Por Ramiro García Morete
«La música de piano es una de las formas de la soledad -dirá con su elegante oratoria-. El piano en la casa se luce cuando llueve, se luce con el frío, se luce con la noche». Y teorizará con iguales dosis de certeza y fantasía: «Todo lo que tiene que ver con el encierro. Así como los rusos saben jugar al ajedrez por el encierro del frío, creo que si lloviese todo el tiempo acá habría más pianistas».
En abril del 2020 no llovía, pero en cierto modo una especie de noche había caído casi como un helado estruendo sobre el mundo. A decir verdad, nadie tenía muy claro de qué se trataba. «Todos sentíamos una gran confusión -evocará-. La OMS no sabía qué decir. Nadie sabía qué estaba sucediendo. De forma que para poder olvidar o poder vivir, era mejor no opinar». No se trataba sobre esa plaga para la cual -a partir de un proyecto proveniente de Francia- había compuesto en febrero una pieza oscura que sonaría a premonición. Y mientras el exterior del planeta sucumbía, su mundo privado seguía proveyéndole cierta calma. «Algo que los músicos hemos aprendido- considera- es a generarnos nuestro propio entretenimiento, aislamiento». Y en el centro del departamento de Arenales -y de su vida quizá- estaría su piano.
O el de la abuela Totona. Ese cuarta cola inglés, en el que la escucharía tocar ragtime o cosas así en la casa de 9 de Julio de niño, habitaría el lugar que alguna vez ocupó el Carl Schultz vertical. Sin una referencia concreta de cuándo comenzó a tocarlo, en su vida siempre hubo uno. Mucho antes de los celulares, la forma de registrar una idea era escribirla en una hoja pentagramada y tocarla apenas regresado de la calle. Ahora, en la calle, no había música. Ni la de Scarlatti que él ama ni la del rap o reggaetón que gobiernan el presente.
Con mucho tiempo en su haber, profundizaría en esa «maquinaria» de teclas mucho más allá de ejecutarlo y «pasarle Blem». Con el aislamiento y la imposibilidad de llamar al afinador, él mismo aprendería a dejarlo a punto. Porque, sí, los pianos -asegura- tienen alma.
Y es que a veces es fundamental indagar en la mecánica de las cosas y llegar a su alma. Como cuando se escribe y no es necesario adornar o sobrecargar cada verso. Bien lo sabe este notable hacedor de canciones -con varios discos que transitan el folk, el pop y el rock con un dejo siempre tanguero-. Y tras improvisar la melodía de “El sueño que era una noche”, notaría que eso era lo que tenía para decir. No solo porque no precisara palabras, sino también porque desde allí se había vinculado siempre con la música: sentarse al piano y dejar que surjan melodías. Ya fuera para ser cantadas, olvidadas o sencillamente descartadas. Con una Tascam, una mandolina, alguna percusión y no mucho más al alcance, lo que quería decir estaba en las teclas. Pero él -contará- no veía doce por octava sino seis. El mundo ya cargaba con demasiado peso y el cromatismo se le antoja algo solemne.
Más allá de algunos pasajes, emergerían melodías llenas de luz, como el brillo natural de las notas más agudas que resalta la modalidad casera de grabación. Conciliando aires ibéricos con latinoamericanos, cruzando Buenos Aires con Hawái, eximiría su repertorio de cualquier virtuosismo en pos de la expresión y una aparente sencillez. Algunos coros -pensándolos como sustitutos de potenciales cuerdas o vientos- otorgarían ciertos pasajes casi cinematográficos a lo que finalmente sería un hermoso y personal disco, que sin ser alegre no está exento de cierta brisa redentora. El disco instrumental de alguien que llaman -no sin razones- cantautor. «Melodías favoritas» es el nuevo de Javier Maldonado, quien entiende que una palabra atinada puede significar algo… pero una buena melodía puede decirlo todo. O no decir nada, ¿y qué más da?
«Es lo que siempre hice -introduce Maldonado-. Las canciones siempre las compuse del mismo modo. Mi forma de acercarme a la música fue a través de improvisar en el piano. Sentarme un rato y tocar». Y explicita: «Solo que para hacer otros álbumes les ponía letra. Melodías favoritas me descubrió en la pandemia confinado en mis cuatro paredes. Y al no tener muchas palabras que decir, que opinar, no tener alguna razón para cantar, brotó la música y básicamente las melodías. Por soledad, aburrimiento y por amor».
«Creo que me debía hacer un disco de piano -reflexiona Maldonado-. Y lo hice en mi casa. Mi casa es mi melodía favorita. Lo grabé acá al álbum. Me junté con vecinos, como Manuel Caizza. Uno no se podía juntar con nadie. Le mostré y decidimos grabarlo. Fue grabado sin cables, con una Tascam». Eso genera una sonoridad que no pierde en calidad sino que gana en calidez. «Se escucha el pianista. El piano es posiblemente uno de los mejores inventos del hombre. Toda esa maquinaria, todo ese engranaje, esa maquina de madera produce ruidos. También tiene alma. Los pianos expresan, los pianos cantan, brillan y se ponen opacos. Y también mueren. Tienen una vida útil donde algunos la pasan bien y otros mal».
Al concentrarse en la fluidez y la emoción más que en la complejidad, en cierto modo podría tratarse de canciones. «Desde ya. Son piezas melódicas. Tienen la duración de las canciones. Es cierto que cuando haces música instrumental quizá los juegos que lleva la melodía líder está sometida al instrumento por el cual está interpretado. Haber estudiado bastante solo y no tanto con maestros o estudiar bajo preceptos como la improvisación hizo que configurara un estilo que lleno de deficiencias y lleno de limitaciones. Pero al fin al cabo es el estilo y eso quería mostrar. No tocar a la manera de tal pianista o tal otro porque no lo sé hacer. La música es la que podemos hacer, la que nos sale. No tiene engaño». Y extiende trazando analogías entre la escritura y el instrumento: “El estilo es así. El piano te ofrece todo en la primera cita. Diez dedos por cada vez que bajás. El asunto es bajar de dos en dos. Antes quitaba palabras para generar silencios y espacios. Acá saco acordes para poner bicordios».
Yendo a lo estilístico, «me gustaban la bases de Hawái sobre el piano. Fue concebido a ver si podía mezclar esas bases con mi forma de tocar el piano. Esa fue una premisa estética. Por mi gusto musical, por elegirla y porque tenía la curiosidad. Más allá de los temas más oscuros. En ‘La inmortal’ se puede escuchar una música medieval, con una base que tiene su hip hop. La música melódica está limitada por notas. Decidí no utilizar todo el piano. Pienso que cuando miro el piano no tiene doce por octava. Tiene seis o quizá menos».
Según expresa, el disco tuvo que ver «con el mundo exterior y el mundo interior. Yo soy una persona hogareña. Estoy acostumbrado a estar en mi casa. Y a estar sereno. A pasar horas haciendo algo concreto y sin mucha ansiedad. Algo que los músicos hemos aprendido, creo, es a generarnos nuestro propio entretenimiento y aislamiento. De alguna manera estamos preparados. Porque podemos inventarnos el tiempo. Podemos sentarnos y pasarnos un rato trabajando en algo que no es necesariamente útil. O quizá lo pueda ser para uno y para los demás».