Por Ernesto Eterno
«Han entrado al gobierno como una banda de atracadores […] y hemos pasado de una lógica de rapiña a otra lógica de rapiña… Los que han entrado al Palacio son una fuerza tan destructiva… El juego simbólico biblia vs. wiphala es un juego teatral […] Otro tanto de lo mismo le pasa a la Canciller del Estado que ridículamente nos habla de que va a cambiar el país. La frase de por sí resulta ridícula, pero revela la ambición de quedarse allí el mayor tiempo posible», señala molesta María Galindo, una feminista radical cuya política se expresa en el conjunto de grafitis callejeros en la ciudad de La Paz.
Es inequívoca la descripción del gobierno asaltante y golpista. Empero, lo que evita señalar Galindo en su artículo es la naturaleza de ese gobierno, que ella misma ayudó a construir, y obviar sus funestas prácticas de violación de los derechos humanos. Olvida decir que este es un régimen golpista, nacido de las entrañas de un movimiento sedicioso cívico-policial-militar, patriarcal, filorreligioso y como tal absolutamente ilegal en su origen y criminal en sus consecuencias. El acceso de Áñez al gobierno, violando deliberadamente procedimientos legislativos, coronada con la bufonesca recepción de la banda presidencial de manos de un sargento de la casa militar, revela su patético desenlace.
El rasgo depredador del nuevo gobierno es ya un signo indiscutible, como lo es su inconstitucionalidad bañada en sangre. Represores y ladrones al mismo tiempo. El mismísimo ministro de la Presidencia, Jerjes Justiniano, fue denunciado por un viceministro de Comunicación por tráfico de influencias e intentos de enriquecimiento ilícito mediante la firma de contratos millonarios dirigidos a empresas extranjeras de comunicación a menos de tres semanas de llegar al gobierno ilegal. Un verdadero récord cleptocrático que no es ajeno a otras esferas del régimen. Se acaba de denunciar que otro alto funcionario del mismo ministerio fue designado viceministro de Movimientos Sociales a pesar de que pesa sobre él y un director suyo una denuncia por estafa por más de 320.000 Bs. El flamante director ejecutivo de la Agencia de Vivienda, Alberto Melgar, acusado de corrupción en el Beni, opera puertas adentro para otro mafioso que gobierna desde abajo, Ernesto Suárez S.
La instalación del gobierno golpista tiene prisa de asaltantes. Poseen poco tiempo para el trabajo sucio y por ello eligen a los amigos íntimos para hacer el trabajo rapaz. De esto no escapan los flamantes funcionarios de la burocracia ministerial en Relaciones Exteriores a la cabeza de la nueva canciller, Karen Longaric, antigua funcionaria de esta institución y hasta hace poco directora ejecutiva de la Fundación IDEA, un centro educativo cuya tarea fundamental reside en transferir mecánicamente manuales administrativos para facilitar la incursión de jóvenes desempleados en el mercado de trabajo. Buena parte de la Cancillería ya fue ocupada por militantes de Acción Democrática Nacionalista (ADN), entre ellos, Yovanka Oliden, Álvaro Calderón, Álvaro del Pozo o Freddy Abastoflor, militantes del viejo partido que perteneció al exdictador Hugo Banzer S. y cuya tarea es la de disponer la mayor cantidad de cargos para su respectiva subasta mafiosa.
De un modesto horizonte académico y de ideas vagas sobre la complejidad de la Política Exterior, Longaric repite cacofónicamente frases extraídas del conjunto de intelectuales/diplomáticos liberales de fines del siglo XIX y mediados del XX como Prudencio Bustillo, Luis Fernando Guachalla, Ostria Gutierrez, etcétera. Las referencias epigráficas de la canciller retratan a alguno de aquellos personajes que hicieron del oficio diplomático su trinchera burocrática y cuyos complejos de culpa, por pertenecer a un país de indios, los obligaban a pensar en generalidades geográficas autodefensivas e inocuas. Con el tiempo, la apelación recurrente a este pensamiento geográfico acomplejado le valió el título de profesora emérita y cargos importantes en el Instituto Internacional de Integración (III) Andrés Bello, así como en la Universidad Andina.
«no se le pasa por la cabeza [a Longaric] pensar que la Política Exterior se construye sobre tableros tortuosos o intereses intrincados que reflejan la musculatura económica, el poder industrial, el dominio estatal sobre el territorio y sus recursos naturales, así como la capacidad de decidir en medio de una fauna financiera sedienta de excedentes y materias primas»
Empero, para un gobierno de transición no hace falta tanta sabiduría como convicción para la obediencia. Para ejercer el oficio de canciller se requiere un poco de decoro y otro tanto de dignidad, aunque aparente. Se ha preferido alguien que evite bucear en la complejidad dialéctica de las relaciones exteriores. Longaric cumple el requisito. Su parsimonia intelectual evita incursionar en los análisis acerca del dominio y el orden capitalista, que en último caso determina el lugar que ocupan nuestros países, o explorar las dinámicas geoeconómicas o de supremacía tecnológico-militar con las que se mueve el mundo. Es una diplomática de premisas simples. Pausada como es, se esmera en creer en el valor que otorga la periferia y en sus vicios geográficos parroquiales.
