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La despedida de Chicha, entre la emoción y las balas de goma

Por Gustavo Cirelli

Hay palabras de amor en el aire. Como hay lágrimas en muchos rostros y sonrisas tiernas, de agradecimiento, en otros. Se fue Chicha Mariani a sus 94 años. Dirá la historia que María Isabel Chorobik de Mariani buscó durante más de cuatro décadas a su nieta Clara Anahí, hija de Daniel Mariani y de Diana Terrugi, su nuera, quien aquel 24 de noviembre de 1976 fue acribillada en “la casa de los conejos”, en la ciudad de La Plata, una vivienda operativa donde Montoneros imprimía la revista Evita Montonera. Daniel caería poco más de un año más tarde. De la beba nada se supo desde entonces. Se supo, en verdad, que su abuela movió el mundo para encontrarla, que fundó Abuelas de Plaza de Mayo, que nunca detuvo su lucha, que no quería irse sin abrazar a esa mujer que supera los 42 años y que le arrebataron ya hace tanto, desde cuando Chicha cada miércoles y cada sábado pasaba horas con Clara Anahí, cuando Diana la dejaba tranquila para que jugara con su abuela, y ella, la amorosa Chicha, la bañaba, y seguro llenaba sus horas de colores, porque como Hebe de Bonafini, su amiga, dice hoy, era “una artista, a todo le daba belleza. Recuérdenla entre las pinturas, las piedras y su nieta”.

Es martes 21 de agosto y el salón del Consejo Superior de la Universidad de La Plata se convirtió en la capilla ardiente para decirle adiós a Chicha. El presidente de la UNLP, Fernando Tauber, no dudó cuando le consultaron la posibilidad de despedir a Mariani en la Universidad. Un reconocimiento para una mujer platense ejemplar. Desfilaron por el primer piso del rectorado miles de personas, dirigentes de organismos defensores de los derechos humanos, Madres, Abuelas e Hijos. Muchas y muchos jóvenes. Sobre todo, jóvenes. Muestra del legado de amor y lucha que sembró Chicha. Desde fuera del edificio de calle 7 llegaba el sostenido aplauso de despedida de cientos de trabajadores del Astillero Río Santiago que se manifestaban hacia la gobernación bonaerense para exigir que cese la hostilidad oficial contra el astillero y la fuente laboral de 3.300 trabajadores amenazados desde que Mauricio Macri admitiera que la fábrica naviera más importante del país y la región debía ser dinamitada. 

A los aplausos de la avenida se sumaron los del salón. El cortejo fue desandando el camino hacia la calle a paso lento. Cuando el ataúd asomaba ya hacia los jardines del palacete de la UNLP, en ese momento, a setenta metros, un patrullero atropellaba a un manifestante. No hubo error ni hubo exceso. Fue premeditado. De inmediato, las detonaciones de las armas de la infantería de la Policía de la provincia contra los trabajadores, estudiantes y militantes que reclamaban por la continuidad del Astillero. Las calles, repletas de gente. El jardín del rectorado, repleto de gente. Faltaban minutos para que los restos de Chicha fueran depositados en el auto que la trasladaría al cementerio cuando los gases lacrimógenos caían a cincuenta metros. No hay metáfora en la escena. Es la crudeza que se vive en un país en manos de brutos e insensibles. De propaladores del odio que adoptan al exhumorista Alfredo Casero como intelectual orgánico que en TV pone en duda el trabajo de Abuelas, la recuperación de decenas de nietos apropiados, y reivindica el terrorismo de Estado; un payaso que se burla de la lucha de Chicha. De Chicha. De María Isabel Chorobik de Mariani, esa mujer que alguna vez recordó las palabras de Martin Luther King que es toda una definición de sí misma: “Aunque el mundo se termine mañana, yo plantaré mi manzano”.

Se fue sin abrazar, una vez más, a Clara Anahí. El día de su adiós será recordado también por la brutal represión macrista contra trabajadores que defienden su lugar y el plato de comida de sus hijos. Cuando los restos de la Abuela inconmensurable llegaban a su destino final, varios jóvenes eran detenido frente a la Gobernación de la provincia de Buenos Aires. En la Comisaría 1ª de La Plata donde fueron alojados, las paredes de un calabozo estaban manchadas con la sangre de uno de los detenidos que denunció que fue golpeado por los uniformados, efectivos de la misma fuerza que hace veinticinco años se llevó a Miguel Bru, el estudiante de Periodismo que se convirtió por la lucha de amigxs y compañerxs en emblema contra la violencia institucional. Su mamá Rosa estuvo despidiendo a Chicha en el rectorado. También pasó Rubén, hijo del desaparecido Julio López, otra víctima del genocida Miguel Etchecolatz, ese canalla que está preso luego de un juicio justo goza de todas las garantías constitucionales, que guardó (y guarda) el destino de Clara Anahí y de tantos otros hijos apropiados y detenidos desaparecidos, ese canalla que algunos anhelan que recupere la libertad y vuelva a su casa en el país que mantiene encerrada a Milagro Sala, ese canalla que fue mandamás de una maquinaria criminal sin precedentes en la historia argentina y que un payaso hoy reivindica en TV.

Se fue Chicha. 

Dejó muchísimo. Y hay tanto más que queda por hacer.