Por Jorge Luis Bernetti*
En 1958, un conflicto equívocamente llamado popularmente “laica vs libre” identificó a los partidarios del primer bando con el color morado (de la Reforma Universitaria) y a los del segundo con el verde. Los “laicos” defendían el monopolio estatal de la enseñanza universitaria y los “libres”, que eran católicos, lucían distintivos verdes. Los verdes ganaron y nació así la Universidad privada que logró medio siglo después que un egresado suyo fuera, por primera vez, presidente de la república.
Sesenta años después el conflicto que enfrentó y enfrenta a los partidarios del dictado de una ley de interrupción del embarazo y militantes contra la violencia de género y a sus férreos adversarios invirtió la coloración: ahora las (y los) verdes son defensoras de la norma propuesta y los (y las) adversarias se identifican con el color celeste.
Iglesia y Estado mantienen enfrentamiento en la sociedad política y en la vida cotidiana, en Occidente y en Argentina. Fue a propósito del debate sobre el tema del aborto que nació otro nuevo pañuelo militante (el naranja), que proclama que “Iglesia y Estado (deben ser) asuntos separados”.
A propósito del debate se plantean posiciones transversales o integrales. Las primeras indican que el tema es tan importante y tan postergado que debe hacerse un esfuerzo decisivo ahora para lograr la ruptura. Los segundos, pertenecientes al “campo nacional y popular” –es decir, aquellos que coinciden con ese divorcio dentro del C.N.P.– advierten que el centro de la disputa nacional pasa por otra parte, la financiarización de la economía capitalista que está hundiendo a la Argentina de la mano de los grandes bancos, los grandes fondos, los paraísos fiscales y el FMI.
Y son ciertas tanto una como otra bandera y consigna. El tema es cómo articular ambas demandas calibrando sus diferencias, su importancia, los diversos niveles en donde operan y las diferencias que pueden a cruzar a quienes sean partidarios de una pero adversarios de la otra.
El problema de la separación de la Iglesia y el Estado en la Argentina nace desde la Independencia, porque el Vaticano, conducción suprema de la Iglesia Católica Romana, se enfrentaba a todos aquellos movimientos que desafiaran al poder terrenal absoluto de los católicos reyes. El hombre del empréstito Baring Brothers, origen de la deuda externa nacional –de la financiarización, vamos–, Bernardino Rivadavia, tomó varias medidas anticlericales que, en realidad, perjudicaban parcialmente las propiedades materiales de la Iglesia católica en la Argentina, por las cuales su jerarquía seguía reclamando en los años cincuenta del siglo pasado. Y su contraparte, Juan Manuel de Rosas, expulsó a la orden jesuita por contravenir sus indicaciones.
Como integrante de una generación de positivistas racionalistas, Roca procuró construir un Estado nacional, y para ello nacionalizó los cementerios quitándolos de la propiedad eclesial.
Fue el “conquistador del desierto”, el auspiciador de terratenientes monopolistas Julio Argentino Roca, quien como presidente también se batió con la Iglesia católica. Como integrante de una generación de positivistas racionalistas, procuró construir un Estado nacional, y para ello nacionalizó los cementerios quitándolos de la propiedad eclesial, avanzó con la ley de matrimonio civil que arrebató al altar su capacidad de legalizar familias y empujó el dictado de la ley de educación común (1420). La Iglesia se cabreó y el nuncio (embajador) apostólico, Luis Mattera, fue expulsado por Roca. Desde 1884 hasta 1900 no hubo relaciones entre la Argentina y el Vaticano. Pero hasta allí nomás llegó la cosa, porque ni Roca ni sus pares se animaron a dar el paso siguiente, que era la separación de la Iglesia y el Estado. En 1853, otra generación de liberales, menos avanzados que los amigos de Roca, habían parido en Santa Fe la Constitución Nacional que en su artículo 2 rezaba y reza pese a todas las reformas: “El gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano”. Esta sencilla oración ha desvelado a los constitucionalistas que pujan por imponer la posición (a) que indicaría que la disposición se refiera sólo a medios materiales y (b) sus opositores que señalan que ese sostén es global. Por lo tanto, la Iglesia católica sería la oficial de la República Argentina.
