Por Matías Kraber
A Alter do Chão llegué casi colgado en un micro de línea. Un sauna de gente que se trasladaba desde Santarem a este pequeño poblado en el río Tapajós y Lago Verde de unos 10.000 habitantes. Casi un Alvear –mi ciudad natal– amazónico, al menos en densidad demográfica.
En el micro íbamos todos sujetándonos cómo podíamos, muchas señoras llevando mercadería para vender en Alter do Chão o abastecerse, porque siempre el transporte encarece a los pueblos de sus bienes comunes. Así que lo básico para la alimentación brasileña viajaba conmigo: arroz, frijoles, fideo, café, azúcar. Cuarenta minutos duró el viaje y entramos en la carretera principal que se dirige hacia el lado de la praia donde se concentra el pueblo. Aridez de tres meses sin lluvias, una farmacia, un teléfono público con la palabra Oí, un banco de Para y un quiosco que me guiñó el ojo a frenar por una coca fría. Afuera, al bajar del micro, sentí una llamarada de calor en el cuerpo: un casi bienvenido al desierto. Baje con un peso a cuestas que el calor lo aumentaba, y me arrimé al hombre del quiosco que estaba en su puerta ordenando una colección de música en discos de todo tipo. Sonaba Kansas, Eagles, América, James Taylor y un recorrido por los 80 en canciones americanas de radio Aspen en una siesta planchada. Tomé dos latas de coca helada y charle con él, Lázaro, le pedí que me cuidara la mochila más grande mientras salía a buscar algún techo. No hay problema me dijo y me mostraba con regodeo su música: Pink Floyd, Abba, The Beatles, AC/DC, Bryan Adams, Dire Straits, Creedence y más. Todos ordenados alfabéticamente con compulsión de Toc. Me contó que su filho iba a ver a David Gilmour en San Pablo. Agora. Amanha mesmo. Que a él le encantaría pero que se quedaba en Alter do Chão atendiendo su quiosco que los fines de semana se convierte en una esquina de tomadores lugareños en mesas y sillas de plástico mirando por ejemplo –como este último sábado– el recital de Ac Dc en el monumental de Núñez. Quizá no todos amen el rock o el pop internacional pero Lázaro les baja su línea y nadie chista. Todos toman cerveja, conversan y miran la pared como si fuera un viaje por el mundo.
Alter do Chão son seis meses con Costa y seis meses sin. Ahí se nota el cambio de estación, porque después las diferencias climáticas no varían demasiado. Un calor de 30 grados promedio, que después del mediodía asciende a casi 35. El sol quema y uno quiere irse rápido a meterse en el lago verde que es el alma de ésta ciudad. Todos los caminos conducen al lago que se extiende en una Costa de arena fina, y forma piletones donde la gente de Brasil que visita el pueblo –la mayoría vecinos de Santarem– acostumbra a estar en mesas con sombrillas dentro del agua. Comer ahí, tomar cerveza ahí, pedir la cuenta y todo con los pies en el agua. Pasar la tarde con los pies suyos y de las mesas en el agua mientras cae el sol como una moneda de fuego en el horizonte de un pueblo que enamoró a un par que iré a conocer. Paddy y Mae Natureza
Paddy –argentino de Santa Fe, 56 años– pone Mae Natureza a partir de su amigo el enano: un amigo suyo argentino que yo no conocí por 5 minutos. Parece que el enano andaba viajando de Belem a Manaus hace casi 15 años atrás y frenó en Santarem de casualidad. Ahí preguntó qué hacer, a dónde ir; y algunos lugareños le marcaron Alter do Chão. Se metió en el micro de línea por un camino mucho más ripioso que el actual, un trecho largo de tierra por donde el bus corcoveaba hasta llegar. Llegó por unos días y se quedó a vivir de puro ingenio argento con un amigo que lo acompañaba en la odisea. Empezó a laburar con Kayaks, a hablar inglés y ofrecerles servicios de excursiones a los gringos que caían aquí. Después compró una isla junto con su amigo y siguieron los negocios buscavidas. Paddy –uno de sus amigos del alma– estaba por Venezuela viviendo y trabajando en Isla Margarita muy bien. Se separó de su mujer y quedó en jaque: qué hago, se dijo para adentro. Un día charlando con el enano, éste lo convence para que se arrime para estos lares. Al final Paddy vino y el mes se transformó en medio año, y ahí empezó todo. Al tiempo el enano alquiló un local frente a la plaza con la propuesta de poner un bar y seguir con las excursiones turísticas, más una pequeña casa en el piso de arriba donde Paddy podría vivir. Paddy dejó todo en Venezuela –aunque no tanto, vuelve tres meses cada año a hacer trabajos de video– y puso Mae Natureza: un restobar de comidas rápidas, elaboradas, alternativas y vegetarianas donde cocina mi anfitrión: Ernesto Rámirez, 58 años, uruguayo e hincha del Danubio. Y el lugar donde una noche de lunes antes de partir toqué mi primer repertorio de canciones en viaje y me gané mis primeros aplausos y reales.
