Por Ernesto Eterno
La escena más descarnada que retrata la naturaleza del gobierno transitorio que lleva el sello de un régimen fascista despiadado se produjo en La Paz el 21 de noviembre, en las cercanías de la Plaza San Francisco, como a las 16:30. Ni los medios de comunicación más proclives a esta pandilla de desalmados han podido esconder tamaña afrenta a la condición humana y al dolor de los familiares y amigos de los difuntos.
La población de la ciudad de El Alto que había decidido bajar a La Paz con sus muertos sobre los hombros, mostrarle al mundo entero lo que el cerco mediático estaba ocultando sobre la masacre de Senkata, sufrió un brutal ataque policial-militar. Los marchistas fueron reprimidos con tal furia que los dolientes tuvieron que dejar los cajones de sus muertos en la soledad dolorosa de la calle a expensas de ser pisoteados por las tanquetas y las tropas de ocupación colonial, en medio de nubes tóxicas de gas pimienta y balines disparados con rencor de verdugos.
Esta escena inaudita sobre la que huelga toda explicación expresa la radiografía de un régimen que está dispuesto a preservar el poder robado al pueblo a costa de cometer las mayores atrocidades en materia de derechos humanos. La mano represiva del actual régimen de facto es superior en crueldad a la peor dictadura que ha vivido el pueblo boliviano a lo largo de toda su historia.
Ciertamente llegaron al gobierno para tomar el poder sin límite alguno. Creen que están en medio de un festín y lo disfrutan opíparamente. El desfile de los muertos no interrumpe su éxtasis. Tampoco es suficiente el menú de violencia para saciar sus apetencias insanas. Les sirve todo para cumplir su promesa de venganza y honrar la obediencia de sus amos. No se detienen ante nada, por el contrario, disparan abyectamente agravios contra las víctimas, a quienes se les acusa de haberse matado entre ellos y mostrarse como «hordas alcoholizadas» en un gesto de desprecio repugnante. La población rebelde que protesta en las calles contra un régimen golpista y su infamia sangrienta ha sido reducida a «hordas», esto es, a grupos vandálicos, sucios y malolientes que merecen el desprecio de la sociedad pulcra, impoluta y prolija.
¿Las hordas salvajes son las que matan o las que mueren? Más que investigaciones forenses para esclarecer estos baños de sangre hace falta una antropología de la bestialidad entre quienes conducen hoy el país. Estuvieron agazapados durante largos trece años esperando, en la vigilia de la noche, este segundo que disfrutan como si fuera eterno. Su larga espera hoy se siente compensada con la sangre que brota de los treinta cuerpos masacrados a balazos. Una épica sangrienta que no cesa porque aún no parece ser suficiente. ¿Cuántos muertos más frenará su sed de gloria política para replegar sus fuerzas represoras? ¿Cuántos indios más tendrán que ofrendar su vida en el altar de esta cofradía de odio?
Más que una pandilla de asaltantes que se llaman «gobierno de transición» parece que enfrentamos a un rebaño acomplejado que despliega ferozmente sus instintos. Nunca una transición política se condujo con tanta sangre derramada contra bolivianos. Esto dice del mandato que los impulsa a matar sin piedad y a mentir sin clemencia. La televisión los muestra como animalitos encuevados dispuestos a obedecer tareas primarias que provienen de sentimientos casi primitivos. Pedirles que piensen en lo que hacen por un solo segundo es demasiado. Ni remotamente se les ocurre pensar en la nación que tienen entre sus manos o en la sociedad a la que deben enfrentar sin escalpelo.
Esta pandilla no tiene tiempo ni condiciones para pensar la vida de los seres humanos. Su oficio tormentoso es la privación de ella. Obedecen órdenes que provienen de afuera y consignas elaboradas para su propio consuelo. Tratan de ubicar el país donde viven pero mañosamente se refugian en el país que quieren. Saben que el tiempo se les escapa y por ello enfrentan con saña demencial los que denominan «hordas masistas», como para justificar su brutalidad pero también para conjurar el rencor profundo que los envuelve. No poseen ideas para pensarse como gobierno, apenas atinan a excitarse cuando se sienten que son poder.
Este es un gobierno no solo fascista porque mata o reprime sin preguntar. Es despiadadamente fascista porque sabe que mata con la legitimidad que cabalga en la clase media que ha decidido mediar para saciar su sed de venganza. La clase media racista requiere de verdugos que los representen en su descarnada voracidad. El odio a los indios se ha convertido no solo en una moda generacional, también en un pasatiempo de las tertulias fascistoides. Sin embargo, los fariseos del odio hablan de democracia.
