Por Carlos Ciappina*
Pido la licencia de comenzar este relato con una anécdota personal. El 1º de julio de 1974 yo tenía doce años. Recuerdo nítidamente el día y los días posteriores a la muerte de Perón. Recuerdo el frío y la llovizna, los días grises tratando de pasar el tiempo en el potrero aliviados por no tener que ir a la escuela en ese invierno húmedo de Berisso. Pero lo que más recuerdo es el silencio omnipresente, las calles vacías, los vecinos en sus casas, la sensación de catástrofe, de tristeza imposible de asimilar. Recuerdo el silbato de la Hilandería y del Frigorífico Swift sonando como siempre, llamando al cambio de turno, esa sirena que ordenaba el trabajo en la fábrica y que nos servía para saber qué hora era en la calle. Pero no había obreros en las fábricas, ni había gente en la calle. Recuerdo ese contraste entre la sirena y las calles desiertas.
Perón se había muerto. Yo no sabía todo lo que eso significaba.
Yo no sabía que había habido una vez una semicolonia próspera, que mostraba los símbolos de su prosperidad con orgullo: la avenida más ancha del mundo, el primer subterráneo de Iberoamérica (sí, antes que en España y Portugal), los rascacielos más altos de América Latina, el primer exportador mundial de granos, el exportador de las mejores carnes, el Teatro Colón comparable a las mejores salas de lírica del mundo, y asi sucesivamente…
Lo que el poder en manos de una férrea élite nativa asociada al capital británico no señalaba era el verdadero origen de esa extraña prosperidad: los trabajadores. Todo el aparato político y el universo cultural de la élite terrateniente (sus diarios, su teatro, su cine, su radio, sus Universidades) se congratulaban de la opulencia argentina, pero dejaban en las sombras a los verdaderos artífices de la misma.
El país vivía de la abundancia que creaba el trabajo y los trabajadores, pero el poder y el mundo simbólico los relegaba a la inexistencia. Todos los símbolos concretos que la élite oligárquica utilizaba como justificación de la necesariedad de su permanencia en el poder eran para ella muestra de su propio genio, de su capacidad blanca y europea en un continente destinado a la barbarie por su composición indígena y mestiza.
Miles de trabajadores construyeron el Puerto de Buenos Aires, el Teatro Colón, la ciudad de La Plata, el subterráneo, varios cientos de miles trabajaban en los frigoríficos, las hilanderías, los talleres ferroviarios, las minas de carbón, y otros tantos se rompían las manos y las espaldas en los quebrachales, en las zafras, en las estancias, haciendo posible que las carnes, el grano y las maderas llenaran las bodegas de los buques británicos. Pero para nadie existían, salvo para las fuerzas represivas, si es que los trabajadores osaban querer organizarse y reclamar por un mejor destino.
Perón trastocó ese orden de una vez y para siempre. Perón puso a la clase obrera en el centro de la vida política y con mayúsculas. No sólo la convocó a discutir con el poder económico desde los sindicatos, la convocó a la vida política y a la vida cultural. Perón, Eva Perón y el peronismo corrieron el velo que ocultaba a la clase obrera. No se quedaron allí, hubo ministros, diputados, senadores, embajadores de origen obrero, de viejos sindicatos o de nuevos sindicatos. Hubo un cine, periódicos y Universidades que comenzaron a expresar la perspectiva de los/as que trabajan, los/as que generan la renta y la riqueza.
La respuesta de la oligarquía fue implacable: se habían atrevido a desnudar la verdadera naturaleza de su pretendida opulencia: la explotación de las/os que trabajan. Implacable y brutal, el golpe cívico-militar de 1955 habilitó todas las represalias, si estas iban contra el peronismo: exilio, fusilamientos, torturas, persecuciones en las aulas, las escuelas, las radios, el cine, el deporte, las universidades… nada debía quedar en pié del mal ejemplo peronista. Dictaduras lisas y llanas, gobiernos civiles semilegales, todo se ensayó para que ese revulsivo plebeyo que expresaba el peronismo volviera “a su lugar”, o sea, a generar la renta que volvía opulenta a la élite y su mundo.
Sin embargo, durante dieciocho años, esos trabajadores se mostraron inasimilables por la fuerza o por la compra, resistieron todos y cada uno de los agravios, persecuciones y destratos del poder. A 14.000 kilómetros de distancia, ese extraño general daba la batalla más conmovedora y desigual de la historia argentina: exiliado y aislado, se enfrentaba contra todo el poder establecido (económico, político y mediático) para recuperar el poder a través del voto popular. Y en esa batalla desigual y portentosa muchas veces flaquearon las conducciones del partido, otras los burócratas sindicales, también algunos referentes del arte o la intelectualidad… pero nunca dudaron los trabajadores, se mantuvieron inamovibles en su esperanza de contar con Perón en el país.
Con este apoyo y el de nuevos actores sociales (los jóvenes del setenta que hallaron en el peronismo el espacio político para expresar su rebeldía y ansias de justicia), Perón obligó a la oligarquía a dar elecciones sin proscripciones finalmente.
En vez de una muerte plácida y mítica como exiliado inmaculado, el viejo general volvió a hacerse cargo de ese volcán que era la Argentina de 1973-1974. Volvió a meterse en el barro de la historia y la política.
