Por Emilia Martinuzzi
En los últimos días hemos visto la complejidad ideológica que articula la voluntad del poder mediático. Por un lado, durante el mes de septiembre, el Senado y la Cámara de diputados de la provincia de Buenos Aires sancionó la Ley 14.744, la cual establece en su artículo primero que todos los educandos y educandas tienen derecho a recibir educación sexual integral en los establecimientos públicos, de gestión estatal y privada, dependientes de la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia.
A los pocos días, los medios locales de la capital provincial expusieron las críticas elaboradas por monseñor Aguer respecto de los postulados de la ley en un encuentro con representantes legales de colegios católicos de La Plata. Allí argumentó que “ayudar al alumno para que elija su orientación sexual no es sano”; la normativa “contradice el artículo 199 de la constitución provincial que establece que la educación tiene por objeto “la formación integral de la persona con dimensión trascendente y el respeto a los derechos humanos y libertades fundamentales, formando el carácter de los niños en el culto de las instituciones patrias, en el respeto a los símbolos nacionales y en los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia”.
Finalmente, y casi de manera simultánea, varias organizaciones de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes reclamaron al Papa Francisco, durante la misma semana en la que visitó Estados Unidos y la sede de las Naciones Unidas, medidas para proteger a niños y niñas que desde 1950 son abusados por al menos 69.000 sacerdotes católicos en el mundo (http://bishopaccountability.org/).
¿Por qué representantes locales de la iglesia católica resisten a la posibilidad de que niñas y niños accedan a espacios de formación en valores y prácticas que permitirían vivir la sexualidad de manera responsable, placentera y segura?
El conjunto de citas y datos con el que se inaugura este comentario tiene como principal propósito dar cuenta de la importancia de construir y recuperar espacios de enunciación, para intervenir ideológicamente sobre aquellos argumentos que estamos obligados a ver y leer cotidianamente, en tanto expresiones de los poderes económico-patriarcales-católicos-judiciales que, articulados mediáticamente, orientan nuestra mirada respecto de ciertas preocupaciones sociales.
Junto a Contexto nos damos el espacio, entonces, para intervenir reflexivamente respecto de las críticas realizadas por monseñor Aguer en relación a la relevancia política, social y cultural que tiene la Ley Provincial de Educación Sexual. Sobre este asunto hay tres cuestiones que nos animamos a destacar.
La primera se vincula con la posibilidad de interrogarnos por qué representantes locales de la iglesia católica resisten a la posibilidad de que niñas y niños accedan a espacios de formación en valores y prácticas que permitirían vivir la sexualidad de manera responsable, placentera y segura. En principio, cabe destacar que las declaraciones de Aguer no hacen más que exponer que lo preocupante de la cuestión no es que se forme en prácticas de género y sexualidad, porque de eso se ocupó hace cientos de años la propia Iglesia católica cuando pensó a las mujeres en virtud de “sus dotes maternales” o cuando adoctrinaron en una moral basada en los mandatos hegemónicos del género y la heteronormatividad; allí también se operó en el complejo campo de la sexualidad y la regulación ideológica de las diferencias.
Por eso, lo que le incomoda a monseñor Aguer no es la educación sexual en sí misma, porque ya hemos dicho que no es un “tema” nuevo para la Iglesia, sino la perspectiva ético-política con la que el Estado aborda una de las dimensiones claves de la experiencia humana, en tanto campo de reconocimiento para la ampliación del horizonte político de intervención en materia de derechos humanos.
En una Argentina en donde el Estado ha encarado tareas decisivas para erradicar la discriminación de género y sus múltiples violencias asociadas, las críticas de Monseñor Aguer van a contramano de un proceso democrático que se caracteriza por el reconocimiento de las diferencias.
La segunda cuestión se vincula con aquello que muy sensiblemente Aguer reconoce en términos de “contradicción” respecto de la Constitución provincial, la cual postula la importancia de formar a los niños –no a las niñas– en el culto de las instituciones patrias, en el respeto a los símbolos nacionales y en los principios de la moral cristiana, aquella que en sí misma se contradice cuando se ha sostenido históricamente sobre la base de argumentos que excluye y desiguala las diferencias de género y encubre los abusos sexuales a niños y niñas en el mundo. Impone de este modo obstáculos a la posibilidad de profundizar condiciones de reconocimiento del otro u otra como sujeto complejo, con sentimientos, valores y derechos.
La tercera cuestión tiene que ver con declarar la inadmisibilidad de sus opiniones. En una Argentina en donde el Estado ha encarado tareas decisivas para erradicar la discriminación de género y sus múltiples violencias asociadas, consagrando el derecho fundamental de la diversidad, las críticas de monseñor Aguer respecto de la importancia de instituir la pregunta por las sexualidades y el género en el campo educativo van a contramano de un proceso democrático que se caracteriza fundamentalmente por el reconocimiento de las diferencias para la ampliación de los horizontes de emancipación nacional y latinoamericana.
Por este motivo, partiendo de la base de que pensar al género y las sexualidades no refiere a fundamentos o rasgos observables, sino a articulaciones político-culturales que definen condiciones de acceso simbólico-materiales, es que resulta posible explicarnos las luchas que se articulan en torno a las posibilidades de desarmar y/o transformar las lógicas de poder que operan desigualando las diferencias y obstaculizando, a la mejor manera de monseñor Aguer, el acceso a los derechos humanos que en nuestro país y toda Latinoamérica resultan universales.