Por Ramiro García Morete
En algún momento, salió del aula y se cruzó a otro salón lleno de carbonilla, tachos y hojas de un metro por setenta. Estaba cursando tercer año de Diseño y aquello se presentaba casi como una epifanía. En la casa de Parque Castelli -quizá en la misma época en la que temía o rechazaba a los payasos- había pasado muchas horas de su infancia copiando las tapas de la Revista Humor o la compleja textura de los billetes. Pero jamás se le había ocurrido que pudiera estudiar dibujo y que “no dependas de algo donde no podés meter lo tuyo, que te limite”.
Límites que ahora caerían, como iban cayendo uno a uno los ingleses mientras “el gordo” avanzaba y -mirando la tele- él y su querido padre se iban deslizando en el sillón hasta caer de rodillas, abrazados. Allí en la casa familiar cercana a la que actualmente es suya. Esa que no padeció ni una gota en la inundación gracias a la elección del lugar exacto de su abuelo cuando el barrio era terreno baldío y el hombre escogió con criterio el punto exacto para construir. No el abuelo sastre, del que heredaría el recurso de coser sus propias obras, sino del carpintero. El que -tras sobrevivir a la guerra- llegaría a fines de los cuarenta a trabajar en los ferrocarriles y vivir en unas pensiones donde a sus compañeros “se les transformaba y deformaba la cara en busca de una nueva personalidad”.
Aquella idea le quedaría impregnada, casi tanto como esos payasos que el actual docente comenzaría a exorcizar a mediados de la década pasada. Haber adquirido técnica y oficio solo había certificado la necesidad primaria de expresar sin definir. El arte -por decirlo llanamente- no puede ser una imagen resuelta o perfecta. En ese inasible espacio de incerteza habita su misterio y trascendencia. Ese giro inesperado, como el de un enganche que desarma la jugada previsible. Solo de ese modo, el retrato de su familia en aquella muestra del 2019 generaría que muchos vieran a su propia familia de inmigrantes.
Alejándose de lo figurativo y gambeteando la ortodoxia a la hora de usar materiales, iría puliendo lo que llamará “el gesto”. Que al principio parecen manchas, aunque en verdad son algo así como huellas de alguna memoria borrosa pero vigente. Con pocas pinceladas y formas difuminadas, lograría capturar con poder de síntesis y ante todo notable sensibilidad la expresión de las cosas o los seres. Y -a la vez- darle lugar al ojo observador para proyectar su propia visión.
Por eso la propuesta sería ineludible. ¿Qué otro ser que manifieste así y en carne propia aquello de contener múltiples sentidos? Ese tipo que no era Dios por ser impoluto, sino porque Dios no es más que una construcción colectiva que refleja y magnifica nuestra condición humana. El mismo que al llegar a dirigir a Gimnasia recibiría el cuadro que le pintó en gratitud -donde su silueta está disipada pero la de su madre no- y le devolvería esa inolvidable pared: “Lo entendiste todo: solo Doña Tota podía sacarme el protagonismo”.
A principios de año, Leandro de Martinelli, de Firpo Casa Editora, le propondría “pintar 60 Maradonas en formato pequeño y mediano para hacer un libro. Me interesaba primero por su vínculo con el Diego (ya había pintado varios murales del Diego), pero también porque encaraba las figuras siempre con un grado de abstracción”. Según el editor, “eso hacía posible pasar a Maradona a través de su obra, sin que la figura se lleve puesta la firma”. La obra es un precioso y original libro llamado: “10×60. Una biografía visual de Maradona”(con prólogo de Juan José Becerra). La firma, de Mauro Valenti. Y el arte… el arte no se mancha.
“Es una oportunidad de devolverle algo de todo lo que me dio desde mi lugar”, introduce Valenti con simpleza, y trata de explicar su particular estilo como parte de un proceso de “construcción para la deconstrucción”. “Más allá de la técnica, lo que siempre busqué y anhelé es con un gesto o una pincelada transmitir sentido”, expresa. Y más a la hora de abordar un personaje como Maradona. “Eso tiene un doble desafío, porque todo el mundo lo reconoce. Llegar a que lo reconozcan por una mancha, un volumen de color… esa era la búsqueda. No me gusta meter toda información. Para eso está la fotografía. Yo busco la sugerencia, la memoria emotiva. Que no sea literal, que sea una cosa que deja abierto a que cada uno lo cierre como lo siente”.
Otro desafío fue condensar una vida como la de Maradona en “solo” 60 imágenes. “Eso fue un tema. Llevó a que se extienda el tiempo de realización. ¿Cómo lo vamos a ordenar? Hacerlo cronológicamente era una contradicción, por el caos que era Diego… nos parecía que no tenía que haber un orden. Empecé a buscar las imágenes. Primero de Maradona jugador, pero también del conflictivo, el social, el contradictorio. Y empezaron aparecer otras imágenes, además de que el último laburo siempre es mejor porque hay una evolución”.
Valenti asegura que siempre trabajó con “lo que tenía a mano por necesidad. En esa carencia terminé encontrando un montón de cosas a las que no hubiese llegado”. Pintando sobre “soportes reciclable, pedazos de telas, chapas de impresión, cartón corrugado, sin borrar la historia, aprovechando cada huella, cada registro”. Tampoco se preocupará ante las dimensiones. “Sean diez metros o diez centímetros, lo hacés vos. Es la carga y la velocidad que le das al gesto. No es lo mismo hacer una firma que calcarla. Si la haces, es otra la gestualidad”.
“Era el tipo que le dio alegría a todo el mundo, independientemente del estrato -cierra Valenti sin ocultar su devoción-. El tipo que le podía decir al Papa que tenía el techo de oro cuando la gente se muere de hambre. Esas cosas. Nunca se olvidó de los orígenes y de dar una mano. Es muy difícil haber sido él”.