Así alcanzó la presidencia por tercera vez, y volvía para reparar el daño de décadas. ¿Sabía que moriría en el intento? Es imposible pensar que no lo sabía. En vez de una muerte plácida y mítica como exiliado inmaculado, el viejo general volvió a hacerse cargo de ese volcán que era la Argentina de 1973-1974. Volvió a meterse en el barro de la historia y la política. De la comodidad escritoril en donde le decía a todos qué hacer, pasó a ser él quien tenía que hacer, gobernar, gestionar, dirimir. Un hombre de cerca de ochenta años en medio de un torbellino en donde todos esperaban algo de él: los jóvenes, que acelerara la revolución; la oligarquía (que seguía sin “tragarlo”), que contuviera la movilización que la misma élite había profundizado con su represión de casi dos décadas; y los obreros le pedían lo de siempre, que volvieran los días felices donde se trabajaba duro pero se vivía mejor, donde la esperanza de un futuro mejor para las familias obreras no era una promesa sino una realidad.
Durante ocho meses (los que fueron de octubre del 73 a julio del 74), y en medio de las luchas políticas cruzadas, el viejo general repitió su vieja y eficaz fórmula: crecimiento económico, distribución del ingreso (reconstruyó el 50% de la renta para los trabajadores), resurgir de la producción nacional, independencia en la política exterior en plena guerra fría.
¿Alcanzaría en una sociedad desquiciada por la represión y la destrucción de casi veinte años?
Por momentos parecía que sí, en otros las contradicciones eran tan profundas (en el propio campo peronista, en las organizaciones políticas de izquierda que buscaban el poder por la vía armada, en la resistencia de los monopolios económicos al regreso del Estado, en la oposición de la prensa hegemónica y en el acecho de las FF.AA. que ya prefiguraban su siniestro plan de exterminio sistemático) que parecía imposible reconstruir el gran Movimiento Nacional y Popular.
El viejo líder se expuso a todo y a todos, pero la exigencia era demasiado alta para un hombre debilitado y enfermo.
Murió ese 1° de julio de 1974.
Permítaseme terminar con una apreciación personal. Si a los doce años hubiese sabido todo lo que supe después, hubiera podido expresar en palabras lo que sentía a mi alrededor. Ese silencio, la sensación de catástrofe, de pérdida irreparable, era la de toda una clase que se volvía a sentir sola. Moría el único (junto con Eva Perón) que había vuelto visibles a los trabajadores, sujetos de derechos y actores políticos, sociales y económicos, como parte del poder democrático.
la sensación de catástrofe, de pérdida irreparable, era la de toda una clase que se volvía a sentir sola. Moría el único (junto con Eva) que había vuelto visibles a los trabajadores, sujetos de derechos y actores políticos, sociales y económicos, como parte del poder democrático.
Las y los trabajadores se quedaban solos. No se equivocaban: vendrían siete años de dictadura feroz que les cayó a los obreros como un rayo exterminador, vendría una transición democrática que los quería “reformados” (o sea, obedientes); vendrían los años de la segunda década infame, donde el neoliberalismo los destinó no sólo a la sobreexplotación, sino un paso más allá, a su inexistencia como clase, destruyendo el entramado de una economía nacional de perfil industrial. La crisis final de ese modelo de acumulación perverso que es el neoliberalismo los encontró en la calle, luchando y expresándose por existir en la debacle de toda la nación.
Un ejemplo concreto de la revancha elitista de la mano del neoliberalismo: en 1974, Berisso (como muchas otras ciudades del país) seguía siendo una ciudad obrera. El frigorífico, la hilandería, la destilería, el Astillero Río Santiago y siderúrgica concentraban a miles de trabajadores. Durante los treinta años posteriores a ese 1° de julio de 1974 se cerraron el frigorífico y la hilandería, se privatizó el astillero y la destilería. Miles de familias perdieron su ingreso mensual, se empobrecieron sus hijos, las escuelas, los hospitales, los pequeños comercios. De una ciudad floreciente y trabajadora se pasó a la ciudad “dormitorio” donde nada había para hacer.
Y, pese a todo y contra todos, las huellas del viejo general no se perdieron. Más aun, renacen hoy en un nuevo proyecto nacional que lleva como estandartes sus banderas: inclusión social y política, derecho al trabajo digno, búsqueda de la igualdad para todas y todos.
Y, pese a todo y contra todos, las huellas del viejo general no se perdieron. Más aun, renacen hoy en un nuevo proyecto nacional que lleva como estandartes sus banderas: inclusión social y política, derecho al trabajo digno, búsqueda de la igualdad para todas y todos. Sus mismos enemigos se levantan contra el proyecto político surgido en 2003: la Sociedad Rural, la Banca Internacional, los monopolios económicos, los medios y la cultura hegemónica, el país que se siente blanco y europeo. Por eso recordamos su fallecimiento, porque no murió del todo, como nada muere del todo si persiste en la memoria del pueblo que trabaja y lucha. Esos jóvenes del setenta que lo admiraron, lo desafiaron y lo lloraron retomaron sus banderas treinta años después. Y miles de jóvenes de hoy, del siglo XXI, se suman a la política para seguir batallando por los principios que ese extraño general intentó llevar adelante hasta el último día de su vida.
* Docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP
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