La nueva gramática farisaica no deja de lado los adjetivos asociados al aniquilamiento. Por ello, es una clase que está dispuesta a dejar pasar todas las muertes necesarias porque son indios. Para esta clase anclada en el lastre racista de los siglos, esas masas indígenas, despojadas del poder y del líder que encarnó parte de sus sueños, merecen cualquier tipo de castigo, incluso la muerte. Deben pagar la culpa de su osadía: haberse atrevido a reemplazar por un largo tiempo a quienes se creen los dueños genuinos e insustituibles del poder. Pocas veces esos dueños perdieron el derecho a gobernar, y, cuando lo hicieron, las masas pagaron un costo muy alto: fusilaron a Willka, suicidaron a Busch, colgaron a Villarroel, asesinaron a Tórrez y derrocaron a Evo. Es una clase que no acepta competencia en el arte de tenerlo todo sin ser ni merecerlo. Por ello, el golpe del 12 de noviembre más se parece a una estrategia de escarmiento.
¿Quiénes gobiernan este país en el que los blancos ahora tienen el derecho a matar indios impunemente o perseguir mujeres de pollera sin piedad? ¿Quiénes constituyen el núcleo duro de esta nueva casta encomendera que mata por un plato de lentejas? ¿A dónde se dirige este gobierno que carga el odio a cuestas nombrando a Dios en cada esquina?
Por lo pronto diremos que este es un gobierno cuya arquitectura política y fuerza represiva, incluida la parafernalia mediática y de redes, está pensado en Washington para ser ejecutado por una nueva casta encomendera cuya tarea es barrer todo vestigio «populista». Lapidar el «masismo», ampliar las esferas de su muerte civil y fragmentar su potencia popular mediante la persecución política o la judicialización son las tareas que encarna este régimen al que lo caracteriza la masacre. En la condición de su transitoriedad radica su potencia represiva y desde allí se pretende pasar, vía electoral, a la fase sostenible de un nuevo modelo de dictadura con rostro democrático. Por ello, no será una simple casualidad el retorno deliberado de USAID ni de la DEA, o, peor, de la CIA. Este engranaje criminal contribuirá a optimizar el ropaje democrático.
Sin duda, en el escenario que se precipita por la fuerza del plomo no hará falta gente honorable para llenar el vacío de poder. El proyecto neocolonial de poder no pasa por la decencia política sino por la desmesura. El primer personaje de esta tragedia ya tiene las manos machadas de sangre, y tanto Camacho como Mesa son los nuevos comensales del festín imperial.
Jeanine Añez, la autonombrada
El gobierno fascista nace de estas entrañas sórdidas exponiendo sus tentáculos grotescos desde su condición de clase. Parecen personajes salidos de historietas estrafalarias. Una presidenta blanca, católica, oriental e iracunda que no trepida en pedir que los indios, andinos o amazónicos, sean expulsados de su tierra para conjurar sus ritos satánicos lejos de su confort. Alguien que detesta sentarse con un indio, que lo proscribe por su sola diversidad o que desprecia la presencia de la whipala, que es un símbolo del nuevo Estado Plurinacional, que renace de los escombros de la colonia, dice hoy representar a Bolivia. Una senadora que apenas logró 40.000 votos dirige hoy la voluntad de 11 millones de personas.
La presidenta autonombrada llegó sin previo aviso. Ninguna comunidad, ningún vecindario, ningún gremio, ningún club deportivo, ninguna sociedad de buenos oficios, nada ni nadie fue consultado para que Jeanine Añez fuera presidenta. La llevaron escoltada a la Asamblea Plurinacional, ingresó triunfante sin librar batalla alguna y se mantiene inalterable a pesar de la cantidad de muertos. Siente que está predestinada a mandar como el célebre Guaidó, el venezolano, que también se cree presidente por el solo hecho de ser ungido por el Tío Sam, desde la cloaca de Washington. Estos personajes histriónicos solo pueden ser un subproducto de galeras malolientes.
A Jeanine la breve le crearon una oportunidad excepcional y le allanaron el camino para hacer lo que se le ordene. Su principal atributo es la obediencia ciega, y por ello dispone de un ejército y una policía de gatillo fácil. Como los juegos de magia, la sacaron del sombrero en Washington con la complicidad sosegada de Tuto Quiroga, un líder político fracasado, y Luis Fernando Camacho, el líder religioso construido para lo siniestro. Quiroga es un verdadero mago de la política fascistoide y del dinero sucio. No cesa en su manía de expresarse cantinflescamente, por redes y televisión, contra cualquier vestigio de democracia popular. Sus vínculos con la jauría de senadores cubanos atrincherados en Miami, junto al criminal de Sánchez Berzaín, protegido de la CIA, y su relación con lo más escabroso del paramilitarismo colombiano, lo convirtieron en una ficha clave de los Estados Unidos durante estos últimos cinco años.
Quiroga, junto a Oscar Ortiz, el candidato perdedor de las «manos limpias» de la última elección, fueron los operadores del golpe de Estado de 2007-2008 bajo la batuta de Philipe Goldbergh, el embajador carnicero que hoy preside otras tantas sangrías desde Bogotá. Quiroga, Ortiz, Berzaín y Camacho fueron los elegidos para la gloria pírrica. Esta vez retornaron con más recursos, tecnología y una estrategia política y mediática demoledora de la mano de la OEA. Desde hace más de una década estos nombres ocupan un lugar privilegiado en las listas de la CIA. Empero, el oficio común es el de hacer desaparecer millones de dólares que generosamente les otorga su agencia madre cada vez que prometen derrotar a Evo. Esta vez fue distinto. La fortuna se puso de su lado alimentada por los millones de dólares que fluyeron de la caja criminal de la CIA y sus adláteres.
