Por Ramiro García Morete
«Porque no soy doctor, ni contador / yo soy un aviador (un aviador) / te contaré / historias de mis nubes, de mi sol». No tendría más de siete u ocho años cuando pidió unas maderas para tallar. Visiblemente había una atracción por dar forma a las cosas. Pero no sería carpintero. Sin embargo estaba fascinado por una serie de enciclopedias para niños donde se detallaban oficios. Recuerda sin mucha precisión haber escrito alguna suerte de poema a partir de ello, pero sí es exacto al evocar los discos que sonaban en su casa. Su madre boleros y música romántica, que se entrecruzaría con el chamamé de su media sangre correntina y la cumbia boliviana y el folklore paraguayo de tanto jugar con sus vecinos del barrio de Olmos. Ser retraído jamás tuvo que ver con no ser perceptivo y varios de esos sonidos formarían parte de uno de sus más de setenta (¡sí!) discos grabados. Su padre, en cambio, le había abierto el camino a Radiohead y a Alta Suciedad, álbum que precisamente definirá: «No es un disco: es mi padre».
«Flaca» de Calamaro sería el tema que su primo de Dolores le enseñó en el teclado, instrumento que terminó aprendiendo con su Casio Tone Bank porque sus padres asumieron que no podrían pagarle el acordeón que quería tocar. Sería el Salmón también una inspiración para sus primeras canciones junto a El Risco, banda de su adolescencia en la que cantaba otro porque «el chiste es que yo lo hacía mal». De voz confesional y agradable, lo que realmente ocurría era su timidez. Aunque a la vez era muy decidido, como cuando con toda la calma del mundo usó una morsa y aplastó todos los casetes grabados con minicomponente donde había grabado sus temas solistas. Lejos de la violencia pensó: «Esto no se ganó su lugar», y ya no quedó ni una copia de La nariz.
Una Pentium 1 o 2, el CoolEdit y el FruityLoops (que también sigue conservando) le enseñarían a mediados de los 2.000 que podía hacer música sin una banda. Y en su cuarto. Allí donde se dedicó muchos años a lo experimental, el ruidismo y la electrónica. Allí donde las canciones volvieron a aparecer y –como siempre– las puso a prueba. Puliendo cada detalle por separado: letra, melodía y producción. Dándoles tiempo para que sí se ganen su lugar. Sean del género que sean, ya que más allá del tono íntimo y sofisticado que cruza su cancionero, ha sabido –como dirá– probarse trajes. Ya sea para su experimento Músicas tradicionales, donde compone en base a un país y su cultura, tras indagar gradualmente en libros, imágenes o lo que sirva para construir el universo. O para búsquedas más sonoras, como cuando este trabajador de una empresa de energía que la luz no está ahí quiso grabar con el sonido de la 808 que no pudo comprar. Otra vez los softwares, otra vez su cuarto y otra vez hacer algo nuevo con elementos conocidos. «Yo dejé abajo ese mundo y mi monóculo no ve / las noticias, los contratos, las motos allá abajo quedarán», cantará y más que una expresión soberbia de alguien a quien no le importa el mundo, es la declamación de alguien que resguarda su propio mundo. Que como en «Calculadoras» («el himno nacional de mi habitación», dice) tiene casi estatura de Patria. Por eso le simpatizará el hashtag bedroompop, como saber con risas que «hay una tribu urbana en pijama que nunca se junta». Desde la habitación y esas ventanas que son los libros y los discos, mira el mundo. Y sin presentarse en vivo desde 2016, le canta a otras habitaciones. Meticuloso, sensible y elegante compositor, Adrián Juárez sabe que los viajes no se miden en kilometraje ni pasaportes. Y que a veces, desde una habitación, se puede volar alto el ancho mundo. Por dentro y por fuera.