La importancia de llamarse Ernesto
Cuando me di cuenta que si perseguía un sueño se me moría la realidad entre las manos; ya era muy tarde, ya era adicto dice el cuento de un yorugua con todas las letras que conocí en Alter do Chão. Ernesto es un nómade por naturaleza, de pocas palabras pero de las valiosas. Una ecuación casi perfecta entre Federico Luppi y Jaime Roos su rostro. Una mueca congelada de los tipos que no tutean demasiado ni tampoco acostumbran reírse tanto. Hablan en serio y en serio charlamos de todo: política, en Argentina y Uruguay, Patria Grande, Onetti, Cabrera, Baglietto, los viajes, Cortázar, Montevideo y la parrila de su viejo hecha con baterías de autos las paredes y revoques gruesos. Ernesto me dijo que siempre se movió por trabajo, y que ahora está cansado, quiere trabajar menos y conocer más sus destinos. Ahora Venezuela le hace ruido y también lo seduce Colombia.
Mi último lunes en Ater do Chão fue su franco y tomamos cerveza esde que nos levantamos. Yo cociné y él puso Baglietto. Me sonó a ritual familiar que se hilvana por las aguas del Paraná. Almorzamos y seguimos charlando de política, cultura y de la vida misma. Quedaban siempre un par de silencios radiales con Ernesto. Digamos que lugares precisos para el abismo a la reflexión. Ese tortazo sin paracaídas en las certezas con filo de filosofía. Pausas y un ovillo nuevo de charla. Quizá ese bache también significaba el lugar del abrazo nostálgico. Él me habló de la nostalgia, me mostró su cuento (citado más arriba) que según confesó fue escrito en los tiempos más nostálgicos para con Uruguay. Data de 1999 según el archivo de word de éste lunes franco, en el que él se propone revisar sus escritos después de un largo rato. Le digo que Cabrera me respondió que la nostalgia del Río de La Plata se debe a que somos una sociedad inmadura, bastante joven e inmadura que añora casi que lo reciente porque no hay tanta Historia acumulada. Ajá, me dijo y sentí que el balazo le entró como cuando yo lo escuché por el auricular el día de la entrevista a Fernando para diario Contexto de la Facultad de Periodismo de La Plata.
En el cuento Ernesto es un tal Eladio que está lejos de su Montevideo y se decide a volver a sus pagos para visitar a su madre que lo interpela con cartas también nostálgicas mientras mira la calle o el umbral y lo extraña.
Nos despedimos a las 9 de la noche. El sonido del ventilador fue la atmósfera en una noche típicamente pegajosa en Alter do Chão. Me explicó cómo llegar al mercado y luego a las docas montando un bus a Santarem. El mismo que me había traído.
A la madrugada, en la primera mañana, Alter do Chão es un paraíso naranja. Sólo algunos están despiertos y van a un ritmo de caracol a sus trabajos. El resto duerme y tiene las persianas bajas. Se escucha el graznar de unos pajarracos negros que dan miedo mientras buscan su desayuno en unas casitas de basura que hay en las esquinas. No se oyen perros, pero casi que no hay perros en este poblado, apenas vi unos tres en mi estadía y uno llega a la casa de Ernesto buscando las sobras.
Camino con las mochilas a la parada, pego la última mirada al pueblo y suspiro para que el viento se lleve mi lígera tristeza de despedida. Luego, llega el micro y ya estoy montado en la próxima aventura: un barco hacia Manaus en dos días y medio.