Por Ramiro García Morete
“Donde hay dolor habrá canciones”. A los 18 años no escuchaba Los Redondos. Pero de grande descubriría al Indio, al punto de tatuar esa frase casi como una insignia en su brazo derecho. A los 18, el alumno del Carlos Vergara que estudiaría Turismo estaba más bien fascinado por Charly García y el “Toco y canto” con los acordes de Sui Géneris. En la casa de barrio Norte la música no había tenido mucho peso pero su padre –que quizá escuchaba algo “de la época del Club del Clan”– despotricaría contra el minicomponente Embassy comprado en Wallmart, comparándolo con su tocadiscos. Poco le importaría eso a él y su hermano, de quien tomaría la criolla para animarse a sacar sonidos. Algo que por cierto, no era muy bienvenido en la familia y durante un buen tiempo haría a escondidas.
“Alas” se llamaría la primera canción que recuerda haber mostrado a sus amigos. A los 18 los dolores son otros, dicen. “Era sobre una chica”, comentará y añadirá con humor: “Ya empezaba a llorar”. Y es que algunos dolores, cabe decir, no tienen edad. El amor correspondido lo atravesaría como a casi el resto de la humanidad y la música sería el mejor lugar para canalizar esas experiencias. Con el tiempo sumaría a ello el gusto por la escritura y más precisamente las décimas. Desde las notas de celular, ya atesora setenta en una carpeta de archivos nomenclada de manera promisoria: “Libro”.
Sin embargo llevaría tiempo reconocerse como músico para quien tuviera su primera ciolla propia que sus amigos le regalaron para su cumpleaños 28 o 29 y a la que recurre cuando surge la inspiración, por delante de la Fender acústica. Ya en las vacaciones del 2004 en Mar del Plata notaría el consenso de propios y extraños para que hiciera algo con esas composiciones intuitivas y ese potencial cantante que –por esas cuestiones de la vida– sus padres no llegarían a conocer. Algunas presentaciones acústicas con un compañero en el Altillo del Sur precederían la necesidad y concreción de algo más formal y colectivo.
Algo que no atraviesa el resto de la humanidad es una durísima enfermedad llamada esclerosis múltiple. Sin embargo, la voluntad se impondría y con ella un repertorio sólido en forma y vulnerable en sentimiento. Bajo el influjo de cierta aura rioplatense y suburbana, pero no ajeno al rock clásico internacional conformarían con «Incentivo» (2015) un repertorio poblado de buenas melodías, estribillos adhesivos y sólidos arreglos que incluyen ocasionales saxos y violines. Pequeños relatos en primera persona que concilian melancolía y sin embargo algún dejo de humor para narrar distintos desengaños amorosos y consecuentes soledades. Esperando un remis y filosofando sobre la suerte esquiva, surgiría el nombre: Tirame Un Centro. La banda integrada por Nico Lopardo (guitarra), Francisco Palazzo (violín), Julian Coffini (bajo), Magalí Spésot (guitarra), César Figueroa (batería)… y obviamente Matías Ucar, quien al cantar –asegura– siente que camina y que vuela. Y que ante tanto dolor, al menos queda una picando en el área para entrarle de lleno al desahogo.
Ucar no da rodeos para presentar la banda y explicar su nombre: “Para mí fue creado en esa situación: una especie de pedido de ayuda, pero con onda. Y porque básicamente las canciones hablan del amor y de lo que me pasaba a mí individualmente”. A lo largo de las doce canciones que integran el único disco de la banda, se construye un narrador algo melancólico. “Hasta muchas veces anhelando algo que por ahí no tuvo. No hay nada peor anhelar algo que nunca existió, dice Drexler”. Y agrega: “También hay un poco de auto flagelo. Es muy raro que el mismo tipo que canta tiene una enfermedad autoinmune. Hay una canción que su estribillo dice “Flaco, evitá contacto físico”. Y por momentos no me gustaba cantarla. Pensaba: me estoy re agrediendo”. Pero enseguida retoma la idea de narrador y de escapar a la literalidad: “Tampoco estuve tan solo ni he cerrado tantos bares. El arte musical te permite eso. No estás mintiendo. Mientras sea bueno lo que hacés. No están ni tan alejado ni tan cerca. Pero el arte te permte eso: componer. Es arte”. Con lo que es menos indulgente es con algunos versos que, escritos casi quince años atrás, hoy generarían alguna controversia. “Escucho eso y pienso qué le pasó a ese a pibe. ¡Hoy me pegaría a mí mismo!”, remarca dando testimonio del aprendizaje.
A nivel musical, claramente el norte es la canción. “No llega a ser rock rock ni candombe. Son canciones”. Y si bien todos los integrantes de la banda participaban y contribuyen para la forma final, todo surge de un modo íntimo y primario: “Descubrí que tengo que anotar en las notas de celular si se me ocurre algo. Porque si no, al otro día me olvido. Pero cuando me pasa que se juntan esas frases con esa guitarra y se me pone la piel de gallina… entonces es ahí”.
Sin buscar el golpe bajo pero en consecuencia con la realidad, para Ucar la música infiere una importancia realmente vital. “Nos agarró la pandemia, pero seguí cantando estos dos años, a través de Instagram. En un punto siento que estoy atrapado en un cuerpo enfermo”. Y agrega: “Vuelo cuando escribo, cuando canto… No sé… cuando canto, tengo una manera de caminar”…
Y de cara al futuro, la convicción es esa: “Yo quiero cantar. Se está volviendo un poco a la normalidad, hay gente que está tocando…. Volví a sentir ese despertar otra vez. Tengo ganas, convoqué al resto de la banda: vamos a ensayar y vamos a pensar una última de este año. Si tengo que hacerlo en el garage de mi casa, no importa el lugar: la cuestión es cantar”.