El radicalismo, especialmente el yrigoyenismo, no intentó cambiar el artículo porque lo compartía. Sólo hubo una pelea menor de Marcelo Torcuato de Alvear, sucesor de don Hipólito, con la Nunciatura Apostólica porque, dado el poder de Patronato que permitía elevar una troika de candidatos a cada sede obispal por parte del gobierno argentino, se empeñó en que monseñor Miguel de Andrea, un prelado de inquietudes sociales y con algún toque de liberalismo o, mejor aún, de reducida afición al tradicionalismo de sus pares, fuera arzobispo de Buenos Aires. Hubo pulla, pero Alvear no lo logró. Sí se hizo, otra vez, la voluntad de Roma.
Constitución Mexicana: “todo hombre es libre para preferir la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”.
Pero mientras esto ocurría en el Río de la Plata, 10 mil kilómetros arriba los mexicanos hacían su Revolución y la coronaban con la Constitución de Querétaro de 1917, la primera de intención social en el mundo. Al mismo tiempo, el texto profundizaba las leyes de reforma del siglo XIX planteadas por el presidente Benito Juárez, que hacían tomar distancia al aparato estatal del eclesial. Las normas fijadas por el texto de Querétaro fueron tan duras que quitaron la propiedad de los locales eclesiásticos a la Iglesia y hasta prohibieron que los religiosos anduvieran por la calle en traje talar o votaran o fueran candidatos a cargos políticos. Pese a las reformas neoliberales impulsadas por el presidente Carlos Salinas de Gortari (el Menem azteca), la Constitución dice hoy en su artículo 24 que “todo hombre es libre para preferir la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”.
Dos años después, pero mucho más cerca, en la orilla cis del Río de la Plata se dictaba una nueva Constitución que en su artículo 5 expresa hoy en día: “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna. Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que hayan sido total o parcialmente construidos con fondos del Erario Nacional, exceptuándose las capillas destinadas al servicio de asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos. Declara asimismo exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados al culto de las diversas religiones”. El Estado uruguayo había implantado el divorcio en 1907, en 1909 suprimió la práctica religiosa en los colegios estatales y en 1912 amplió el divorcio por la sola voluntad de la mujer. En la otra orilla el Estado no obliga al registro de los diversos cultos, que sólo tienen que asumir el carácter de asociación civil cuando realizan emprendimientos financieros, comerciales o públicos legales.
Y mientras en México culminaba la Guerra Cristera, un conflicto campesino de singular violencia, en el que la jerarquía católica intervino abiertamente a favor de la fanáticos rurales, en 1934, el gobierno fraudulento del general Agustín Pedro Justo con el apoyo de conservadores, socialistas y radicales antipersonalistas brindaba acogida al Congreso Eucarístico Internacional, una intensa manifestación de fe católica fuertemente apoyado por el Estado.
tensiones durante el peronismo: La Iglesia no podía tolerar la acción social del gobierno que le quitaba margen de hegemonía y el peso que adquiría sobre la juventud, dado el impulso modernizador del justicialismo.
Después del golpe militar de 1943 que cerró la Década Infame, la Iglesia apoyó al gobierno militar y luego también a Perón en su candidatura presidencial, dado que se había establecido la enseñanza religiosa obligatoria en las escuelas públicas. Pero, pese a todo, las tensiones entre el peronismo y la Iglesia fueron creciendo. La Iglesia no podía tolerar la acción social del gobierno que le quitaba margen de hegemonía y el peso que adquiría sobre la juventud, dado el impulso modernizador del justicialismo. El lugar de la mujer con el voto femenino y la movilización capitaneada por Evita estuvieron soterradamente en esta lucha.
En 1954, las cartas estaban echadas. El gobierno terminó con la enseñanza religiosa en las escuelas, dictó una ley de divorcio, legalizó los prostíbulos formalmente proscriptos en el treinta y anunció que finalmente una nueva reforma constitucional –porque la de 1949 no había tocado nada del tema– iba a enfrentar el asunto de la separación de la Iglesia y el Estado.
La oposición antiperonista aprovechó la influencia de los capellanes militares sobre las Fuerzas Armadas y se unió sin problemas, ateos y píos, en la gran coalición de la “revolución libertadora”. El divorcio cayó, por decreto, faltaba más. La Libertadora estableció el Vicariato Castrense, un obispado exclusivamente dedicado a la jurisdicción militar.
