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Abro hilo | «Soy Goku»

Tras el espontáneo homenaje a Akira Toriyama en el obelisco, el músico platense Lautaro Barceló escribe sobre el profundo sentido filosófico y emocional de una serie que marcó miles de vida en el mundo : “Dragon Ball”.

Por Lautaro Barceló (*)

«Pasa el tiempo y los recuerdos
Se van alejando ya
Ángeles fuimos y desde el cielo
Semillas dimos de amor»

Dormíamos todos en la misma habitación. A las 12 de la noche, mi papá sintonizaba Magic Kids para que me relajara y durmiera con los dibujitos. Mi mayor miedo era la oscuridad, el silencio, el vacío; por aquellos días se me cruzó por primera vez la idea de la muerte y el único remedio probado era mantener el televisor encendido.

Una madrugada tuve la oportunidad de ver el estreno de Dragon Ball en Magic Kids. No me llamó tanto la atención el primer episodio, pero era mi oportunidad de seguir una nueva serie desde el comienzo. El flechazo fue inmediato: a las dos semanas, no podía pensar en otra cosa que en la fortaleza de Goku, en la inteligencia de Bulma o en pedirle deseos a las esferas del dragón. Las esferas podían, inclusive, traer a la vida a los muertos. 

En el colegio, mi misión era predicar la novedad. En los recreos le mostraba a mis compañeritos cómo Goku se enfrentaba a varias personas a la vez y lo recreábamos. Por primera vez sentí que me hacían un espacio, inclusive dejaban que yo ganara una batalla contra ocho de ellos. Para acentuar mi espíritu de lucha, aprovechaba el recreo largo para trotar alrededor del patio y mis compañeritos preparaban emboscadas en mi camino. A los pocos meses, no había nadie en el colegio que no imitara los movimientos de Goku y su Kame Hame Ha. El primer maestro de Goku, el maestro Roshi, decía: «Hay que trabajar. Hay que aprender. Hay que comer. Hay que descansar. Y también hay que jugar.» Y nosotros hacíamos exactamente eso.

Magic Kids solía repetir temporadas enteras, a veces tardábamos largos meses en ver nuevos capítulos. No recuerdo haber experimentado una ilusión tan intensa como la que sentía al anticipar la llegada de un capítulo que continuara la historia. Tampoco recuerdo una frustración tan grande como la de descubrir que el nuevo capítulo era viejo y que la serie volvía a empezar desde ahí.

Por el Club del Animé me enteré de la existencia de Camelot y le pedí a mi mamá que llamara para ver qué tenían de Dragon Ball. Yo escuchaba que tenían en stock desde el otro teléfono y después iba corriendo a decirle a mi mamá qué cosas me gustaban. Lo primero que compré fue la Guía de Personajes de la L a la Z. Lo encargamos por teléfono y nos llegó semanas después al correo. El impacto fue descomunal. Tenía el futuro de mis personajes favoritos entre mis manos y no se parecía en nada a lo que yo podía intuir. Cuando fui al colegio a contarle a mis amigos que Goku iba a crecer, tener hijos, morir varias veces y que además era un extraterrestre, nadie me creyó. Me acuerdo que cuando llevé la prueba, uno me dijo: «Obvio que eso no es Dragon Ball».

A fines de los 90, papá me contó más o menos qué era Internet y me llevó a uno de los primeros cibercafés de Argentina. Me dio una caja de diskettes y me dijo que podía cargarlos con lo que quisiera, que después podía abrirlos en casa. Así que aproveché ese tiempo al máximo: me descargué cientos de imágenes de Dragon Ball que luego admiraría en casa infinitas veces.

Al poco tiempo nos mudamos a una casa nueva. Ahora me tocaba dormir con la abuela Rosa. Como alquilábamos, solíamos mudarnos cada dos años o menos. Nunca me dejaron pegar decoraciones en la pared por miedo a que la arruine, pero esta vez mi mamá me dio permiso y me regaló un póster gigante de Vegeta para que lo ponga donde quisiera. Vegeta arrancó siendo un enemigo mortal, un tirano destructor que termina del lado de los «héroes Z», aunque manteniendo la rivalidad con Goku. Pegué a Vegeta con cinta scotch en la puerta de mi habitación y por primera vez me sentí distinto, adolescente.