La nueva canciller forma parte de ese ruinoso pelotón de funcionarios que con un mínimo de esfuerzo satisfacían la mediocracia que los rodeaba. Pertenece a ese colectivo del pensamiento cómodo, alimentado por la cultura de la capitulación en favor de nuestros tradicionales mandamases. Anquilosados en frases semiafortunadas, no se les pasa por la cabeza pensar que la política exterior se construye sobre tableros tortuosos o intereses intrincados que reflejan la musculatura económica, el poder industrial, el dominio estatal sobre el territorio y sus recursos naturales, así como la capacidad de decidir en medio de una fauna financiera sedienta de excedentes y materias primas.
De mentalidad dócil, eluden pensar que los procesos de integración regional operan como campos de fuerza asimétricos en busca de configuraciones de poder autónomos y democráticos frente a viejas estructuras de poder hegemónico con proyección imperial. Prefieren la simplicidad shumpeteriana de que lo pequeño es hermoso. De ahí ese pensamiento cómodo y subalterno acostumbrado a tributar batallas antes de que empiece la guerra. Constituyen un colectivo que busca explicaciones fáciles refugiados en el voluntarismo, en el método cortesano de la genuflexión, en la quimera de las promesas vacuas y en la teoría de lo afable.
Longaric pertenece a una generación de diplomáticos a quienes acostumbraron a moverse en medio de categorías elementales que sirvieron para castrar y adormecer la potencialidad geográfica, económica, social y productiva del país bajo el alero del discurso neoliberal: libre mercado, competencia complementaria, ventajas competitivas, acuerdos de cooperación, libre comercio, globalización, etcétera. Son como los Fukuyamas criollos que piensan que ya no hay nada que hacer como país, que llegamos tarde a la historia y que lo que corresponde es dejarnos conducir como un manso rebaño por los amos del mundo que sí tienen una historia victoriosa que enseñarnos. Pensar en el mercado interno, la industrialización, la sustitución de importaciones o la construcción de grandes proyectos geoenergéticos «constituyen quimeras faraónicas o lujos a deshora que no pueden darse en un país pobre como el nuestro». Prefieren abrir las grandes alamedas del país para que transiten libremente todas las mercancías que sean necesarias en medio de la competencia abierta que pone a prueba nuestra capacidad de consumo, no de producción.
Esta pedagogía simple para oprimidos felices funcionó casi con la perfección de relojero. En medio siglo de vida «institucional», la Cancillería no produjo más que generalidades en medio de las cuales logró instalar un famoso silogismo filosófico: «a caballo regalado no se le miran los dientes», decía un célebre canciller, con la adustez de un patricio romano. Un gobierno que hace de la mendicidad o del obsceno culto a lo pedigüeño una política de Estado ha decidido que su patria sea una colonia abyecta. Por ello, los gobiernos europeos y el norteamericano en particular, junto con la cooperación internacional, vivían en Bolivia en el mejor de los mundos: en el mundo en el que mandaban sin abrir la boca. Esta corporación diplomática, que representaba una suerte de superioridad civilizatoria per se, conocía de primera mano que la extrema pobreza facilita la colonización. De ahí que no resultó nada difícil para los yanquis instalarse tanto tiempo en el país al amparo de su política letrinocrática. En medio del festín criollo del poder, llegaban con regalos como semidioses en medio de la miseria. Instalar letrinas en el campo, hacer escuelitas de un aula con ayuda de Acción Cívica, distribuir cartillas sobre educación sexual o recibir migajas para construir un camino vecinal constituía signo de progreso y modernidad que la burocracia criolla celebraba y agradecía con entusiasmo.
Aferrada a la nueva función que le toca desempeñar en un momento crucial para la historia y el destino del país, Longaric se resiste a admitir que este es un régimen golpista y ella la canciller de la dictadura. En su primera comparecencia internacional en Rio Grande Du Soul (Brasil), en el marco de la reunión periódica del MERCOSUR, la primera canciller de la primera dictadura golpista del siglo XXI tuvo que enfrentar la bochornosa interpelación del canciller uruguayo que le recordó que su gobierno es un gobierno de facto, que ascendió vía golpe y que correspondía aplicarle la carta democrática del MERCOSUR.
Pero, más allá de lo que piense o diga la canciller sobre la cualidad política del gobierno que pretende maquillar, que en este caso resulta irrelevante, son las decisiones asumidas las que traducen la verdadera naturaleza del régimen en materia de política interna y política exterior.
