Por Roberto Álvarez Mur
Si trazáramos un plano del Conurbano sur y lo convirtiéramos en un rostro humano, el ramal de tren La Plata-Constitución de la Línea Roca sería una gran cicatriz cayendo en la mejilla derecha. Un tajo férreo de 56 kilómetros que parte al medio los distritos de Avellaneda, Quilmes, Berazategui y La Plata. Ese camino de hormigas suburbano que engloba setenta años de historia vio partir su última formación a tracción diesel el pasado 6 de septiembre a las diez de la noche. En este instante, en los talleres ferroviarios de Remedios de Escalada y Lavallol, descansan las ocho formaciones nuevas que conformarán el nuevo sistema de tren eléctrico. Después de 45 años de privatizaciones, abandono, reestatización y una inversión de 500 millones de dólares, el tren llegará. Mientras tanto, habrá que esperar.
Son casi las ocho de la noche cuando una barra de cuatro amigos caminan tranquilos por las vías del tren a la altura de Ezpeleta. Pegan saltos, gritan y bailan al ritmo de la cumbia que sale de un celular. Ellos saben que el tren no va a pasar nunca. Ellos saben que, por tres meses, en las vías sólo van a haber 350 obreros laburando en la electrificación, tendiendo los más de 50 mil metros de cableado a 12 metros de altura, sostenidos por los 1.754 postes instalados a lo largo de todo el trayecto. Por eso caminan sin prisa. Ahora es el momento. Después, todo cambia.
“Lo importante es que ahora va a viajar más gente. Imaginate, si los trenes viejos antes levantaban una banda, ahora va ser mucho más”, comenta Estela mientras saca el boleto de su bolsillo. Los cinco grados de térmica se hacen sentir entre los contingentes de pasajeros que esperan en la estación de Berazategui, justo en frente de la aparatosa fábrica de vidrio León Rigolleau. Allí llegan y salen, cada veinte minutos, buena parte de los 190 colectivos que el Ministerio de Transporte dispuso para remplazar al ferrocarril mientras avanzan las obras.
“Esto es un algo histórico. Yo viajo en tren desde que nací, y antes era una aventura viajar, era un paseo familiar”. Gerardo tiene alrededor de sesenta años, vivió toda su vida en Quilmes, y aún recuerda las viejas formaciones de madera, chapa y asientos de cuero tapizado en las que viajó durante dos décadas hacia Constitución para ir a trabajar. Recuerda los colores mostaza, blanco, gris y azul que, en los últimos treinta años, fueron alternando en la fachada de los trenes. Eso, sin contar los trazos multicolor con que la DMS, la R2, la KC y otras ”crews” de graffiteros de toda la zona sur del GBA marcaron territorio en los 45 vagones que siempre conformaron la línea.
Los pasajeros se suben a los colectivos. Las dos variables de trayecto de Berazategui a La Plata se diferencian diametralmente. Por un lado, el trayecto directo recorre los barrios Mosconi y los monoblock de El Bueno, sale a la autopista y, durante cuarenta minutos de ruta y paisaje descampado, no se detendrá hasta llegar a la terminal de 1 y 44. Este es el viaje que decenas de chicas con ambos de veterinaria y pibes durmiendo con pilones gordos de fotocopias en mano utilizan para arribar a los edificios de la Universidad Nacional de La Plata lo antes posible.
Por otro lado, el segundo trayecto se detendrá en las ocho estaciones que separan Berazategui de La Plata. Bordeará las vías a través de la avenida Mitre, por Hudson y Plátanos, para introducirse en los caminos laderos de la reserva forestal Pereyra Iraola. “¿Alguien baja en Pereyra?” Nadie se levanta de su asiento y el chofer retoma el camino. El colectivo sale de la arboleda y volverá a ver las vías del tren a la altura de Ringuelet, donde se encontrará cara a cara con los 309 millones de pesos invertidos en mano de obra y materiales para un nuevo viaducto que conectará con Tolosa.
Este segundo recorrido, a diferencia del otro, es el elegido por trabajadores, usuarios que se desplazan de barrio a barrio, o por los propios obreros ferroviarios que deben trasladarse de una estación a otra por cualquier motivo.
“Ahora va a ser otra cosa. Los vagones nuevos son un lujo, yo los vi y tienen de todo, aire acondicionado, puertas automáticas. Van a tener vigilancia y los furgones ya no van a ser como antes.” Martín trabaja como empleado de la Línea Roca desde hace trece años y el “como antes” lo transporta a las idas y venidas diarias de la vida arriba de los vagones, las discusiones con los pasajeros colados o la incomodidad de pedirles a los jefes de las hinchadas de Independiente o Quilmes que no rompan todo.
“En trece años, vi dieciocho personas muertas en accidentes. Cuando pasa eso, los familiares se desesperan, piensan que vos mataste a la persona. A un compañero maquinista una vez se lo llevaron custodiado en un patrullero porque querían lincharlo.” Martín se baja en Villa Elisa, donde lo esperan otros cuatro colegas. El colectivo sigue camino hasta La Plata, donde un nuevo grupo de los casi 10 mil usuarios diarios del tren espera para volver a casa.
“El tren ya no va a ser lo mismo. Una vez me perdí: tenía que ir a City Bell, vi el mapa en la pared y las estaciones eran Chacarita, Derqui, Santos Lugares. ¡No entendía nada! Después me di cuenta de que era un vagón del San Martín que habían puesto entre los del ramal a La Plata.” Los pasajeros ya recuerdan al viejo tren Roca con nostalgia, como parte un tiempo superado. Como si hubiera sido hace cincuenta años. Como si ya estuvieran arriba de los nuevos vagones. Pero para eso, mientras tanto, habrá que esperar.
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