Luego del mencionado conflicto de Frondizi con la laica y libre, los gobiernos se sucedieron con temor a algún conflicto con la Iglesia. El gobierno de Illía en 1963 preparó y la dictadura militar de Onganía firmó el Concordato que reemplazó al Patronato, que permitió que el Estado no se metiera con la Iglesia pero que sostuvo la intervención de la Iglesia en los asuntos del Estado. Onganía dedicó el país a la Virgen de Luján olvidando que eso ya estaba hecho y persiguió a la Iglesia tercermundista nacida de algunas de las buenas lecciones del Concilio Vaticano II.
El regreso del peronismo se expresó en la Iglesia con el nacimiento y desarrollo del pujante Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), en el cual su carismático vocero, Carlos Mugica, cuestionaba la versión Constantina del catolicismo. Es decir, Mugica era parte de una corriente minoritaria pero potente que cuestionaba la unión de la Iglesia y el Estado que el emperador romano Constantino había impuesto con éxito y legado a sus reyes sucesores.
El gobierno peronista de 1973 a 1976 fue mirado con recelo y abierta oposición por la jerarquía católica y habló del “festín de los corruptos” para bendecir el golpe del 24 de marzo y convertirse en cómplice de la horrorosa represión con que fue frenado el movimiento de liberación con el antecedente de la acción represora de la Triple A de la derecha peronista.
En 1983, el regreso democrático planteó algunos aires modernizadores. Alfonsín batalló por el divorcio y logró su aprobación con partidos divididos y la jerarquía llevando la imagen de la Virgen de Luján por primera vez a Plaza de Mayo para enfrentar el proyecto de ley. La Virgen no les hizo caso.
Menem volvió al pacto con las fuerzas conservadoras de la Iglesia, camino que De la Rúa y Duhalde siguieron transitando.
En la reforma constitucional pactada entre Menem y Alfonsín, el tema de la separación de Iglesia y Estado nunca estuvo planteado. Sí, en cambio, el intento de prohibir expresamente el aborto. Hoy, aunque aquella política fuera frustrada, se plantea un debate a propósito de lo que ciertos tratados internacionales incluidos en la Carta Magna proponen acerca de la protección de la vida del niño desde la concepción.
Fue el kirchnerismo el que planteó de vuelta los temas álgidos […] Y también fue la modernización de la sociedad argentina la que se coló con la Ley de matrimonio igualitario y la Ley de educación sexual.
Fue el kirchnerismo el que planteó de vuelta los temas álgidos. El ya olvidado conflicto con el arzobispo Bergoglio tuvo que ver con el conjunto de la política económica y social. Y también fue la modernización de la sociedad argentina la que se coló con la Ley de matrimonio igualitario y la Ley de educación sexual, dos banderas de batalla de los gobiernos kirchneristas. Los derechos humanos enfrentaron al gobierno con gran parte de la jerarquía. También el impulso de los cuidados sexuales levantó la brutal reacción del obispo castrense Baseotto, que fue separado de la función luego de su abierta amenaza al ministro de Salud. La movilización y los logros obtenidos por las mujeres en sus derechos sociales y sus luchas contra la violencia de género fueron el anticipo del movimiento #NiUnaMenos, que aceleró la lucha por el dictado de una ley de interrupción del embarazo.
Los muchos cambios producidos en la sociedad han establecido una corriente de revolución de género que se ha enfrentado y enfrenta con poderosas corrientes conservadoras aportadas también, más allá de la Iglesia católica, por los cultos evangélicos conservadores y los sectores conservadores del islamismo y el judaísmo.
El laicismo está de vuelta como un tema de debate político. Empero, la separación de la Iglesia y el Estado debe colocarse más allá del conflicto interno que en Roma y en el mundo plantea la política social del papado de Francisco. Esta es una lucha transversal donde la defensa del divorcio, la vigencia del aborto, la defensa de los plenos derechos al mundo LGBTIQ deben sumarse a la lucha contra la infamia de los pedófilos y la trata de personas. Emprender las luchas sociales que procuran impedir la cosificación de las personas en el marco de la financiarización del capital junto a las anteriores es una y la misma lucha. Tener la capacidad de conducir oportuna y eficazmente ambas batallas es lo que se le reclama al arte de la política.
* Profesor emérito de la UNLP. Autor de El peronismo de la victoria y La Guerra de Papel.