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Rodolfo Walsh, una plegaria para los momentos difíciles

Una de las confirmaciones más tristes de la avanzada neoliberal es el descrédito del periodismo como herramienta de transformación de la realidad. Al olvido colectivo de las epopeyas de liberación nacional, se suma el vaciamiento de la comunicación como camino de emancipación. En tiempos de algoritmos, posverdad y legitimidad hecha a fuerza de likes y clickbaits, la palabra parece ser material de descarte. Dicho en criollo: la verdad, para el neoliberalismo, no garpa.

Tras el camino emprendido por Walsh, con la verdad como horizonte de lucha, las corporaciones mediáticas sin duda han aprendido que la mentira no solo se cuenta, también se milita. Y su hecho consumado es la militancia del periodismo neoliberal, donde «sentir la satisfacción moral de un acto de libertad» como decir la verdad ha sido reemplazado por la comodidad inmoral de mentir según les convenga a «los mercados».

Por eso hay que revivir a Walsh. Volver a la utopía que propuso alguna vez. Donde el periodista comprometido con su tiempo y su lugar no es solo aquel que deja la pluma para empuñar el fusil, sino quien convierte la misma máquina de escribir en un instrumento de justicia e igualdad. Y que la revolución vuelva a latir en la punta de los dedos que empuñan el lápiz, entendiendo que los hechos no solo hay que escribirlos, sino también producirlos.

Por desgracia, la impronta de Walsh a menudo se diluye en quienes recuerdan su obra apenas como un hecho estético, un aventurero que se «adelantó a Truman Capote», un recuerdo romántico, perdido en la intensidad de los años setenta, junto a líderes políticos, poetas y rockeros. No es novedad que las figuras heroicas de la historia nacional sean traducidas a la actualidad como un folklore nostálgico, acaso un decorado más en las paredes de la explotación.

Transcurren tiempos donde el periodismo, al igual que la cultura y la política, representa apenas un engranaje más de la «miseria planificada». La gacetilla de novedades para un presente permanente, sin memoria del pasado ni perspectiva de futuro. Donde nada parece valer la pena de ser dicho, si no es en función del silencio de la posmodernidad, esa que relata y no propone, describe pero no aporta, escribe pero no informa. La precarización de la vida a fuerza de persecución, pobreza, endeudamiento y destrucción de los lazos sociales se traduce también en un discurso que ya no encuentra palabras para hablar de un mañana mejor.

Walsh no dio su vida por ello. Más que un llamado o una declamación, este texto es un deseo íntimo de no perder la esperanza en un mundo y una patria que fueron y todavía son posibles, y que figuras como Walsh intentaron guerrear a través de la palabra. No para buscar la verdad abstracta del liberalismo, esa que no tiene nombre ni apellido y casi siempre es escrita por la mano invisible del mercado. Sino la verdad que vive y resiste a través del tiempo, en la lucha, el amor, las angustias y sueños populares. Y que, a pesar de la violencia, la tortura y la desidia, se niega a ser callada.

Derrote el terror. Haga circular a Rodolfo Walsh. A mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Y que el periodismo no renuncie nunca a la gesta de dar puño y letra a la verdad histórica del pueblo. Una plegaria que, quizás, contribuya a la tarea de dar testimonio en tiempos difíciles.


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