Anahí Mallol
Nacemos en un mundo superpoblado. Porque cuando llegamos el lenguaje ya está aquí. Diciéndonos qué. Diciéndonos cómo. En ese imposible situamos una vocecita que intenta decir yo. Que intenta ser algo entre los otros. Otros que hablan. Que dicen cosas. Anonadados, ya, y para siempre, en ese litoral en que sabemos que las palabras nunca tocan las cosas, pero las forman.
Entonces en ese borde imposible entre el lenguaje y las cosas, que es el borde entre las personas y las cosas, hay que hacerse, también, un cuerpo. Y se hace el deseo.
Es ese borde que nos dice, también, mujer, varón, ni lo uno ni lo otro (y lo sabemos con dolor, y persiste, siempre, como un dolor soterrado, porque fija también, o intenta, lo que el cuerpo puede y lo que no puede).
Ahí, decía, algo de la subjetividad coagula. Ahí dispara una aventura, con sus matices.
Entonces hay formas de ser, de ver, de sentir, de hacer o no con el cuerpo, que son más de mujer, y otras, que son más de hombre (otras tratan de salirse de los carriles fijos).
No vamos a hablar acá de si existe algo así como la vacuidad, o sólo hay espacios vacíos, es decir, ¿algo así como la feminidad? Pero sí las mujeres, sí los hombres. Y lo que vemos, valoramos, sentimos, vivimos, coincide en parte. Y en parte no. Safo lo sabía. Y Shakespeare. Racine. Whitman. Emily Dickinson. Y Proust. Colette. D. H. Lawrence. Virginia Woolf. Clarice Lispector.
Por eso las mujeres queremos que nos escuchen. Porque tenemos que decir algo. Porque tenemos algunos sentires, visiones, modos, deseos, gozos, que son de nosotras. Porque creemos que un mundo más justo, más armónico, más completo y más bello se puede crear si hay lugar para todos. Si hay tiempos de hablar y de escuchar, pero digo escuchar, digo deponer autoritarismos, razones, valores, para dejar espacio, a los otrxs, para enterarnos de cómo sienten y lo que quieren, o al menos dicen que quieren, para vivir, para sentirse seres plenos.
Y si hay modos de sentir diversos que se quieren plenos, hay un lugar desde donde esos modos otros han podido, no sin esfuerzo, ir articulando uno o varios deseos, en ese lenguaje, cárcel y puerta, dado desde antes de nacer: ese lugar es el arte (cierto arte).
Y si reivindicamos para el arte un espacio de libertad para la visión, ¿cómo no diríamos que cuando alguien habla de una ciudad representada, pongamos por caso, si no se incluye lo que las mujeres y otrxs tienen para decir, si no se incluye la poesía (ese contragénero), la ciudad se mutila, se empobrece, se achica sin cesar?
Quisiera un mundo donde las mujeres no fueran menospreciadas, tenidas en menos. Donde no fueran golpeadas. Ni violadas. Donde las mujeres no tuvieran que vivir con miedo. No se sabe ni por dónde empezar.
Pero intento empezar por donde puedo: las palabras. La literatura, el arte de la poesía. Hagamos en, con, entre las palabras, un espacio de escucha, un lugar amplio como una plaza, con intercambios, con abrazos también, para poder construir un mundo con más matices: un mundo más hermoso. No permitamos que haya una sola mirada, la hegemónica, ni un solo modo de conectarnos con la realidad y con los otros, el modo de la narración, el de la clausura de los sentidos. Dejemos de creer que pintar el ángulo que abarca la visión de uno solo o de unos pocos es el mundo. No lo es, no lo es. Hagamos un esfuerzo de poesía.
Anahí Mallol nació en La Plata, Argentina, en mayo del 68. Publicó siete libros de poemas, Postdata (1998), Polaroid (2001), Óleo sobre lienzo (2004), Zoo (2009), Querida Alicia (2012), Como un iceberg (2013), Una ciudad (2016), los libros de ensayo El poema y su doble (2003), y La poesía argentina entre dos siglos: 1990-2010. Hacia una nueva lírica (2016). También ha publicado poemas en diversas antologías del país y del extranjero. Poemas suyos han sido traducidos al inglés, al alemán, al francés, al portugués y al italiano. Colabora con revistas de poesía y de crítica literaria nacionales e internacionales con poemas, artículos de crítica, traducciones. Forma parte del consejo de redacción de la revista EXTRA.