Pasaron los años y las mudanzas. En cada mudanza tenía que tirar algo. El póster de Vegeta lo tuve que tirar, no sobrevivió a la mudanza, y me regalaron uno de Trunks. Coleccioné mangas, uno tras otro, eran difíciles de conseguir en ese entonces. Una aventura que me llevó a comprar la mítica revista Lazer, de la cual además obtuve una «ESI» involuntaria. A partir de entonces, pasé a admirar a Bulma no solamente por su inteligencia. 

Tenía doce años cuando mi papá me comentó que le habían ofrecido un gran trabajo en el extranjero, que íbamos a dejar de alquilar y que me iba a poder comprar todo lo que yo quisiera.
– ¿Todo?
– Sí, todo.

Me puse a hacer una lista en hojas Rivadavia. Las guardaba en un cajón: videojuegos, mangas, libros de terror, muñecos de Dragon Ball, de Slam Dunk, etc.
Una tarde, tras volver de una reunión en CABA y acostarse, las piernas de mi papá dejaron de responder. Antes de que se lo llevaran, me dijo que continuara con mi súper lista de regalos. Mientras él estuvo en terapia intensiva, yo seguí buscando en revistas cada artículo de Dragon Ball y agregándolo a la lista y confiando. Confiando y rezando. Cuando lo pasaron a una habitación privada, fui a quedarme con él todas las noches. Me contagié de anginas y creo que hasta pasé a sentirme peor que él. Por la noche, volvíamos a ver Dragon Ball Z, esta vez, por la tele. Volvimos los dos a casa y escondí en el último cajón las casi ochenta carillas que llevaba escritas de mi lista de regalos.

Seguí creciendo y las mudanzas, que se sucedían cada vez menos tiempo, se fueron comiendo mi infancia. En un momento quedé libre de todo: de listas, de guías de personajes, de mangas, de pósters… luego me fui de casa y ya, adiós a todo. Ya de adulto, trabajaba, aprendía, comía, descansaba poco y rara vez jugaba. Aún así, nunca dejé atrás a Goku y a sus amigos. Más de una vez les pedí ayuda para salir del peor de los estados, como si mi psiquis solo estuviera dispuesta a destrabarse tras regresar mentalmente a esos instantes de felicidad. Ver algún episodio, alguna película, videos en YouTube. Con el tiempo me fui dando cuenta de que mi infancia era cero especial, apenas un calco más en el océano de las infancias tocadas por la obra de Akira Toriyama.
Este 10 de marzo, movilizados por un flyer anónimo, con la esperanza de encontrar quién sabe qué, miles de personas fuimos al Obelisco a realizar la Genkidama, la técnica final de Goku para vencer a sus enemigos más poderosos. La Genkidama es, por decirlo así, la epítome de la fuerza colectiva. Consiste en levantar los brazos y pedirle a las plantas, los animales, los planetas y los seres humanos que le envíen parte de su energía para vencer al villano invencible de turno. A mayor dificultad, mayor la escala del pedido. Para vencer al último enemigo de Dragon Ball Z, Majin Buu, no fue suficiente con pedir la energía, sino que todos los seres humanos debieron alzar sus manos igual que Goku. Así fue que miles de personas hoy, familias enteras -mi mamá incluida-, personas disfrazadas, hombres adultos con gafas oscuras para ocultar las lágrimas, cantamos en loop cada canción y levantamos nuestros brazos al cielo para hacerle llegar toda la energía a nuestro amigo Goku, a nuestro amigo Akira.

Hasta siempre, 鳥山 明.

(*) Lautaro Barceló es un músico y productor platense. Formó parte de El Estrellero, Orquesta de Perros, Canto el Cuerpo Eléctrico, Miro y Su Fabulosa Orquesta de Juguetes. Además compone y produce música para películas a través de «Sounds Like a Hit Factory».

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