El pasado 18 de octubre se cumplió el primer aniversario de la recuperación de la democracia en el Estado Plurinacional de Bolivia, y en pocos días se cumplirán dos años del golpe de Estado que interrumpió el exitoso proceso democrático que vivía ese país. La multiplicidad de actores que intervinieron en aquel golpe evidencia, cada día con más fuerza, la articulación de Washington en la arremetida contra la democracia.
Deslegitimación como base para el golpe
En octubre de 2019 se realizaron las elecciones presidenciales en Bolivia. El entonces mandatario y candidato a la reelección, Evo Morales, obtuvo el triunfo en primera vuelta. Tal cual lo determina la Constitución de ese país, el Movimiento al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP), conducido por Morales, superó el 40 % de los votos (obtuvo 47 %) y logró más de diez puntos de diferencia con el segundo, el candidato Carlos Mesa (quien obtuvo el 36 %).
La derecha se negó a reconocer el resultado y denunció fraude. Apoyada en la estructura de medios hegemónicos en manos privadas, profundizó la campaña de deslegitimación del proceso electoral y difamación de la imagen del presidente Morales (campaña que tomó mayor peso en ese momento, pero que venía desde mucho tiempo atrás).
A ello se sumó un discurso que tiene décadas, que ha sido instalado desde los medios de comunicación que atacan los procesos populares y desde cierto sector del «intelectualismo», que ha sedimentado en el «sentido común» la idea de que quien conduce un proceso popular por largo tiempo es un dictador demagógico, un líder autoritario que mediante el engaño (cual flautista de Hamelin) embrutece a las masas para intentar perpetuarse en el poder.
Esos mismos discursos jamás cuestionan la perpetuación de monopolios económicos o mediáticos, la reproducción endogámica del Poder Judicial o el rol hegemónico de los imperios. Pero sí denuncian con supuesto horror cuando un líder o una lideresa se ha transformado en la máxima expresión de un proceso popular y lo conduce por varios años.
Como tantos otros líderes regionales (Cristina Fernández, Lula da Silva, Rafael Correa, Hugo Chavéz, etcétera), Evo Morales fue producto de esta estigmatización.
La coordinación de la Embajada
La derecha boliviana, racista y clasista, actuó en el golpe motivada por sus propios intereses y, además, con clara participación, apoyo y articulación del Gobierno de Estados Unidos. Como bien describe la periodista y escritora Stella Calloni en su libro Evo en la mira: CIA y DEA en Bolivia, el Gobierno norteamericano intentó, incluso cuando Morales era solo un líder cocalero, frenar el proceso boliviano por todas las vía posibles, incluso con el asesinato. Una vez en el Gobierno, Morales sufrió varios intentos de desestabilización, el más claro de ellos fue el intento de golpe en 2008.
En 2019, tras la instalación del discurso de fraude, dentro de Bolivia se complotaron diversos sectores de la derecha representados por los medios hegemónicos de comunicación, la jerarquía de la Iglesia católica, sectores de las Fuerzas Armadas, la Policía, los Comités Cívicos, y actores políticos claves como Luis Fernando Camacho, Carlos Mesa, Jeanine Áñez, Arturo Murillo, Jorge «Tuto» Quiroga y otros.
También tuvieron un rol clave en el golpe Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), el Gobierno argentino de Mauricio Macri, el brasilero de Jair Bolsonaro y el ecuatoriano de Lenín Moreno, miembros de la Unión Europea (UE), la Embajada del Reino Unido y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana.
Toda esa estructura de intereses y actores locales e internacionales solo pudo ser articulada por los sectores del poder que desde Washington comparten intereses con muchos de esos sectores o directamente digitan sus políticas, como es el caso de los Gobiernos neoliberales de la región.
Impulsar, apoyar y sostener el golpe
El informe de la OEA difundido por Almagro fue clave para sostener el discurso del fraude que fue la bandera de los golpistas. Dicho informe fue desmentido de manera contundente por varias investigaciones de reconocidas entidades y por la revisión del total de las actas que llevó adelante la Procuraduría General de Bolivia.
En un video que se conoció recientemente, el actual gobernador del departamento de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, cuenta cómo su padre, José Luis Camacho, fue quien «cerró con los militares» y con la policía para que no salieran a evitar el golpe del 10 de noviembre. «Cuando pudimos consolidar que ambos no iban a salir, fue que le dimos las 48 hs».
Una vez concretado el golpe, se desató la persecución contra los dirigentes del MAS. Al peligrar la vida del presidente Evo Morales y de su vicepresidente Álvaro García Linera, el Gobierno de México, conducido por Andrés Manuel López Obrador, envió un avión para rescatarlos, pero los Gobiernos de la región alineados con Washington intentaron impedir el rescate al negarle la autorización para transitar su espacio aéreo. La intervención de Alberto Fernández, entonces presidente electo de Argentina (pero aún no en funciones) logró que el Gobierno paraguayo de Mario Abdo Benítez permitiera que la aeronave de la Fuerza Aérea mexicana aterrizara en su territorio, recargara combustible y pudiera partir hacia el país azteca.
