Por Ramiro García Morete
“Nunca tuve casa, siempre tuve amigos”. Cada vez que debía mudarse, pensaba en sus juguetes. Y con una madre maestra y un padre policía, aquello ocurriría casi sistemáticamente cada dos años, recorriendo pequeños pueblitos rurales. Al menos hasta alcanzar la mayoría de edad y arribar a Montevideo. No solo para seguir la carrera de psicología, sino también para encontrar el camino de la canción.
Y es que desde los 13 o 14 -tras un año de “tocar de oreja” con una armónica encontrada- el juguete más preciado pasaría a ser la guitarra. Más precisamente esa precaria pero finalmente amable y noble criolla (marca “Jam Rock” y pintada de negro) que había comprado en Buenos Aires. La misma que lo acompañaría por nuevas y diferentes casas.
Y posiblemente a la que recurrió cuando en la casa de Barrio Sur surgieron esos versos: “Hoy no estamos tanto arriba/ sobrevivimos, suerte empila”. Correría el 2017 y acababa de editar “De cuando aluminé”. A decir verdad, aquello sonaba bien, pero no sabía muy bien qué significaba. Como suele hacer, preferiría darle tiempo. “Sé que puedo cerrarlas -se referirá a su metodología-. Pero cuando aparezcan las palabras yo me voy a dar cuenta”.
Unos años después, “la pude cerrar. Tenía que vivir ciertas cosas que no había vivido”. Y es que en ese período, dará a entender, pasaría de “joven a adulto”. Pero no el adulto que imaginaba de niño, sujeto a mandatos como una casa, un auto, hijos y demás etcéteras. Sin embargo, sí sentiría que algunas palabras habían cobrado cierta legitimidad en su voz, aunque no tuviera “50 o 60” años, como suponía que debía ser para cierto tipo de temas.
“Voy a hacer una canción para abrir el pecho/ es una receta que aprendí de viejo”. En el cuarto de una nueva casa -en Ciudad Vieja- comenzaría a grabar un puñado de canciones sin imaginar que aquellas tomas acabarían quedando. “El disco ya está. No hace falta que lo grabes”, sentenciaría Elniño Quetocafuerte, encargado de la mezcla. Solo reemplazaría algunos instrumentos con colaboraciones de amigues, con los protocolos y distancias pertinentes. Y es que todo el proceso de maduración mencionado se vería potenciado por esa gran incertidumbre llamada pandemia.
“Me mudé de cuarto, caminé en la lluvia/ terminé sangrando, me llené de dudas”. Igual que de chico, igual que de grande, el lugar seguro sería el mismo: las canciones. No por temer a la incerteza (ante la duda, todo) sino porque en primera persona ya sería hora de contar un poco “lo que aprendí”. Con la mejor escuela de la canción uruguaya, entre la milonga y el candombe, pero atravesado por el indie y por ciertas filiación con sus colegas de Argentina. Con un delicada combinación de lo cotidiano y lo existencial en una voz calma, como templada. “Una casa” es un disco de canciones porque –como en aquellos versos de Ferrer- para Toto Yulelé su casa es donde canta.
“Una casa es un lugar donde yo me siento seguro, donde me siento tranquilo y donde hago las cosas que no haría fuera de esa casa -introduce Yulelé-. El lugar de la intimidad, del silencio, muchas veces de los secretos. Una casa es eso, por cómo fue mi vida: tuve más de veinte casas. Así que aprendí en cierta medida a llevar mi casa conmigo, más allá de las paredes, los techos. Tuve la capacidad de construir mi casa en mis cosas, en mis amigos, en mis pensamientos”. Y asocia el concepto a un verso de un disco anterior: “Una cabeza puede convertirse en una casa”. Según cuenta, “de esa oración es como si naciera este disco. De esa ramita salió otro árbol”.
“Al ser la primera vez que sale de mí la producción -cuenta-, he logrado profundizar una búsqueda en la que ya venía. Una forma de escribir y decir concreta. Y una investigación de los ritmos tradicionales de Uruguay. Hay mucha presencia de candombe y milonga… pero también fusionado con las influencias de la música platense, por ejemplo. Haber conocido al MagoVidal o Julián Oroz, entre una cantidad, me influenció mucho. En el disco hay muchas guitarras eléctricas. No fue una decisión previa, sino algo muy orgánico. Es la música que me salió”.
El disco parece atravesado por cierta madurez y “cierta legitimidad que te da el tiempo. Por ejemplo, ´Lo que aprendí”, la primera canción… Siempre había querido una canción de ese tipo, pero para poder hacerlo sentía que tenía que vivir muchas cosas más. Cuando escuchaba ese tipo de canciones autorreferenciales eran de tipos de 50 o 60 años. Capaz que tengo que esperar, pensaba”. Y agrega: “Por eso hablo mucho en primera persona. Me cuesta dar máximas o sentencias. Y si hay en este disco siempre aparecen desde mí. Esas cosas que uno aprende en la vida a los golpes”.
Yulelé expande la reflexión más allá de sí mismo: “Pienso que nosotros como generación hemos tenido el trabajo de reinventar el concepto de adultez. Ser otra cosa más allá de tener un trabajo, hijos, un auto. Es otra cosa y uno tiene que ir adaptando esos mandatos a la realidad y cuestionarse ciertas cosas. A revisar sus propias vida, ciertas limitaciones. Ya no podés comerte el mundo como antes. Siempre con una dimensión psicológica que te empieza a acercar al concepto de la muerte”. Y ese proceso se acentuó en “estos últimos dos años que nos impidieron mirar hacia delante. ¿Cómo convivo con esa incertidumbre que a la vez siempre fue igual? Porque nunca supimos un choto, pero antes tuvimos la posibilidad de creer que podíamos organizarlo. La pandemia evidencia cosas que ya sucedían. Que las empresas farmacéuticas controlan el mundo, que los medios hacen los quieren. Algo que siempre estuvo pero que nosotros estábamos mirando para el otro lado”.