Por Ramiro García Morete
“Trasciende en la memoria la quietud que te impulsa/arrolladora levedad de la materia/manifiesta en nueva voz /me libera/ Hilo de música… existencia”. Puede que hubiera un fuego, como cuando se juntan en su casa o en aquellas juveniles noches de militancia en las que tocaba la guitarra. Puede que no, pero seguro habría comida y de la buena en la cocina de Keiko. “Me voy a Colombia por tierra”, anunció, como quien invita. Desde los 17 había viajado vendiendo artesanías y el tiempo la llevaría por distintos lugares del país y del continente.A decir verdad, siempre había estado en movimiento. Inclusive en dentro La Plata. Como no había dinero, explicará, tampoco había barrio ni casa propia. Mudanza tras mudanza la llevarían a sentirse un poco gitana. Como si hubiera un llamado interno, una suerte de hilo invisible inventándola a moverse. Como el fuego quizá, que nunca es el mismo.
En alguna de esas edades (que no recuerda con precisión) el candombe de “Tambores tintos” de Ensenada había capturado su atención. Si bien su adolescencia -marcada por el pop inglés y el empleo de miércoles a domingos en un Resto Bar con artistas en vivo- había sugerido un camino marcado por la música, hallaría algo especial en los parches y su pulso casi primal. “Amo las frecuencias graves. Porque vibra en el agua de tu cuerpo y el agua es emotividad”, dirá. Mucho más en aquel viaje en el que dos imágenes se grabaron en su mente: una zapateadora emponchada de Santiago y un niño tocando el bombo legüero en Amaicha del Valle. La fascinación por ese instrumento que el común de la gente asocia a “un violín gemidor”, “un viejo arpero” y básicamente al folklore, dispararía ideas que nuevamente se unirían como con un hilo.
“Vamos”, responderían todas sorpresivamente y no tanto. Le costaba creer, aunque ese grupo del taller de percusión ya era mucho más que eso. Diecisiete mujeres que a puro golpe y latido estaban construyendo mucho más que una experiencia musical. A la semana , “trece viajaban hasta Perú y quedamos nueve hasta Santa Marta y el caribe colombiano”. Al regresar de aquella aventura y con una presentación de fin de año de sus talleres en Olga Vázquez , no hubo dudas de que aquello no solo tenía nombre sino vida propia. Una conjunción de danza, canto,afro, folklore y la profundización de experimentar el bombo legüero desde otro lugar. Una identidad marcada pero a la vez mixta y móvil. Un viaje que no solo trascendió aquel a Colombia sino los propios anhelos de Yanil Abu Aiach para devenir en “una comunidad de mujeres artistas” que compartiría escenario con artistas como Ana Prada, Luciana Jury y Verónica Condomí. Su historia es solo una y a la vez de todas, con su propia identidad y un sentido colectivo: Leticia Roxana Farignon (percusión)Melisa Flavia Mora( percusión)Camila Lamaro(danza, percusión y zapateo), Paola Vanesa Buldain (danza y percusión), Antonela Maggi (danza, percusión y zapateo), Agustina Angelis ( voz y percusión), Manuela Cuello (voz, percusión, audiovisuales), Tania Alejandra Mileta:(flauta traversa)(Malén Silvestre: violoncelo y cuerdas),Patricia Rosso(percusión), María Mercedes Sacchetti (producción, voz y percusión), Soni Aguilar (vestuario) Emiliano Navazo ( sonido), Natanael Ullon (visuales) y Maite Diorio (Bosque Cultura: producción) son Legüereale. O simplemente “Las Legüe”.
“Nos autodefinimos después de varias charlas y debates- introduce Yanil-. No definimos como una comunidad de mujeres artistas, porque nos gusta la palabra comunidad. Trasciende a la experiencia artística. La experiencia misma de viajar, de conseguir las cosas de manera autogestiva requiere de una cuestión humana. Más allá de ser compañeras de banda”. Y extiende: “Lo que primero nos unió fue la música, el bombo legüero y la percusión. Y de esa experiencia se fue construyendo un espacio creativo amplio. Lo lenguajes iban pro el lado de la danza contemporánea, afro cubano…había mucha raíz en el proyecto”.
Yanil compara etapas y evoluciones: “Ambos discos tienen mucha cuestión conceptual. Celebración con una raíz afro, los cantos son más tribales, más de raíz también. Y en “La paz del fuego”-EP que estamos empezando a largar- es un universo más sutil, con nuevos sonidos y la presencia mántrica del bombo. Estamos dando lugar y protagonismo a la letra, a las sonoridades de instrumentos como cello, flauta, guitarra, charango o ronroco. Y el trabajo vocal va mutando a un formato más cercano a la canción”.
El último material se está grabando de manera más focalizada y, si se quiere, más convencional. “Celebración” fue registrado en vivo acorde a la energía que “las Legüe” generan en vivo. “Nos gusta convocar a la comunidad a la presencia del en vivo, a la fuerza que tenemos todas y a lo que hacemos con el cuerpo que es poco reemplazable. En esta era donde lo sensorial es cada vez más necesario y está cada vez más relegado”.
El proceso creativo tiene también mucho de “la impro y lo lúdico. Yo tengo el rol de dirigir el proyecto desde que arrancó. Pero las ideas son de todas, constante. Y después siempre van creciendo en el proceso”.
Capaces de resignificar un instrumento vinculado a los hombres y el folklore, de más está decir la cantidad de obstáculos que han superado y superan siendo una formación íntegramente femenina. “Tuvimos mucha receptividad cuando no estaba tan instalada la movida. Hubo una receptividad muy fuerte, mucho apoyo y eso fue una sororidad directa. En lo profesional tenés el extra. Sobre todo con los festivales. Hemos hecho un viaje de 5 meses a Colombia. Y pasamos de todo. Vicisitudes que nos pasan a las mujeres, más en el ambiente callejero”. Y deja bien en claro: “Siempre nosotras fuimos por el camino que nos sentíamos nosotras. A quienes tuvimos que cortarles las caras, lo hicimos”.
Hoy su tiempo está dedicado a la composición y a la búsqueda del sonido propio tanto es su trabajo personal como en su rol de directora de este ensamble. Yanil explica «dterum», nuevo simple de «La paz del fuego»: «Es la urgencia de la palabra, un conjuro , la activación, a fuego, del propio poder… Un círculo donde dialogamos con la más densa oscuridad, sin quedar anoxicas ,resurgiendo en infinitas formas ,una y otra vez».
En plena pandemia, los planes quedan en suspenso: “El proyecto era grabar. También un viaje a México, de que tenemos todos los pasajes, una gira a Córdoba y una gira con el documental “Mujer Salvaje””.
Sobre el final, Yanil intenta explicar su amor por el bombo: “Suena cursi. Amo las frecuencias graves. Porque vibra en el agua de tu cuerpo y el agua es emotividad. Moviliza sí o sí. Por eso es sanador. Te conecta no solo tierra sino con vuelo, te hace expandir. Por eso es distinto cuando tocas el bombo abrazado (como antes tocaban) cuando tocas parada o cuando tocas el bombo entre tus piernas. Ahí está la cuestión matriz. Se mueven cosas, en la mujer sobre todo. Intuitivamente en momentos de algidez emocional como la adolescencia esa la ceremonia me conectaba con un aspecto muy profundo. Todo estaba ligado a lo existencial, la sanación y el encuentro de un montón de gente queriendo hacer algo. Y aun hoy. Es ley de atracción. Es lo que me da de comer. Amo dar clases y amo lo que sucede en las personas”.