Por Ramiro García Morete
“El verano ya pasó. No puedo mirar el sol nunca más. Nunca más”. Pensó en dedicarse a la cocina, algo que soñó siempre. Arañando los cuarenta ¿quién iba tener ganas de armar algo nuevo, ensayar, salir a tocar? Mucho menos componer. Aunque es cierto que ya lo hacía en Berenjena, aquella banda adolescente que armó con Laucha y Matías. Sí, el Negro, el mismo compañerito de la N° 8 al que escuchó tararear “Michelle”, justo uno días después de que en un 504 verde su amigo Fede le pasara un walkman y el 20 éxitos dorados de The Beatles. Desde entonces con Matías comprarían intercaladamente casetes de los fabulosos cuatro. Y no solo eso. El Laucha también formaría parte del grupito que alrededor de los quince propuso armar una banda. A pesar de ser zurdo, comenzó a tomar clases de guitarra y llegaría con el tiempo a cursar en Bellas Artes y la EMU. Faltaba aún para Crema del Cielo, la reconocida banda que uniría a los tres y que, tras más de una década, estaba ahora dejando atrás. Con lucidez habían asimilado a la argenta toda esa fascinación por el rock inglés, desde T-Rex hasta Supergrass pasando obviamente por The Kinks. Quizá fueron los Davies quienes le enseñaron que a veces uno pelea con sus hermanos. Y a punto de largar todo y “más solo que judío en Navidad”, nuevamente los amigos le dieron un empujoncito. “Dale que las melodías están buenísimas, hagamos algo”, insistió Fede Lozano, quien lo invitó a maquetar en la sala de Don Lunfardo. “Si no lo hace ahora, medio que ya está”, metió el dedo en la llaga Coco Macchi, quien se dispuso a tocar la batería. Decidido a veces, dubitativo otras, el hombre que se define jocosamente como bipolar se dispuso a colgarse Epiphone 335 y continuar un repertorio que comenzó con “Pantalón de Corderoy”. El mismo hombre va “por la vida cantando en sexta menor” asumió su rol de vocalista principal y condensó cierto humor cáustico para hablarle al amor y el desamor, sobre melodías adhesivas y bases guitarreras de beat y rock que suben la apuesta cuando pisa el Big Muff. Con la producción de Roberto Garcilazo, el buen rock & roll de vieja guardia atrajo nuevas energías y con “El dedo en la Jagger”, Fernando Boris Glombovsky volvió a sentir el calor de una banda: Kerusalem. Otra vez la guitarra como estrella y guía para el largo camino por el desierto. Porque el rock y la fe son lo último que se pierden.
“Quería hacer un trío pero me di cuenta que no me daba el cuero como violero”, introduce Boris, quien sin embargo se destaca por una personal impronta con la seis cuerdas. “Estaba más solo que judío en navidad. Sumamos una guitarra acústica a cargo de Roberto Garcilazo, quien fue productor del disco. Me encantó que esté en todos los temas, me sentí más tranquilo en el momento de hacer solos. Después en grabación pusimos teclas (que las toca el baterista) y también llamamos en la percusión a Nacho Giusti”.
La referencia a la hora de armar las canciones otra vez fue The Beatles. “Salvando las distancias, en el primer disco buscamos hacer como ellos. Humildemente. Canciones chiquitas, básicas, de dos minutos. Parte A, parte B. Y a la mierda. Algunas mutaron un poco más, producto de tener cuatro cabezas trabajando y ya no una sola”. El material deja entrever la herencia del rock inglés. “Me gustan mucho los Kinks y el sonido británico, las bandas de los sesenta. Yo traté de llevarlo un poco para ese lado, como hacía en Crema”.
A la hora de escribir lo primero que pensó fue en el dolor de alguien. “De algún examigo, de algún amor o de algún dealer. Ir puntualmente por personas. Y también fueron mutando un poco… agregando un poco de humor, de sarcasmo. Pero más que nada hablan de amor o desamor”. Y agrega: “Yo vengo de tocar con el Boya (Gabriel Rulli), que es un letrista de la puta madre. Me encontré con que yo tenía que decir algo. No me temblaban los pies pero me costó. Después recordé que de pendejo tenia Berenjena y escribía todo. Y no pensaba tanto. Ahí medio que relajé. Voy a hablar de tal persona y fue”.
La banda se presentará este 8 de junio a las 21 hs en Live Club (39 e/ 6 y 7), abriendo el show de Crema del Cielo y en cierto modo cerrando un circulo. Agradecido y aliviado por estar de vuelta en el ruedo, el músico celebra. “Fue muy divertido volver a ensayar. Te hace falta en la vida. Lo hermoso que es eso, lo que te llena de vida”. Por eso ahora el objetivo es tocar mucho en vivo. “Dicen que los cuarenta son los segundos veinte. La emoción de tocar a morir. Cargar el equipo, tocar… Tenemos media hora de show, ideal para hacer soporte. Sobre todo tocar con amigos, pasarla bien, más que nada”.
Y a pesar de lo que el panorama indica, asevera: “Me sigue gustando el rock a morir. Soy de vieja escuela: dos guitarras, bajo y batería. Al menos para mí, que soy zorro viejo. Respeto mucho a la nueva oleada. Cada uno puede ir mutando por donde puede. Yo quiero hacer rock cabeza como siempre. Es el que me gusta”.