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La felicidad

Por Juan Alonso

Mi barrio se ha estropeado. Las viejas deambulan con los carritos de las compras vacíos, las miradas chatas, voces de huida. Los perros cagan más que los hombres y se nota en las veredas esa vocación por la limpieza y la pulverización humana del desierto.

Ahora las parejas jóvenes adoptan animales de correa, hay pocos padres. Sobra cielo pero nadie lo ve. Deambulan como insomnes en el 152 ida y vuelta.

Enfrente de casa había un local con vestidos de alta costura. El emprendimiento apenas duró un año. Luego de poner ofertas al estilo de “Al 50% sale”, la vidriera se transformó en un páramo. Llegó el camión de mudanzas, la dueña de cabello blanco empaquetó lo que quedó, y el portero cerró los grandes ventanales blancos que daban a la calle. Ya no hay estilo francés, el edificio vacío se parece a esas viejas casas de San Telmo abandonadas por la fiebre amarilla.

Mi barrio se ha estropeado. Ni los bares perduran con sus parroquianos de cafetín. La modorra de la tristeza queda estampada bajo el sol de septiembre, que abraza y desparrama corazones como barriletes.

¿Qué es la felicidad? ¿Hay una cultura peronista de la felicidad? Vamos a ver.

Anduve con un virus que me dejó de cama. Literalmente acostado mirando el mundo pasar y escuchando los consejos contradictorios de los médicos. Mientras andaba delirando de fiebre, me crucé con un programa curioso: dos cocineros de clase alta (los hermanos Petersen) asaban unos cortes de carne de grasa amarilla en una parrilla cerca del río en lo que parecía un country en Tigre. El título del laborioso plato era “asado de obra”. Inmediatamente copó mi mente la lógica de la infancia en los años setenta. ¿Qué es un asado de obra?

Mi padre hacía unas tiras finas de asado tipo banderita en una parrilla sostenida por cuatro pilas de ladrillos. En casa sobraban los ladrillos por el acopio para las obras que nunca se podían realizar por falta de dinero. Se juntaba arena y ladrillos para nada. El país era gobernado por la dictadura y el ministro de Economía era José Alfredo Martínez de Hoz.

El asunto es que mi viejo, en cuero o en camiseta, con el pantalón azul que usaba en la fábrica, atizaba el fuego del carbón con un fierrito y fumaba. Los domingos al mediodía se detenían entre ensaladas, papas fritas, carne asada, asado, vino y soda. Nunca faltaba el sifón en el centro de la mesa con el mantel de plástico debajo de la parra. O sea: para mi conciencia de niño de hogar peronista, el asado de obra era con todo. Porque los trabajadores debían comer mejor o igual que los ricos. Pero el programa que veía en mi delirio febril del otro día era muy distinto a esta lógica. Los Petersen sacaban cuatro tiras de falda muy secas y las acompañaban con unas morcillas y chorizos con pan casero tipo árabe hecho en el momento sobre una plancha. Porque se supone que los pobres hacen el pan y no pueden pagar los noventa pesos el kilo que cuestan los miñones en las panaderías de la actualidad. Pena cuando se habla de pan sin poder cocinar el plato.

Un poco la línea de González Fraga. “Vivíamos una ilusión donde se les hizo creer a empleados medios que podían irse de vacaciones y comprar plasmas”.

Lo propio hizo el inquisidor Morales con las piletas de los barrios construidos por Milagro Sala en Jujuy. Las clausuró, porque los pobres no tienen derecho a disfrutar del agua. Por eso les desagrada la imagen de “las patas en la fuente”. Odian los márgenes, se odian a sí mismos.

El concepto de felicidad de la clase alta es siempre deshonroso para las clases subalternas. Es decir: el pobre no puede gozar del esfuerzo de su trabajo. Lo mejor es que esté sometido al escarnio de su opresor. Porque es la normalidad imperante. Esta cosa tortuosa de pagar la luz, el agua, el gas y hasta las papas en dólares. Todo comunicado para un combo de idiotas en un marco de idiotez generalizada. Los idiotas necesitan odiar al otro para evanecerse. Ni siquiera para crecer, diluidos en su profunda idiotez.

Un punto nodal que el peronismo siempre se dedicó a destruir con hechos concretos. Para el peronismo no existía el hambre. Las cuatro comidas estaban garantizadas y los únicos beneficiados eran los niños. El peronismo no habla de pan. Habla de justicia y de distribución del ingreso. Es un movimiento expansivo que logró convertir a la sociedad con el surgimiento de la clase media urbana y las capas de trabajadores que se asentaron en Buenos Aires después de 1945.

El que suele defender el goce peronista es el actor Dady Brieva, y lo hace desde su identidad. “¿Por qué el negro no puede vivir en Puerto Madero o andar en un coche alemán? ¿Dónde está escrito que los laburantes no pueden darse los mismos gustos que los ricos e irse de vacaciones con su familia al lugar que quieran? ¿Por qué dejamos que controlen nuestro deseo con parámetros ajenos?”.

Lo propio se han preguntado Pedro Saborido y Daniel Santoro en diversas charlas y debates. El espinoso asunto de “subir a todos y todas al goce capitalista” genera resquemor incluso en sectores del progresismo vernáculo. Hay una anécdota que puede servir para explicar el incordio. Cuando Evita estaba construyendo la República de los Niños en La Plata (proyecto que le sirvió a Disney de ejemplo) fue visitada por un familiar de la ministra de Seguridad, Francisco Bullrich, quien cuestionó los chalets y el costo de los pisos de roble de Eslovenia. “Con ese mismo dinero yo le garantizo que puedo construir cincuenta o sesenta viviendas para obreros”, dijo Bullrich. Evita le preguntó cómo serían esas viviendas para obreros. Y al notar que no reunían la calidad de sus chalets para descamisados, con todas las comodidades, la conversación se terminó.

Evita quería asado para los trabajadores, no falda como promueven los cocineros de clase alta de un canal gourmet en 2018. No es lo mismo. Nunca fue lo mismo. La igualdad tiene sus costos para la convivencia. No es lo mismo negociar salarios al alza, que padecer una inflación del 45%. No es lo mismo fugar 20 mil millones de dólares, que pagar la deuda con el FMI, y en un ciclo de quiromancia del oprobio, endeudarse por un siglo en 116 mil millones de dólares. Lo que se dice una fiesta demasiado cara que será indefectiblemente una herencia atroz. Así las cosas, la felicidad de una minoría odiosa provoca la infelicidad de una mayoría ausente del discurso dominante.

Y mi barrio sigue estropeado. El bodegón vende tres ofertas a la carta. Incluyen una copa de vino, lentejas, pasta y un pollo inflado. Pocos comensales, ocho empleados. El baño abajo. Hay olor a orina. Una escalera país. El local de venta de oro cerró. Donde había un árbol frondoso hay una avenida. Los gatos maúllan desde las terrazas más vacunados que sus dueños.

Evita los mandaría a la mierda con razón.

No hay motivos para ser esclavos. La llave de la felicidad.