La autonombrada y este séquito virreinal saben que el festín del poder usurpado tiene los días contados. Empero, esa brevedad la ha convertido en una carnicera desalmada, la primera de su género en toda nuestra historia. Nunca una mujer había llegado tan lejos permitiendo que se masacrara a sangre fría a tantos jóvenes a los que les privó del derecho a soñar. Nunca antes una mujer había comandado una carnicería humana como en Ovejuyo, Sacaba o Senkata. Curiosamente, comparte junto a su ministro de Gobierno un deseo irrefrenable de perseguir, cazar y destruir. Al parecer no es un mal de género, ambos son un género del mal.
Curiosamente, Añez es una mujer que nació en las bellas pampas benianas que solo ofrecen belleza y esplendor. Extraña referencia para la mujer mojeña-amazónica que tendrá en su inventario histórico una golpista y a su vez una genocida. Por cierto, esta es una vergonzosa referencia para un pueblo hospitalario, modesto y generoso en sus costumbres.
En su breve genealogía política, el general Banzer funge como su padre ideológico. Una pieza clave en la galería de los dictadores sanguinarios latinoamericanos. Tal vez inspirada en este ejemplar ruinoso para la nación, la «elegida» se muestra fría, ambiciosa, delirante en su ferocidad de clase. Manda desde el sillón presidencial con el mismo aplomo con el que los patrones de estancia deciden violar a sus empleadas. Lo hacen para marcar su territorio, como los animales cuando depositan sus miserias para prevenir intrusos.
Añez está conectada al pensamiento más conservador y racista de otro tutor político: Ernesto Suárez. Un exmilitante banzerista, convertido en un próspero ganadero, construyó su fortuna con la miseria de su pueblo. Suárez Sattori proviene de un padre militar protofascista para quien los peones de su estancia valen menos que sus vacas. Entre Suárez y Añez existe una comunión no solo ideológica, sino también señorial. Añez cree, como la mayoría de los patrones de estancia, que no es un delito violar a las hijas de los peones. Es una violación merecida, casi como un honor, acceder a la violencia carnal de los dueños de la tierra y del ganado. Es su cuota de sangre. Este derecho patronal es semejante al derecho de pernada que aún practican los curas corruptos y pedófilos en las extensas sabanas benianas. Patrón y cura son dos especímenes que viven postrados ante el delito y la complicidad en el pecado. De esta casta proterva proviene la autonombrada presidenta. Nacida cerca del dolor de la violación y de la complicidad de una iglesia que hace misa para los que violan.
No es pura casualidad que quienes ofician hoy de mediadores en el conflicto entre el régimen, los movimientos sociales y el gobierno derrotado son representantes de la Iglesia católica, aquella cuya élite goza de todos los fueros, incluso el de la pedofilia. Esa parte oscura de la Iglesia que se dice mediadora es la misma que ofició las misas de los domingos condenando sistemáticamente a Evo y su gobierno. Es la misma que durante los últimos años canalizó financiamiento de USAID para alimentar el golpe fascista, es la misma que se convirtió en la trinchera antipopular desde sus fundaciones de fachada, manchadas con sangre de los pobres: Fundación Jubileo, Cáritas, ERBOL y otras. La presidenta autonombrada es hija predilecta de esta Iglesia que los domingos le rinde culto a la hipocresía y a la barbarie patronal.
Quienes la eligieron tenían la seguridad de que la presidenta autonombrada cumpliría el mandato de gobernar matando. El séquito fascista celebra que las «hordas» ahora tengan su merecido, incluida esta Iglesia que indirectamente oficia el fascismo por su complicidad política. Celebran a la mujer católica que reza pero que también mata.
Por mucho tiempo, en Bolivia y en el resto de América Latina la Iglesia lleva en el vientre toda la podredumbre del Imperio y el pecado de sus testaferros. Hoy mismo enfrentamos a una parte de la Iglesia católica que atenta contra la libertad y el bienestar de un pueblo que empezaba a caminar, a elegirse a sí mismo, a trazar su propio destino más allá de los errores humanos que el gobierno pudo cometer por su impericia o por su voluntarismo inefable.
Así pues, Añez resulta ser el vértice de una maquinaria criminal que hoy está sostenida en cuatro patas, cada una de ellas con sus propios intereses corporativos, religiosos, extranjeros y empresariales. La primera de ellas, el Ministerio de la Presidencia, de línea fuertemente camachista; la segunda, sostenida en los ministerios de Gobierno y Defensa, de filiación extranjera; la tercera, que alimenta la proyección internacional y una economía de recambio neoliberal; y la cuarta, la complementaria, que funge como retoque (maquillaje) o legitimación del absurdo.