«Aferrada a la nueva función que le toca desempeñar en un momento crucial para la historia y el destino del país, Longaric se resiste a admitir que este es un régimen golpista y ella la Canciller de la dictadura»
En lo interno, la trayectoria del régimen se mueve entre una brutal represión policial-militar contra las protestas sociales y la persecución de dirigentes y exfuncionarios, delatando su carácter dictatorial con más de treinta muertos a cuestas y una jauría de fiscales amaestrados para el oficio del atropello. Mientras Longaric se esfuerza por tapar los muertos o mantener silencio cómplice frente a la comunidad internacional, su colega Murillo, tristemente llamado «mariscal de Senkata y Sacaba», celebra el miedo sembrado en la gente en medio de charcos de sangre.
Si la política exterior representa en gran parte la coherencia de la política interna, queda claro que este es un régimen que se define por la cantidad de muertos sin que importe el dolor de la gente ni sus consecuencias políticas o jurídicas. La pacificación del país pareciera significar entonces la suma de brutalidad policial/militar aplicada a las denominadas «hordas indígenas y subversivas».
Ciertamente, la apelación a la amenaza terrorista, la denuncia de la existencia de núcleos subversivos o grupos sediciosos armados solo encubren la necesidad de más violencia estatal o la justificación de una mayor brutalidad represiva. Se «matan entre ellos», dice orondo el ministro de Gobierno salpicado en sangre. «No toleraremos terroristas ni sediciosos, los estamos vigilando», repite hasta el cansancio este sujeto que se parece más a un sanguinario comisario de la Gestapo. La producción del miedo parece ser la materia prima de la política interna almidonada con las amenazas siniestras. ¿Cómo podría justificar la canciller, que dice representar a un gobierno democrático, una vocería de la tragedia y del crimen despiadado, cuya obsesión es aplacar la aparente existencia de actividades sediciosas y terroristas en un país acostumbrado a la convivencia pacífica? ¿Resulta coherente hablar de democracia cuando se otorga impunidad a las fuerzas militares para masacrar indígenas?
Este lenguaje intolerante, violento y deshumanizado vinculado a la existencia de un enemigo al que hay que destruir es el que nutre la desfachatez de un gobierno que solo parece haber llegado para cumplir tareas insanas. Por ello, resulta necesario fabricar cortinas de humo, inventar amenazas y crear organismos antiterroristas para dar fe que esta es una cruzada «pacificadora y restauradora».
¿Cómo explicar esta política criminal y tanática del régimen transitorio que acaba de posesionarse? ¿Era inevitable esta cuota de sangre de compatriotas para darle estabilidad al régimen asaltante? ¿Cuáles serán los argumentos que Cancillería usará para justificar el baño de sangre entre bolivianos en la comunidad internacional?
No cabe duda de que la Cancillería lleva la marca de un régimen golpista, convertido en dictadura, a pesar de las cándidas promesas de «institucionalizar» este sector tan importante del Estado Plurinacional. En aras de la simplicidad administrativa debemos señalar que no podría producirse «institucionalidad» allí donde existe vacancia de legitimidad y legalidad gubernamental. En contrapartida, sí puede producirse un rasgo más consistente con el régimen anómalo que es la «masacre blanca», que no es otra cosa que el despido masivo del personal del gobierno derrotado para darle un barniz de formalidad. En efecto, una de las primeras decisiones de la canciller fue la de cesar al 80% del cuerpo diplomático en el extranjero, despedir masivamente a cónsules y hacer una «razzia» con la planta administrativa del propio Ministerio de Relaciones Exteriores, exonerando de sus cargos a más de un centenar de funcionarios.
¿Corresponde a un régimen transitorio aplicar limpieza burocrática –comparable a una limpieza étnica– en nombre de la institucionalidad? ¿Cuál es el contenido o alcance conceptual del «nuevo orden institucional»? ¿Se trata de un nuevo orden o más bien del retorno al viejo poder colonial en el que la Embajada yanqui sustituía la cadena de decisiones de política exterior, incluyendo al propio canciller? Al parecer, el concepto de «institucionalidad» que maneja la canciller pertenece a la misma familia gramatical que fue usada durante décadas en este mismo ámbito burocrático y que por razones de precisión debiera llamarse «botín de casta», para no abusar del simulacro.
En el pasado inmediato, previo a la llegada de los indios al poder, «institucionalizar la política exterior» constituyó una vieja fórmula demagógica que encubría la necesidad de despedir al adversario para luego contratar a la pandilla de amigos por afinidad pigmentocrática. A cada gobierno le correspondía la sucesión de una pandilla. La rotación política operaba como un «factor de ajuste clientelar» que se correspondía con el color de piel, apellido, alcurnia familiar e influencia partidaria. De esta manera, la «institucionalización» escondía la astucia del abolengo y la mediocridad de clase.