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Grafiti. El arte de plagar

Para muchos, el graffiti solo se reduce a una acción: vandalismo. Esa manera de interpretar el arte urbano ha producido en este último tiempo una serie de ideas. La más excéntrica, la del concejal massista Oscar Vaudagna, que presentó un proyecto que propone multar a comerciantes que vendan aerosoles de pintura a menores de dieciocho años. La preocupación del concejal por la salud de las paredes parte de un dato cuantitativo: según el libro El graffitti tiene la palabra -investigación que firman los comunicadores Federico Ferraresi y Máximo Randrup- el 81% de las pintadas de la ciudad de La Plata se realizan con aerosol.

No son ideas nuevas. En 2006 el entonces intendente Julio Alak impulsó una ordenanza llamada «La Plata Ciudad Limpia», que el bruerismo no tardó en potenciar coordinando patrullas municipales que taparon, a brocha gorda y sin discriminar, toda imagen no planificada. La intención de Alak era la de erradicar la propaganda política. La de Pablo Bruera, un guiño a la especulación inmobiliaria.

[quote_right]»Mi intención no es dañar, el graffiti es mi manera de manifestarme», explica Loogia[/quote_right]

La siguiente iniciativa, muy visible en estos días, la dio a conocer el gobernador Daniel Scioli en 2014, durante la apertura de la Asamblea Legislativa: «Para los inadaptados que se divierten queriendo arruinar lo que es de todos, vamos a emplazar un cerco perimetral que resguarde al Teatro Argentino de La Plata». La imputación del gobernador, tan resuelta, entiende que los grafiteros, en su mayoría artistas coherentes con el estilo plástico del movimiento, tienen como fin la destrucción (por diversión) y no otra clase de preocupaciones que, siendo polémicas, también pueden ser virtuosas. «Mi intención no es dañar», explica Loogia, grafitero de 19 años que lleva tres dedicado al estilo y ha pintado la mayor parte de su producción sin permiso. «El graffiti es mi manera de manifestarme, me llena de adrenalina y felicidad, es como jugar a la pelota». Caos, artista urbano que arrancó en pleno 2001 elaborando su propia versión del clásico Wildstyle de New York, agrega: «Cuando catalogan a los grafiteros como vándalos es meramente una cuestión de ignorancia. Cuando el artista decide expresarse en el espacio público tiene pocas opciones: la legal o la ilegal. El que decide transgredir sabe a lo que se expone, no hay mucho mas que eso».

La estigmatización juvenil, moda en el terruño bonaerense, tiende a tergiversar lo que se propone esta corriente artística. «El graffiti se basa en plagar, en ocupar territorio, marcar barrios, intervenir en la ciudad», explica Loogia, «es dejar tu huella. Inclusive hay grafitis que con los años empiezan a formar parte de la identidad del barrio «.

Grafiti de Loogia en la Escuela Dardo Rocha
Grafiti de Loogia en la Escuela Dardo Rocha

El movimiento grafitero es incómodo, irritante, y su relación con la plástica pierde visibilidad en favor de uno de sus principales rasgos: la producción de clandestinidad, excusa perfecta para que la clase política y propietaria refrende su indignación. «El mío es un estilo propio, muy ligado a la arquitectura, por eso los trazos rectos», explica Loogia, «No me sale el flow, aunque de a poco voy implementando cosas abstractas».

El dato que el doñarosismo soslaya es el valor del grafiti como forma de relación social. «Hay muchísimos códigos que se tienen que cumplir porque sino sos un gil», señala Loogia. «Por ejemplo, no tapar a otro. Aunque por ahí hacés una pieza y viene uno y te corona [te pone su firma encima]. Si lo hace alguien con el que no tenés onda, es una provocación. Si lo hace un amigo es como un juego, te está retando a que vos lo hagas. Pasa en un montón de partes de la ciudad en la que hay una firma y encima otra y otra y otra hasta llegar al cielo. Es una forma de comunicarse».

Según datos surgidos de la investigación de Ferraresi y Randrup, en La Plata esa relación tiene una característica distintiva: no hay rivalidad entre los grupos de grafiteros e incluso es frecuente el trabajo en colaboración. Esa colaboración entre jóvenes, esa fraternidad, es una hazaña que la clase dirigente promulga a los gritos, pero que en la lista de prioridades aparece muy por debajo cuando el costo es alguna porción del espacio público.