Marzo y abril serán meses decisivos para el futuro del pueblo chileno. Por un lado, masivas protestas populares que intentarán poner fin a un modelo que convirtió a Chile en uno de los países más desiguales del mundo. Por otro, el brutal accionar de las fuerzas represivas comandadas por un gobierno dispuestos a sostener –a sangre y fuego– la actual estructura económica, política y social.
El 26 de abril se realizará el plebiscito que definirá si Chile inicia un proceso de reforma constitucional o si continúa con la Carta Magna creada en 1980, en plena dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990).
El golpe de Estado contra Salvador Allende (11 de septiembre de 1973) fue una bisagra para Chile y para toda la región. Fue promovido y financiado por el Departamento de Estado de Estados Unidos, dirigido por Henry Kissinger, contó con la participación directa de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana y el apoyo de las élites económicas locales. Desde ese momento se instaló en el país un régimen de terror.
La sangrienta dictadura persiguió, secuestró y asesinó a la dirigencia gremial y política para crear las condiciones que permitiesen instalar en ese país el primer experimento neoliberal de la región.
Las políticas económicas impulsadas por Milton Friedman y los Chicago Boys dejaron a las amplias mayorías del pueblo chileno sin acceso a derechos básicos como educación y salud. El «modelo chileno» alabado en todos los foros de la derecha internacional convirtió a Chile –según datos del Banco Mundial– en uno de los países más desiguales del mundo. Se consolidó políticamente con la implantación de una nueva Constitución (1980), creada a imagen y semejanza de los intereses de las grandes corporaciones, las fuerzas represivas y del Departamento de Estado de Estados Unidos.
Esa estructura política, económica y social duró décadas, hasta que, como una olla a presión, estalló en octubre de 2019. El aumento del precio del transporte fue solo la gota que rebasó el vaso de la tolerancia del pueblo chileno. Las protestas se hicieron masivas y tomaron todo el país. El 25 de octubre de 2019, más de un millón de personas llenaron la Plaza Italia y las principales calles de Santiago.
El gobierno respondió con una brutal represión. Detenciones arbitrarias, violaciones a niñas y mujeres detenidas, desapariciones y disparos con perdigones de goma a la cara de los manifestantes –provocando que más de trescientas personas sufrieran la pérdida total o parcial de su visión– fueron algunas de las acciones de las fuerzas represivas bajo las órdenes del presidente Sebastián Piñera.
Amnistía Internacional aseguró: «Las fuerzas del Estado chileno intentaron justificar su uso de la violencia contra manifestantes alegando que tales medidas eran necesarias para proteger las infraestructuras y la propiedad privada frente a daños y vandalismo», y agregó que «estos abusos pasan desde el uso de armas letales contra los manifestantes, uso de munición potencialmente letal y de gases lacrimógenos de manera injustificada, generalizada e indiscriminada, ataques contra periodistas y violencia contra personas a las que ya se había arrestado». Desde dicha organización se aseguró que Chile cerró el 2019 «con la peor crisis de derechos humanos desde la dictadura de Augusto Pinochet».
La brutalidad de la represión no consiguió detener las protestas y el gobierno de Piñera debió acceder a la realización de un plebiscito para aprobar o no una reforma constitucional. Más de 14 millones de chilenos están habilitados para participar de la votación.
Si el 26 de abril se aprueba la reforma constitucional, el proceso para realizar los cambios puede durar más de un año.
El establishment chileno intentará sostener el modelo implantado desde la dictadura por todas las vías a su alcance. Los sectores populares lo saben y han reactivado las protestas para fortalecer su postura de cara al plebiscito. Piñera, fiel defensor de los intereses de las oligarquías locales y extranjeras que implantaron la actual estructura económica, política y social, aseguró que no dudará en volver a instalar el «Estado de emergencia» (Estado de sitio) y anunció más recursos para las fuerzas represivas.
«Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer», sin embargo, Chile ya despertó y nada podrá volverlo a ese injusto sueño, a esa pesadilla que duró décadas.