Por Marco Nuñez*
Era casi mediodía. Primero escuchó crecer el ruido del motor del transporte escolar y después la estridente bocina. Hacía un momento había tirado la última palada sobre el montículo de tierra y estaba limpiando la pala con una espátula. El sol le picaba en el cuello, sentía la piel tirante; había pasado la última hora cavando, sacando tierra de un lado y colocándola en otro, para volver a ponerla después en el mismo lugar. Apoyó la pala contra la pared del fondo, donde amontonaba cacharros oxidados, pisoteó las islas de pasto amarillento hasta llegar frente a la puerta de la cocina. Ahí se sacó las zapatillas embarradas y las dejó a un costado.
—¿Se lo decís vos o se lo digo yo? —Le preguntó su esposa, que había seguido sus movimientos a través del mosquitero de la puerta.
—Yo —dijo él.
Esa mañana, Sánchez había salido temprano para el supermercado a comprar hojas de afeitar; tenía barba de varios días y las miradas graves, celosas, en su lugar de trabajo lo habían instado a limpiarse la jeta. No tanto la convicción como sí su ficha de presentismo lo había instalado en un puesto respetable y quería seguir conservándolo.
Cuando salió a la calle Baltazar lo siguió. Baltazar era un perro ladrador negro que hacía seis años había llegado al hogar, un año después del nacimiento de Federico. Los cachorros habían crecido juntos.
Baltazar se acercó a la base de un árbol, después a otro y a otro; en el último meó y volvió junto al portón. Sánchez había doblado la esquina cuando escuchó el impacto, un golpe sordo. Deshizo sus pasos y vio al perro tendido en mitad de la calle como un costal de huesos mientras un auto azul se alejaba. Cuando se acercó se apagaron los últimos quejidos. No supo qué hacer. Miró para todos lados pero no encontró con quién compartir aquello. Extendió una mano por el espeso pelaje negro, después se apartó del animal y reculó. Al verlo entrar a la casa con la mano ensangrentada, su esposa se sobresaltó:
—¿Qué te pasó?
—Nada. A mí, nada.
—¿Y qué es eso? —Señaló la extremidad de su esposo con la palma de su mano extendida hacia arriba.
—Baltazar —fue lo único que dijo. Y con eso alcanzó. Con la mano limpia se rascó la barba. Era un gesto mecánico, no tenía picazón. Tenía barba.
En ese momento una nube tapó el sol. Los rostros de ambos se ensombrecieron. Ella se limpió las manos en el delantal que llevaba puesto y luego se lo desató. Hizo un bollo y lo tiró sobre una silla plástica.
—No hagas nada todavía.
—Tengo que correrlo de la calle…
—No, no hablo de eso: no lo entierres.
—¿Y qué querés que hagamos?
—Federico tiene que verlo.
—¿Para qué?
—Tiene que hacer su duelo. Tiene que verlo muerto. Cuando se murió mi tío Ernesto yo no pude aceptarlo hasta que lo vi —hizo una pausa y agregó— en el cajón. Recién ahí caí.
—Pero vos sos grande. Federico es un chico.
Parado frente a la puerta de la cocina, Sánchez miró la lomita amarronada en el fondo del terreno; más tarde le echaría un poco de agua con la manguera para que la tierra bajara. “A todos se nos muere un perro”. De chico también le había pasado a él. Morales. El viejo Morales.
—Che, Morales, me mataste al perro. Me tenés que pagar el perro —le había recriminado el padre de Sánchez al vecino borracho.
—Ese perro estaba viejo, ya no veía…
—Más ciego estás vos que lo agarraste con el auto.
Sánchez bajó la vista hasta sus medias húmedas, tenían una aureola en la punta de los dedos. Se sentó en una silla plástica y con parsimonia se las sacó. Federico apareció detrás del coletazo del mosquitero de la puerta.
—Despacio, vas a romper la puerta.
—¿Y Baltazar? ¿Dónde está Baltazar?
—Vení, sentate acá —dijo su padre, tirando al piso el bollo de ropa que había en una silla. El niño todavía tenía puesta la mochila.
—Tengo que contarte algo.
—¿Qué, pá?
—Es sobre Baltazar.
—¿A dónde está?
—Se murió, Fede.
Siguió un largo silencio. Federico miró alrededor, como buscándolo. Y preguntó:
—¿Pero no va a volver?
—No, hijo. No va a volver.
*El relato fue ganador en la categoría menores de 32 años del III Concurso de Relatos Breves Osvaldo Soriano.
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–El flete (de Marina Laura Arias)
–Carta a Lepanto (de Neri Leonel Iacopetta)