Por Juan Soriano*
La democracia cumple 40 años y yo cumplí 43: nací en dictadura, aunque no tenía la menor idea y me crié en una casa donde cuando había dos adultos en lugar de uno, el macho decía que con los milicos estábamos mejor.
Luego el derrotero habitual por el que pasó la sociedad y algunas cosas las vivimos y otras las vimos en la tele, en los libros y en lo que investigamos: durante todas mis escuelas, difícilmente se hablaba de lo que había sido la dictadura, lo que había sido el genocidio de los milicos, las torturas, los vuelos de la muerte revoleando gente viva desde aviones al río, las violaciones, los robos de bebés y otros tantos aditivos al menú de mierda en el que nos sumergieron los milicos cuando les tocó mandar.
En todos esos cuarenta años tuvimos de todo, un presidente radical que dejó crecer la payasada del padre de la democracia pero que terminó con los pantalones por los talones frente a los milicos más rancios y a un Menem que amenazaba levantar la mano del freno de mano y dejar que el coche se estrelle en bajada, luego a ese mismo tipo que en nombre de la gente hizo lo que no dijo que iba a hacer y lo votaron de nuevo, después un marmota descomunal también radical que planteó una alianza con el tren fantasma y que terminó su gobierno inútil y asesino en un helipuerto.
Después ochenta millones de presidentes chantas, un Duhalde que vendió sabrosa la del piloto de tormenta, y un Kirchner que ganó por el 20%, con el 80% votando en contra y siendo uno de los mejores, o el mejor presidente de la historia, quizás no tanto en términos nominales o de números per se en su mandato (ya que fue mejor el de Cristina), sino en el cambio de paradigma que le dió a la noción de política, a la noción de Estado, a la jerarquía de país campeón del mundo.
Después de Néstor vino Cristina, de nuevo Cristina y volvieron los radicales de la mano de Macri, el hombre que carece de todo tipo de vergüenza y que hizo un gobierno lamentable con infinidad de puntos en común con los militares, en términos económicos y en términos culturales, más acá de endeudar al país cien veces más que los militares.
Después vino Alberto, el peor presidente de la democracia, que disfrazado de honradez y de trabajo, se dedicó a arrodilarse frente a cualquier poder que le amagaba un bife: laboratorios, cerealeras, oposición, interna, no dejó uno sólo sin comerse los mocos en las mesas estelares y todo ello, desembocó en el peor gobierno peronista, el peor gobierno kirchnerista. De la historia.
Y así un Milei: un presidente que no gana tanto porque logra convencer a la sociedad de que es lo mejor que le puede pasar a alguien, sino que gana porque representa lo que más de la mitad del país pensaba pero se hacían los otarios: que a todos los negros hay que matarlos, que en las villas son todos vagos, que la política son todos ñoquis, que el Estado tiene que ser más chico, que está bien pagar mucho más por todo (comida, servicios, el médico, el vino, la polenta, el remedio, el guiso, la zapatilla, el videojuego, el cóctel retroviral, los puchos, la leche Nutrilón, los pañales y los ataúdes). Una mitad o más de la sociedad que entiende que es mejor que la policía tenga mucho más poder que cualquier ciudadano sea o no delincuente, siendo la policía mayormente delincuente, y una sociedad que pide a gritos que la gasten.
Una sociedad que recibió con la boca abierta las mieles del derrame real del dulce k y que compraron con todo y pelotas al concepto economióide de profecía autocumplida del mantra tarado de que hay que pagar la fiesta, como si una fiesta hubiese sido un finde XXL en Santa Clara, Buzios o la mar en tetas.
Una sociedad que está ansiosa de ganas de regar las avenidas de sangre de protestantes, que quiere mirar desde su casa fría y sin calefacción, por la tele a gorditos lechosos disfrutar ganando palos blancos y palos negros, como los palos verdes y azules romperán dientes cariados por alimentaciones defectuosas que a la postre, hacen gordos a los que el imaginario supone flacos.
Una sociedad abrazada a la urna como si fuera la madera de Jack en Titanic, pensando en urna como urna de votos y no de cenizas, aunque quizás el ruido pueda estar molestando de más y las carcajadas se escuchen desde afuera del cementerio a las tres de la mañana.
Una sociedad que así como dijo algo habrán hecho, cree siempre que el malo es el otro, que el negro es el otro, y que el malo es el otro, sin entender que cuando pasan las siete trompetas de los ángeles vengadores lo que hacen es decapitar a todos, los que insultan y los que vivan, los que quieran nacer y los que desean morir.
Todos.
Todas.
Todes.
La democracia no es buena en sí misma como los revólveres no son malos en sí mismos. Las retóricas siguen acordes a los ritmos que queremos escuchar y masturbamos nuestros cerebros con mimos en las córneas susurrándonos que el pueblo nunca se equivoca y cómo carajos no se va a equivocar si el pueblo está constituído por remiseros, taxistas, odontólogos, empresarios, kiosqueros, cornudos, mamitas, bailarines, nazis, madres y abuelas de plaza de mayo y personas que cobran fortuna por hacer goles y la mandan a la tribuna: creer en la infalibilidad de la gente es negar al cielo, burlarse del sol y creer que algo tan esquivo como la fe, efectivamente puede mover montañas.
Ah pero es lo único que conocemos.
Qué cumpleaños de mierda al que nos obligaron a venir.
(*militante peronista)