Casi inmediatamente que asumió el Gobierno de facto conducido por Jeanine Áñez y Arturo Murillo, y ante la segura reacción social en defensa de la democracia, los Gobiernos de Ecuador (Lenín Moreno) y Argentina (Mauricio Macri) enviaron armas para colaborar en la represión de ese pueblo. Días después de la llegada del armamento proveniente (de manera ilegal) de Argentina, se produjeron las masacres de Sacaba y Senkata, que se cobraron la vida de decenas de bolivianos y bolivianas.
En declaraciones a Contexto, cuando salió a la luz el escándalo por el tráfico de armamento, el ahora embajador de Argentina en Bolivia, Ariel Basteiro, aseguró: «Cada día aparecen más pruebas sobre el contrabando de armas. Cada día aparecen más testigos, más involucrados, más documentos, más testimonios que les hace muy difícil el panorama a Patricia Bullrich, a Macri, a los ministros, al exembajador [Normando Álvarez García] y a las autoridades de la Gendarmería».
«En una causa de este tipo, nunca hubo tantas pruebas y tanta documentación contra los acusados. En el contrabando de armas está involucrado Macri y medio Gabinete. Es un escándalo enorme», remarcó Basteiro.
Un apoyo que venía desde antes
La represión desatada por el Gobierno de facto fue brutal y el apoyo de los Gobiernos de derecha de la región fue clave. Pero ahora se sabe que, en el caso del Gobierno argentino de Mauricio Macri, el apoyo a los golpistas fue anterior.
No solo se ha denunciado que la visita de Ivanka Trump (hija del entonces presidente norteamericano, Donald Trump) a la provincia argentina de Jujuy (limítrofe con Bolivia) durante septiembre de 2019 (poco antes de las elecciones y del golpe) tuvo como finalidad terminar de delinear acciones contra el Gobierno de Evo Morales, canalizar fondos y coordinar apoyos para los golpistas; también se ha señalado que, tiempo antes del golpe, el Gobierno argentino envió un agente de inteligencia de nombre José Sánchez para recabar información sobre los funcionarios del MAS y entregársela a la CIA (lo que reafirma la coordinación de los servicios de inteligencia estadounidenses con los golpistas dentro y fuera de Bolivia).
El diputado del Parlasur Oscar Laborde, en una anterior entrevista de Contexto, aseguró: «Aún más grave que ayudar a un Gobierno golpista es ayudar a los golpistas a llegar al Gobierno, y eso fue lo que habría hecho Macri. Todos los indicios señalan que la colaboración fue anterior. Dos años antes de que se produzca el golpe, Argentina mandó a Bolivia un segundo agente de inteligencia. Algunas embajadas argentinas tienen un agregado de inteligencia, pero ninguna tiene dos. En Bolivia estaba Luis Varela y luego llegó José Sánchez, que estuvo con sede en Santa Cruz. Sánchez es un hombre cuyos vínculos con la CIA son conocidos y no hay justificativo para que Argentina haya enviado a un segundo agregado».
Del golpe al magnicidio
La resistencia del pueblo boliviano logró torcerle la mano al Gobierno de facto y lo obligó convocar una nueva elección presidencial. Con una descarada persecución judicial, el Gobierno de la dictadura logró proscribir a Evo Morales e intentó prohibir la participación del MAS-IPSP, pero no logró este último objetivo.
El 18 de octubre de 2020, Luis Arce se impuso por el 55 % de los votos y más de veintiséis puntos de diferencia sobre Carlos Mesa, que nuevamente entró en segundo lugar.
Pero los golpistas no querían quedarse de brazos cruzados. Una reciente investigación del medio norteamericano The Intercept reveló una serie de audios en los que Luis Fernando López, entonces ministro de Defensa del Gobierno encabezado por Jeanine Áñez y Arturo Murillo, negoció la contratación de un grupo de mercenarios para asesinar al entonces presidente electo (aun no en funciones), Luis Arce.
Según denunció el Gobierno boliviano, el grupo de mercenarios estaba compuesto por los mismo integrantes que asesinaron al presidente de Haití, Jovenel Moïse.
El ministro de Gobierno Eduardo Del Castillo informó en rueda de prensa que los mercenarios habrían entrado al país el 16 de octubre y, al no hallar condiciones para llevar adelante su plan de magnicidio, habrían descartado la operación, retirándose del país cuatro días después.
Tras ello, y antes de la asunción de Arce, el ex ministro de Defensa de Áñez huyó a Brasil. La agencia de noticias Télam informó que el Gobierno de Bolivia «pedirá a Brasil la extradición de Luis Fernando López», «por su presunta responsabilidad en un ‘intento de magnicidio’ del presidente Luis Arce».
En la actualidad, los golpistas continúan con sus amenazas al Gobierno democrático, insisten con el libreto de que en 2019 hubo fraude (aunque ya está más que comprobado que no fue así) y niegan que haya ocurrido un golpe. Los medios de comunicación que siguen a su servicio replican ese discurso.
Espionaje, golpe de Estado, contrabando de armas, masacres, represión, persecución política y judicial, censura, desinformación, intentos de proscripción y planes de magnicidio. El caso boliviano evidencia que, para defender sus intereses y sostenerse en el poder, la derecha no tiene límites.