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Antonia Navarro: la paz reflejada en su andar

Por Ramiro García Morete

“Al partir llevo el olor del otoño cayendo/percho abierto, arde el sol / y apaciguo la intuición”. Una sola hora. El Wexfor de Santiago de Chile era un colegio subvencionado y a pesar de ser catalogado como artístico, su diseño curricular apenas incluía una hora semanal dedicada a esa función. “Tengo una cuestión con las instituciones y la burocracia”, dirá en algún momento. Junto a otrxs estudiantes y basándose en un reclamo interno pero también externo sobre la educación pública, tomaría la escuela y pasaría en ella un año de su adolescencia. Posiblemente, nunca haya pasado tanto tiempo en un solo lugar.

“Nunca tuvimos casa propia. Vivimos en todos los barrios de Santiago”, contará sobre su familia y un hogar nómade lleno de hermanes (ella es la octava) y música sonando desde un extraño e inmenso “equipo de estadios”. Desde su padre, laborioso emprendedor y cultor del jazz y la bossa, hasta los variados gustos de sus consanguíneos: Red Hot Chili Peppers, Metal progresivo, Bjork. Pero a los cinco o seis, ella se enloquecía cantando a Mecano mientras su madre enfermera se divertía al escucharla pronunciar las líricas lésbicas de Ana Torroja. Sería por ese grupo que comenzaría a tocar el piano. Aunque a decir verdad, no recuerda un momento sin estar sentada en ese Yamaha Clavinova electrónico de pared. Su voz calma pero firme se enternecerá al evocarlo desde su habitación del barrio el Mondongo, rodeada por cuadernos y letras, su Strato SX china o de por ahí, el microKORG y la computadora.

Sería un puñado atrás que llegaría a esta ciudad que la enamoró con tantos parques y plazas. Al terminar el secundario y viendo un panorama difícil donde la educación no sería gratuita, necesitó emigrar a la Argentina. “Me tomo el palo, dije. Y me vine para acá”. Primero sería San Telmo. Luego Palermo. La habían traído las canciones. No las de Sonic Youth o Animal Collective que tanto le gustaban, sino las propias. Lectora heterodoxa (de Borges o Mafalda) , “tocaba el piano y hacía poesía, pero nunca me di cuenta que ambas”. “De prisa” sería una de esas primeras canciones que habrían marcado un camino que parecía orientado en principio hacia el teatro. Si bien ya no es de su gusto, aquellos versos sobre el sol y el mar indican un tono melancólico que aún conserva. Posiblemente la nostalgia sea inherente a quien vive en movimiento. O de quien pierde todas sus fotos cuando una de sus tantas casas se quema justo el año que está dejando su país.

Ya en Buenos Aires, sería Florencia Ruiz quien en su taller de canciones le advertiría sobre un buen destino para estudiar: la UNLP. Encantada por la ciudad, abandonaría en cuarto la carrera de Música Popular ante la certeza de no querer ser profesora. Su voz ya se definía en pequeñas y bellas canciones llenas de atmósfera y una intención poética que va más allá de la palabra, con un delicado manejo de la armonía, conciencia del beat y una presencia importante de sintetizadores. Un tono de aparente calma pero de una intensidad marcada donde el tiempo se suspende. “Hay formas que recitan /las memorias de un ser fatal, /paisaje ideal, no hay mas /tiempo ni un reloj”, rezará una de sus canciones.

Pero el tiempo avanza y la voz de une es la voz de todes. A fines del año pasado regresaría de visita a Santiago, en medio de intensas revueltas en rechazo al modelo neoliberal. Todo ese movimiento se reflejaría en sus nuevas canciones, con un pulso más bailable y marcados por un concepto: la lucidez. Esa luz que nos hace ver las cosas de otra manera. Esa luz casi otoñal que llevan las canciones de Antonia Navarro y que en tras el brío ameno cobijan el primer fuego para esperar y resistir el invierno.

En lo que va del 2020, la cantautora editó dos single: “Remedio” y “Encrucijada”. “Un poco la idea era adelantar lo que va a venir -introduce Navarro-. Voy a sacar un disco pronto que tiene un concepto parecido al de ´Ciudades´pero también distinto. El disco se llama ´Lucidez´, concepto que siento que estuvo muy presente el año pasado, no solo personalmente sino a nivel contexto. Soy de Santiago, el año pasado empezó una nueva revolución de la gente y fue algo que me inspiró muchísimo. Lucidez como un foquito que se prende colectivamente, como una cadena que se rompe. Hay muchas analogías”.

¿Cómo se entrelaza la conciencia colectiva  y popular con el tono intimista de tu música? Navarro responde: “Es difícil, porque en las canciones generalmente uno va plasmando sentimientos personales. Pero me parece que hay muchos sentimientos intimos que son colectivos. Y es probable que todos escuchen las canciones de manera distinta. Es algo que me gusta hacer. No algo literal. A mí mamá le va a llegar de un modo, en Perú de otro forma, según las cosas que haya vivido esa persona y como que uno va relacionando esos símbolos que son las palabras. Sí son colectivas por son humanas”.

Más allá de la temática, el nuevo material sostiene “continuidad en el sonido. Sigo trabajando con mi amigo y productor Cristian Villareal. En cuestiones de sonidos hay una huella de lo que fue ´Ciudades´, Las baterías también son electrónicas, pero estuvimos buscando una impronta más bailable. Que una canción sea cantada y escuchada por la letra, pero que pueda ser pinchada en una fiesta”.

Navarro escribe mucho y a veces se obliga a hacerlo. Pero aclara: “Me parece que la poética de la palabra no solamente está cargada en lo escrito sino en el sonido o en lo que forman dos palabras cuando se dicen juntos. La musicalidad no es solo la escritura”.

Pasando la cuarentena junto al músico Gregorio Jauregui (Fus Delei, Peces Raros, El Estrellero) y cocinando mucho, Navarro se encuentra abocada completamente a la música produciendo, tocando la batería y esperando editar próximamente “Lucidez”.