasta la traducción pública, colectiva y en definitiva política de todos esos sentimientos en las multitudes que poblaron este viernes 1º de septiembre la Plaza de Mayo, y también decenas (o quizás centenares) de otras plazas y lugares urbanos del país.

De infinitas formas, en todo tiempo y en cualquier lugar, aún bajo un gobierno que tiene una alianza por momentos monolítica con las corporaciones y con el poder extranjero, la movilización de la sociedad civil en defensa de los intereses generales de la población puede llegar a ser un freno y una contención –no es seguro que lo logre, pero está a la vista que lo intenta– contra un bloque de poder que tras ganar las elecciones presidenciales con su candidato ha retomado un impulso devastador, antidemocrático y cada vez más violento.