«Me gustan mucho los álbumes –introduce Juárez sobre su último trabajo–. Sin embargo a veces me surgen ideas aisladas que quiero hacer y que no me dan para un disco. Hay que concentrarlo en una canción. Este es uno de esos casos». Y cuenta: «Hace unos años que estoy obsesionado con un sonido que es la 808. En lo musical responde a la ganas de hacer electrónica con en ese sonido». La canción original data del 2013: «Trato de que las ideas se me impongan. Es más: lucho porque la idea no salga a la luz. Y si es suficientemente fuerte, solita se va a imponer». Lo que se mantiene vigente es la letra en relación a su propia vocación. «Sí… en otro disco (‘Tu nombre es fresa’) está ‘Mi tambor’ que habla de lo mismo. Tiene que ver con dedicarte a otras cosas por no morir de hambre, pero que tu alma no está ahí. A mí me toca y no es que no lo haga con ganas ni que esté agradecido. Pero es como cuando estoy ahí, no estoy ahí. Por eso dice: ‘No soy doctor ni contador’. Soy esto por más que haga otras cosas. Eso es válido para cualquier persona que se dedique al arte».
Estilísticamente trata de definir su trabajo o el modo de encararlo: «Básicamente trato de hacer una lectura mía de cosas habituales. Hay una tradición, pero uno puede hacer una lectura personal y lo vuelve no tan tradicional. Si bien me paseo por distintos géneros, me voy disfrazando. Son capítulos y siempre soy yo en distintos escenarios».
El escenario que no pisa hace tiempo es el del vivo: «No creo que responda a ningún trauma especial. Tiene que ver con mi personalidad. Soy tímido desde el hola. Interactúo con la gente, pero es un esfuerzo». De todos modos reconoce que hay cosas que extraña del vivo. «Sobre todo cuando voy a un concierto y veo la comunicación. Estuve unos cuantos años y logré cierto grado de histrionismo que estaba bueno, la gente se subía a la propuesta mía». Pero el entusiasmo vuelve a caer en todo lo que implica «el momento de armar una fecha para un artista independiente. Tocar en vivo es muy angustiante. Es una lucha, muy noble. Pero que no merecía tanto esfuerzo y estoy feliz con la idea de que hago algo y lo subo a internet. Algo así como de habitación a habitación. La gente lo tomó así. Tengo fans desparramados, que quizá son poquitos pero lo viven muy personales. Me atrevo… yo veo un feedback de cierta gente en internet. Y veo que hay una mayoría que son personas un poco retraídas. Y me hace feliz». Y para reforzar la idea recuerda algo que repite en entrevistas: «música hecha en ojotas [risas]. Siempre grabé en casa, nunca en un estudio. Los estilos musicales en su mayoría tienen un metalenguaje. Hablan de sí mismos. Yo pertenezco al boliche o yo a la calle. Hay estilos musicales que hablan de la calle. No hay tanta música que hable de tu habitación. Si bien mi repertorio recorre varios paisajes y la naturaleza, siempre vuelvo».
Sin embargo, hay que dejar en claro nuevamente: su mundo privado no tapa el resto del mundo. Y la coyuntura social no le es ajena: «Es un tema. No creo que mi ensimismamiento no es porque no empatice sino que tengo una especie de impulso de estar solo y hacer cosas que requieren estar solo. La multitud un poco me apabulla. No tengo fobia pero no es mi lugar favorito. Lo que pasa es que por un lado están los libros que son una ventana. Pero está la calle en sí. Son momentos políticos muy agitados de mucha noticia y noticia en la calle: que un familiar la está pasando mal, por ejemplo. Tendrías que tener un nivel de empatía muy bajo para que no te traspase o invada las canciones. Yo nunca fue de escribir sobre política. Pero me pasó que dije: pucha… no puedo no escribir esto. Hice una canción que comienza: ‘Hay que despertar a la giganta’… veré si la publico o no. Pero hay veces que es inevitable se vea invadido por ese sentimiento, porque en este momento es una cosa muy estridente que te ensordece».