Tras la llamada «primera ola progresista» en América Latina, en las que se realizaron profundas transformaciones sociales, se construyeron fundamentales espacios de integración y la vida de millones de latinoamericanos mejoró sustancialmente, comenzó en la región un breve periodo de recomposición neoliberal. Los medios hegemónicos y los referentes de la derecha trataron de instalar la idea del «fin del progresismo», pero solo se trató de un acotado proceso de recomposición de la derecha con la utilización de golpes parlamentarios, proscripciones, traiciones, golpes tradicionales y sólo algunas victorias electorales.
El ciclo de recomposición neoliberal y neocolonial duró solo unos años. Pero como suele suceder en estos casos, dejó tierra arrasada a su paso.
Desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México (2018), comenzó en la región una «segunda ola progresista» que parecía consolidarse con el regreso al gobierno de Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva. Esta «segunda ola» posee algunas características similares a la primera y también con varias diferencias. También el contexto geopolítico es otro.
Parece cada vez más evidente que, ante la imposibilidad de construir propuestas electorales exitosas, la derecha busca retomar el control de la región a través de un violento y antidemocrático proyecto de recomposición conservadora.
El 8 de enero de 2023 miles de seguidores del ultraderechista Jair Bolsonaro –con la complicidad de las fuerzas de seguridad– tomaron por la fuerza el Palacio del Planalto (Casa de Gobierno de Brasil), el Congreso y el edificio la Corte Suprema. Fue inevitable hacer un paralelo con la acción que, el 6 de enero de 2021, realizaron los seguidores del líder de la ultraderecha de Estados Unidos, el expresidente Donald Trump. En aquella ocasión –aparentemente también con la complicidad de la fuerzas de seguridad– tomaron por la fuerza y bandalizaron el Capitolio (el Congreso de Estados Unidos).
Pero la violenta toma de las instituciones del Estado brasileño por parte de grupos bolsonaristas no es un hecho aislado. La acción contra el gobierno de Lula, en Brasil, se suma al intento de magnicidio y la persecución mediática-judicial contra Cristina Fernández, en Argentina, los levantamientos violentos contra el gobierno de Luis Arce, en Bolivia, el golpe de Estado contra Pedro Castillo, en Perú (donde la represión del gobierno golpista de Dina Boluarte ya produjo más de cuarenta muertes) y muchas otras acciones violentas contra los gobiernos populares de la región.
Desde el sur del Río Bravo hasta la Patagonia, desde el Pacífico hasta el Atlántico las democracias de toda América Latina están amenazadas.
Ante esta nueva arremetida, lo más preocupante es la falta de respuestas efectivas y unificadas de los procesos democráticos y populares para desactivar estos ataques, entenderlos como piezas de un proyecto mayor y, además, plantear un horizonte de reenamoramiento de los sectores que, incluso contra sus propios intereses, se suman a las fuerzas reaccionarias de la región.
En América Latina, la derecha controla el poder económico, el poder mediático, gran parte de los poderes judiciales, las fuerzas represivas, gran parte de los Congresos y, además, desde hace ya varios años, disputa el control de las calles con grandes movilizaciones.
A pesar de ello, el campo popular ha obtenido grandes victorias electorales y la derecha no ha encontrado el camino para consolidar su proyecto neoliberal y neocolonial. Ahora, vuelve a apostar por la violencia.
América Latina, como señalan muchos intelectuales, es un territorio en disputa, pero es necesaria una rápida y efectiva reacción de los líderes democráticos de la región para evitar un nuevo doloroso retroceso para los pueblos de la Patria Grande.